Fue Solzhenitzin, en “Archipiélago Gulag”, quien insistió en la necesidad de una falsa conciencia (o sea, una ideología) para los verdugos de un Estado terrorista que no respeta derechos humanos, tortura, desaparece, que paranoicamente (sorry, Ozzy) persigue a sus ciudadanos incluso a dirigentes del propio “proceso”, y coacciona a todo el mundo a delatar vecinos, compañeros de trabajo y hasta familiares a delatar a madres, hijos, vecinos, colegas, etc., ante los omnipresentes organismos de seguridad del Estado, o policía política. Los jefes de esas tiranías siempre tienen que decir algo, usan una retórica rimbombante, solemne, incluso de aires “proféticos” y hasta “mesiánicos” (después de que Ortega le dio a Chávez al título de Jesucristo, y el gobierno, constitucionalmente laico, decreta una marcha “para Jesús“, qué le queda al pobre Chu?). La ideología es una falsa conciencia, como dijo una vez Marx y su pana Engels, no solo porque engaña, empezando por los que quieren engañarse, sino porque encubre, oculta, pero, además y sobre todo, justifica y hasta persuade de que la mierda que se está haciendo tiene un perfume agradable, como diría Alí Primera.
Así, la ideología tiene entre sus funciones encubrir. En términos muy generales, disimula y embellece los intereses de clase social, por ejemplo, de la burguesía. Eso es de librito de la Academia de Ciencias de la extinta URSS. Ahora bien, analizando un caso como el venezolano, el madurismo como proyecto tiene, como primerísimo primer objetivo, mantener en el poder a una camarilla de unos 6 o 7 individuos, por las buenas o por malas. Otros rasgos del proyecto madurista los hemos analizado en otros artículos, pero vale el recordatorio:
: a) aprovechamiento extractivista de los recursos minerales del país, incluyendo el petróleo, el hierro, el oro y demás, haciendo participar al capital extranjero en una suerte de “subasta al mejor postor” del país, sin ninguna consideración legal (la Ley antibloqueo pone en suspenso todas las leyes al darle poderes de desaplicarlas al Presidente, incluso en secreto), mucho menos laboral o ambiental;
b) Un oportunismo geopolítico que tiene mucho de ilusión para la galería (vender la idea de que un posible ingreso a los BRICS, aparte de resolver todos los problemas, sería un golpe al imperialismo norteamericano, tan repudiado en el discurso, pero deseado en la forma de Chevron, Repsol y demás empresas) y bastante de “hacerse los vivos” en sus tratos con el gobierno norteamericano (el chantaje de pasarse al campo de los rusos o los chinos, en medio de la actual “guerra fría”); se trata de buscar un “padrino” poderoso, sin reparar en la pérdida de soberanía nacional;
c) mantener en el mínimo el costo de la fuerza de trabajo, para atraer capital extranjero. También la política fiscal, de exenciones de impuestos juega ese juego; d) Fortalecimiento de una “burguesía revolucionaria”, cuyo núcleo sería, en primer lugar, los “enchufados” y, luego, en familiares y testaferros del cogollo de los seis. La relación de subordinación de esta nueva burguesía (que se asocia a la vieja) hacia el gobierno, es ambivalente. La línea sería “enriquézcanse, pero obedezcan a las órdenes del Presidente”;
e) Controlar las inquietudes en las bases del Partido, o bien mediante la coacción, la culpabilización si algo sale mal, o bien con actividades que las “mareen” con discursos exaltados, con largos chorizos de adjetivos (chavista, revolucionario, popular, antiimperialista, etc.) o con catarsis colectivas que, poco después, sirven para detectar disidentes potenciales y aislarlos;
f) Limitar las garantías democráticas constitucionales mediante una “jaula de leyes”, estilo Nicaragua- Ortega-la Chayo, que permita al cogollo de los seis mantener el control en una delgada brecha de tolerancia y acción política, siempre en peligro de cerrarse en cualquier momento, aplastando a los más audaces.
La función del discurso de las comunas, junto al de las “7 T” y las llamadas “oficinas de poder popular”, es obviamente demagógico, encubridor e ideológico en el peor sentido de la palabra. Incluso, hay “intelectuales orgánicos”, los del “Fortín 4F”, viejos militantes del PRV, financiados por el gobierno de Carabobo, por ejemplo, que generan textos sobre el “Poder obediencial hacia el Estado Comunal”, donde hasta llaman la atención acerca de toda esa proliferación de “niveles de articulación” desde las comunas, las alcaldías y demás instancias estatales, y agitan el encanto de la “democracia directa”, el lenguaje de los zapatistas mexicanos, y otros ecos de la retórica izquierdista. Toda esta “teoría” (que no suelta detalle de la reforma constitucional que se mantiene en secreto, muy democrática y participativamente concentrada la tarea en figuras del partido gobernante) pretende copiarse el brillo de los soviets rusos, los CDR cubanos y las comunas chinas.
Cabe destacar que todas esas experiencias de organización popular son muy diferentes entre sí. Los soviets fueron agrupamientos de obreros, soldados y campesinos, más o menos espontáneos, que promovieron el derrocamiento del zarismo en dos ocasiones históricas: 1905 y 1917. No fueron idea de ningún partido. Más bien, alojó diferentes partidos cuyos representantes fueron electos por las masas directamente. Los CDR cubanos sí fue una iniciativa del gobierno revolucionario naciente para enfrentar una ola de sabotajes en los primeros años del proceso cubano. Luego, se convirtieron en centros de delación y control. Las comunas chinas, por su parte, fue un experimento desastroso de Mao Tse Tung, que llevó a la hambruna a millones de chinos en la década de los 60.
Pero el origen de la leyenda de la Comuna de París de 1871, es responsabilidad directa de Marx. Aquí comienzan los malentendidos y las tergiversaciones, porque ¿qué son las comunas, sino lo que nosotros llamamos municipios? Así se emplea la denominación en muchos países, incluida la Francia de 1871 a la que se refiere Marx en su texto “La guerra civil en Francia”, donde analiza la Comuna de París en el marco de la guerra franco-alemana, iniciada por el sobrino de Napoleón Bonaparte, político demagogo como pocos, quien se hizo coronar emperador aprovechando el prestigio de su tío, después de un complejo proceso político en el cual colapsaron tanto las organizaciones proletarias, como las burguesas, accediendo al poder un tipo cuya base social era el lumpen: proxenetas, ladrones, hampa, etc. Allí Marx acuña el concepto de “bonapartismo”. Pero el asunto es que, esa guerra mal planteada y peor preparada, llevó a una victoria de los alemanes, unificados por Bismarck, quien aprovechó la guerra para reafirmar su poder.
Así, el panorama era, por un lado, el derrumbe del Imperio bonapartista, culminado con la formación de un gobierno “republicano” encabezado por un exministro de un anterior rey, Thiers; y, por el otro, derrota vergonzosa de Francia en la guerra, lo que llevó a un armisticio que le cedía a los alemanes territorio (Alsacia y Lorena). Incluso los invasores germanos entraron a París. Se evidenció una inmensa incapacidad de gobierno imperial y republicano para enfrentar una guerra, perdida por baja preparación y grandes errores estratégicos. Esto ocasionó un gran descontento y movilización del proletariado parisino que se agudizó con el retiro de las fuerzas oficiales del nuevo gobierno republicano burgués. Entonces, entraron en acción múltiples organizaciones proletarias, militantes de varias alas del movimiento socialista, y se organizaron a partir de la Comuna (o sea, el concejo municipal) para resistir al invasor germano, tomando una serie de medidas de emergencia, propia de un conflicto con dos frentes: por un lado, el invasor alemán, y, por el otro, las fuerzas del gobierno oficial que no podía soportar esa insubordinación.
Lo curioso es que el propio Marx, en el trascurso de los acontecimientos, advirtió que los obreros no tenían suficiente fuerza como para resistir la acometida coincidente de los germanos y del propio gobierno francés. La Comuna estuvo dominada sobre todo por seguidores de Proudhom, un anarquista que el propio Marx se encargó de refutar en un libro clásico, Blanqui, y algunos “marxistas”, de tal categoría que el propio Marx declaró que él no era marxista si el marxismo era lo que estos tipos sostenían. En resumen, entre los “comuneros” había de todo, como resalta el historiador francés Georges Bourgin (Bourgin, 1972)
La experiencia de resistencia de la Comuna de París en 1871 duró solamente 72 días, poco más de un mes. Tomó las medidas de emergencia lógicas para enfrentar el invasor alemán y garantizar lo mínimo a la población. Los “comuneros” o concejales fueron electos directamente por los ciudadanos, con libre remoción, nada que ver con reelecciones inmediatas y continuas. Muchas medidas fueron consultadas en referendos, lo cual quitaba agilidad en las decisiones en una situación tan urgente como la que se vivía. Por eso Marx alabó la experiencia como la más democrática de las democracias.
Pero Marx hizo algo más, desde la Secretaría de la naciente Asociación Internacional de los Trabajadores o Primera Internacional: construyó una leyenda, la del “primer gobierno proletario”. Faltaron medidas de fuerza propias de una situación de guerra. De allí el barbudo extrajo la recomendación de la necesidad de una “dictadura del proletariado”, que le ganó la antipatía de sus compañeros anarquistas y demás en el seno de la Primera Internacional. Pero aclaremos un poco. El concepto de “dictadura” en la tradición política romana que manejaba Marx como buen erudito, significa gobierno de emergencia, temporal, transitorio, durante un período extraordinario en el que hay que tomar medidas extraordinarias, valga la redundancia. Eso después fue malinterpretado en la URSS y se convirtió en Estado totalitario. Nada que ver. Se trataba de la democracia más democrática. Siempre Marx fue un demócrata.
Por otro lado, el propio barbudo de Tréveris reconocía que las cosas no eran tan brillantes como las pintó él mismo con fines de polémica con sus rivales anarquistas. En una carta al socialista holandés Nieuwenhis, el 27 de febrero de 1881, aclara “…le diré que, prescindiendo de que esta experiencia fue únicamente la sublevación de una ciudad en condiciones excepcionales, la mayoría de los miembros de la Comuna no eran en absoluto socialistas; es más, tampoco podían serlo”. Y agrega: “la anticipación doctrinaria y necesariamente utópica del programa de acción de una futura revolución es una pura desviación de la lucha de hoy”. O sea, como dice el historiador Blumemberg: “las medidas que uso en práctica la Comuna eran simplemente las más urgentes y necesarias para una ciudad sitiada. Ni la Internacional ni los escasos seguidores de Marx tomaron parte de los reparativos de la sublevación y, durante un tiempo, dudaron entre adherirse o no a ella” (Blumenberg, 1984, pág. 171).
La comuna es, pues, una leyenda. Eso no está mal del todo. Lo cuestionable es el uso demagógico que de esta referencia hace este régimen autoritario, además de convertirlo en eje de una reforma a la medida de su propio autoritarismo, como ya lo hizo la pareja tenebrosa de Nicaragua.
Referencias
Blumenberg, W. (1984). Marx. Salvat.
Bourgin, G. (1972). La Comuna. Eudeba.