Las mentiras de Walter

Últimamente Walter Martínez, al comentar en su programa de televisión la complicada y peligrosa situación que se vive en la península de Corea, ha venido refiriéndose al ejército norteamericano. De éste dice, falseando groseramente los hechos, algo que constituye toda una provocación, una indignante afrenta contra quienes no sólo conocen lo sucedido sino que además sienten un gran respeto por la verdad; que no es precisamente, el caso de Walter, porque si por algo este periodista se ha distinguido, ha sido, justamente, por su olímpico desprecio hacia la verdad, por su fanático culto a la falsedad y la mentira.

Este señor ha llegado al extremo de afirmar, con un caradurismo impresionante, que el vencedor en la Segunda Guerra Mundial fue el mencionado ejército norteamericano. Y no lo ha expresado una sola vez sino varias veces. Esta incalificable burla inferida a su confiada teleaudiencia, que lo ve como una especie de versión tropical del oráculo de Delfos, no deja de llamar la atención , toda vez que no hace mucho, y como un reconocimiento al valeroso pueblo ruso, se refería a los veinte millones de ciudadanos de ese país que habían caído en la heroica defensa de su patria.

Sin embargo, cualquiera que fuese la causa de tan extraña voltereta, el hecho cierto es que este desaprensivo señor miente. Y lo que es peor aún, no lo hace inocentemente, lo hace a sabiendas de que lo que dice es una mentira monumental, una mentira del mismo tamaño de su falta de ética, pues es tan extravagante y grotesco lo que afirma, que rompe en mil pedazos todos los límites de la decencia y la honestidad periodística. ¿Por qué lo hace entonces? Pues, porque las personas que adolecen del detestable pecado de la soberbia son así. Y si son como Walter, que padece de una megalomanía galopante –algunos la llaman pedantería-, entonces el mal se agudiza y adquiere relieves tan desproporcionados, que llegan a creerse dotados de facultades tan extraordinarias, de una infalibilidad a toda prueba, que les permite cambiar la historia a su antojo. Cambiarla, como hace Martínez, que al conjuro de su prepotente voluntad, los acontecimientos que han quedado como verdades irrefutables, aceptadas por todo el mundo, deben ser lo que a él le dé la gana que sean y no lo que en realidad son. Y todo, dicho con una desfachatez, con un desprecio hacia quienes conocen los hechos tan bien como él, y en algunos casos mejor que él, que impresiona de verdad. Y es una lástima, porque para que la omnisciencia de Walter sea total y completa, sólida y sin fisuras, lo único que le falta es un poquito de "ignorancia", sólo eso.

De manera, que se necesita carecer de lo más elemental que una persona decente debe tener, o sea, de escrúpulos, para afirmar, con el mayor desparpajo, que el vencedor en la Segunda Guerra Mundial fueron los Estados Unidos. Y ello, a pesar de que todo el mundo sabe que la bandera que en señal de victoria un soldado ruso clavó en lo más elevado del Reichstag, y que era como habérsela clavado en el corazón mismo de la bestia germana, no fue la bandera de las barras y las estrellas sino la de la gloriosa Unión Soviética. Esto lo sabe muy bien Walter Martínez, como también sabe, al menos eso es lo que se supone, que el tratado de rendición incondicional que firmaron los derrotados jerarcas nazis, no lo hicieron ante Eisenhower ni ante Mac Arthur, sino ante un victorioso general Zukov, comandante general del invicto ejército rojo, vencedor también en la guerra ruso-japonesa. Sabe, igualmente, que este ejército, protagonista de una de las más sublimes y heroicas hazañas que ejército alguno en el mundo haya realizado jamás, a pesar de las enormes pérdidas materiales y humanas que en las primeras de cambio sufrió, no se rindió, como cualquier otro ejército en su lugar –como los de Europa, por ejemplo- lo hubiera hecho. En este sentido, para que se tenga una leve idea de los terribles estragos que las desalmadas tropas de la Wermacht pudieron haberle causado a la URSS durante todo el curso de una guerra que duró cinco años, tal vez sea suficiente con decir que sólo en el primer día de la invasión, tres divisiones de infantería del ejército rojo fueron totalmente destruidas, y otras cinco más fueron también aniquiladas por completo. Ocho divisiones en un día. Sin embargo, a esto habría que agregar que al día siguiente de esta masacre, dos mil aviones fueron derribados.

No obstante, pese a estos catastróficos reveses y a otros peores aún, como decíamos, el ejército soviético no se rindió. Todo lo contrario, ya que inspirado en los elevados ideales de la libertad y el socialismo, del que tantos beneficios estaban recibiendo los habitantes de esa martirizada nación, sacó fuerzas de donde no tenía y, pasando a una contraofensiva que se inició en Stalingrado con la ruptura del implacable cerco a la que había sido sometida esa ciudad durante novecientos días, no se detuvo sino hasta llegar hasta la guarida misma de la bestia nazi, infligiéndole a ésta una aplastante y contundente derrota. Una derrota que le permitió a las fuerzas comandas por el general Zukov ocupar las dos terceras partes del territorio alemán, incluyendo su capital Berlín.

Así fue como ocurrieron los hechos relacionados con el desenlace de la Segunda Guerra Mundial. Porque fue el ejército soviético y no el norteamericano, como falazmente lo afirma el desaprensivo conductor de Dossier, el que a base de inenarrables sacrificios salvó a la humanidad de una terrible dominación hitlerista. Esto es tan cierto, que mientras los dos ejércitos, el rojo y el alemán, se combatían ferozmente en el frente oriental, acá, los aliados occidentales, en una actitud que no podría calificarse de otra manera que de inmoral y cobarde, se mantenían a la expectativa. Con ello esperaban que ambos ejércitos se destrozaran entre sí, para luego llegar ellos a cosechar los frutos de una "gran y heroica victoria".

Al respecto, no está demás, Walter, recordar los continuos e insistentes llamados de Stalin a sus supuestos aliados occidentales, que a la sazón se encontraban ociosos en Inglaterra, para que emprendieran cuanto antes las operaciones militares en el frente occidental; llamados que, aunque cueste creerlo, fueron continua y sistemáticamente ignorados, al fin y al cabo era más lo que los unía al nacismo alemán que al comunismo soviético. Y sólo entraron en acción los países occidentales, con los Estados Unidos a la cabeza, cuando el ejército soviético, con la demoledora ayuda de los mortíferos misiles katiuska –arma desconocida hasta los momentos- y los no menos demoledores tanques T-34, tomó la ofensiva y empezó a arrollar, con avasallante ímpetu, a las tropas nazis. Y si lo hicieron, si por fin decidieron entrar en acción, fue más para evitar que el ejército soviético, en su imparable contraofensiva, ocupara demasiado territorio europeo, que para combatir a los alemanes.

Sin embargo, no les resultó tampoco muy fácil la tarea, porque a pesar de encontrarse los alemanes profundamente debilitados debido a al constante traslado de tropas y equipos al otro frente, al oriental, donde la situación se tornaba cada vez desesperada, a pesar de esta situación, repito, las tropas del tercer Reich ofrecieron a los aliados una tenaz y feroz resistencia.

Estas dos fueron las causas por lo que los Estados Unidos e Inglaterra llegaron al territorio teutón cuando ya no había nada más que hacer, pues el país germano hacía rato había sido totalmente derrotado por los soviéticos. Razón por la cual tuvieron que conformarse con ocupar sólo la tercera parte de ese país. Este es el motivo que nos lleva a decir, y creo que no nos falta razón, que la Unión Soviética derrotó sola, sin la ayuda de nadie, al poderoso ejército alemán. Y al decirlo, no estamos inventando nada, ya que como hemos visto, los hechos lo confirman plenamente.

Ahora bien, esta rezagada llegada de las tropas anglosajonas al país germano, planteó una situación de la que es necesario hablar, aunque sea muy brevemente, porque ello permitiría determinar quienes lideraban la guerra contra la Alemania nazi después de la derrota infligida a esta nación por la URSS.

En efecto, consumada la derrota del hitlerismo, los Estados Unidos, alegando su participación en la guerra contra el enemigo común, solicitó a las autoridades soviéticas se les reconociera el derecho a ocupar parte de la capital germana, una capital que había sido conquistada por la URSS a costa de muchas vidas. No hubo ninguna objeción, y se les concedió un derecho que no habían sabido ganárselo en los campos de batalla, sino gracias a la generosidad y benevolencia de la dirigencia rusa. De manera, que así fue que quienes casi se convierten en traidores a la causa contra el nazismo, entraron a ocupar lo que luego pasó a llamarse Berlín Occidental, que posteriormente, en el marco de la guerra fría, se convirtió en un foco de enconadas fricciones entre ambas potencias.

Este hecho dio lugar a un problema inesperado, y era la manera de cómo los EE.UU. podían trasladarse desde la parte occidental del país, que había pasado a llamarse, República Federal Alemana, hasta Berlín Occidental, sin invadir territorio ocupado por las victoriosas huestes del general Zukov. El asunto se resolvió mediante la creación de los llamados corredores aéreos y terrestres. Éstos consistían en estrechas franjas que se extendían desde la RFA hasta BO., y de las cuales no se podían salir un milímetro sin caer en territorios ya ocupados por los soviéticos. Es decir, que para que los Estados Unidos hayan podido desplazarse de un lugar a otro en Alemania, tuvo que contar con el permiso y consentimiento del que más tarde, gracias a la naturaleza belicosa del imperio, convirtiera en su enemigo. ¡Y es a esto, señor Walter Martínez, haber ganado los Estados Unidos la Segunda Guerra Mundial, como usted dolosamente lo afirma!

 

 



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Alfredo Schmilinsky Ochoa


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