Junta Casado, liquidación de la República

Con el título la España actual, reflejada en el cementerio encabeza Indalecio Prieto esta clarividente crónica para El liberal de Bilbao, fechada en 14 de julio de 1936:

Cementerio, espejo:

“Jornada nerviosa la de hoy en Madrid, que se abrió y cerró sangrientamente. Yo asistí esta mañana al acto de dar sepultura a los restos del teniente de Asalto don José del Castillo. Sígame el lector en mis observaciones, y se dará cuenta de toda la hondura de la guerra civil que vive España. Son tan profundas nuestras diferencias, que ya no pueden estar juntos ni los vivos ni los muertos. Parece como si los españoles, aún después de muertos, siguieran aborreciéndose. Los cadáveres de don José del Castillo y don José Calvo Sotelo no podían ser expuestos en el mismo depósito. Hay un cambio de miradas iracundas. De haberlos juntado se abrían acometido ferozmente ante ellos sus respectivos partidarios, y al depósito le hubiera faltado espacio para la exposición de nuevas victimas.

El cadáver del señor Castillo estaba custodiado por guardias de Asalto.

El del señor Calvo Sotelo, por guardias civiles.

Al primero le rindió homenaje una gran masa proletaria.

Al segundo le escoltó hasta la fosa una legión de señoritos.

¿Se quiere una expresión que pinte con mayor patetismo el actual estado de España?

Apoyo a Franco: A parte de la alienación común de Italia y Alemania a favor de Franco, otra intervención que se ha olvidado e incluso “menospreciado”. Es una doble intervención anglosajona. Primeramente, en el terreno de la opinión pública internacional y mediante un portavoz llamado nada menos que Winston Churchill, quien el día 2 de octubre de 1936, publica en el Evening Standard un resonante artículo en el que supera, por intensidad y calidad, a los mejores logros internacionales de los propagandistas de Franco. “La suerte está decididamente echada contra el Gobierno de Madrid”, son las primeras palabras de Churchill, quien expresamente cita los esfuerzos de Franco antes de la guerra en pro de la paz, y termina sus líneas con la segunda invocación al perdón que registran los anales, no muy nutridos para este capítulo, de la guerra civil española. La segunda intervención anglosajona a favor de Franco es más práctica y decisiva: asegura a Franco nada menos que el suministro de carburantes para el resto de la guerra, en condiciones generosísimas y sin más garantía que una palabra. El hecho singular tuvo por escenario la ciudad de Burgos. Los protagonistas fueron, por parte norteamericana, el señor Rieber, presidente de la Texas Oíl Company, y su representante para Europa, con sede París, señor Brewster. Por parte española, el consejero de la C.A.M.P.S.A. y del Banco Hispano Americano, señor Caledonio Noriega, marqués de Torrehoyos, y el alto empleado de la misma compañía señor José Antonio Álvarez Alonso. El presidente del banco, marqués de Aledo, dio todas las facilidades desde Estoril a la hora de las garantías; pero el presidente Rieber rompió el borrador de contrato y declaró que le bastaba la palabra de los españoles. Mientras la República, con todo el oro de España en los sótanos del Banco de España, no era capaz de conseguir créditos apreciables en el extranjero, Franco lograba un éxito financiero de esta envergadura sin más respaldo que la palabra de sus colaboradores.
La Junta:

Los conspiradores de la Junta, reunidos en las cuevas del Ministerio de Hacienda en Madrid, pasaron las horas de la noche del 5 de marzo de 1939 en espera del golpe de estado.

La 70ª brigada, mandada por el anarquista Bernabé López ocupo los puntos estratégicos de la ciudad. Cuando sus hombres completaron su movimiento, la radio lanzo la proclamación de la Junta.

Los socialistas, desde que perdieron la dirección del Gobierno, ha disminuido la confianza del pueblo en ellos; aunque Negrín figuraba como socialista y era el Presidente, sabían que recibía órdenes de Moscú. Quien tenía información era el ministro de la Defensa, un aburguesado socialista y de siempre agente del Inteligence Service. Según informes de la época, el tal ministro de Defensa conspiraba por encargo de Londres para lograr una paz negociada con los fascistas.

Besteiro fue el primero que habló para pedirle al gobierno de Negrín que se retirara: “El ejército de la República, con autoridad indiscutible, tomaba en sus manos la solución de un problema muy grave, esencialmente militar.”

Criticando la política de Negrín lo acusó de no tratar más que de ganar tiempo, con “mórbida creencia de que la creciente complicación de los acontecimientos internacionales conducirá a una catástrofe de proporciones universales”. Le pidió a todos los españoles que apoyaran “al gobierno legítimo de la República que, por el momento, no era otro que el ejército”, el general Casado se dirigió, a su vez, a los españoles “del otro lado de las trincheras”. Les ofreció la elección de: “o la paz de España o la lucha a muerte”. Mera dijo que la “misión” de la Junta era obtener “una paz honorable, basada en la justicia y en la fraternidad”.

Diéguez, dijo que los comunistas podrían haber aplastado a la Junta y afirmaba que la orden de liquidación definitiva fue traída el 12 de marzo por Rita Montagnana, mujer de Togliatti.

Rusia no quería verse envuelta en ningún conflicto. España no era, a juicio de Stalin, sino un elemento muy secundario en una situación internacional muy inquietante. No tenía interés en que se prolongara una batalla perdida que estorbaba a su acercamiento, ya esbozado, con Hitler, y que el P.C. soviético, partidario en realidad de que terminara la guerra, tuvo la habilidad de utilizar, sin suscitarla, la reacción espontanea de los comunistas madrileños.

En el momento en que los oficiales comunistas tomaban las armas en Madrid contra la Junta, el gobierno abandonó España. Negrín, y Del Vayo tomaron el avión para Francia. Con ellos salieron los dirigentes comunistas, políticos como La Pasionaria y Uribe, militares como Lister, Modesto, Hidalgo de Cisneros, Núñez, Maza. Pero la huida del gobierno no impidió la efusión de sangre que parecía haber querido evitarse.

Franco se negó a negociar con Casado y Matallana; sólo pensaba en la rendición y exigía para tratar de ella a oficiales de grado menos elevado. Casado se plegó y designó a dos oficiales de Estado mayor, el comandante Leopoldo Ortega y el teniente coronel Antonio Garijo, agregado al general Miaja desde hacía muchos años, pero al que Franco recompensó más tarde “por servicios prestados” a la causa nacional.

La caída de Cataluña atizó las oposiciones, los odios. Se enfrentaron partidarios de la resistencia y de la capitulación. Se acusaron mutuamente de desear matanzas inútiles o de estar preparando traiciones. Los agentes del extranjero y los de la quinta columna intrigaban.

La dominación de Franco se extendió a toda España.

La guerra civil había terminado.

Ningún período de la guerra civil produjo literatura más abundante, ni más discutible, memorias, actas de acusación, polémicas, alegatos de defensa. Muchos testimonios dan la impresión de que querían, sobre todo, salvar su vida y su carrera política futura.

Para todos los refugiados comenzó la terrible prueba del exilio. En África del Norte y en Francia fueron internados en campos donde conocieron condiciones materiales y morales muy duras esperando la acogida de un país extranjero o la autorización de permanecer en Francia. Sin entusiasmo y sin elegancia, las autoridades francesas, no obstante, concedieron el asilo que le pedían los republicanos vencidos. Pero la guerra de 1939 envió de nuevo a los campos a buena parte de estos refugiados. Y el gobierno de Pétain aceptó entregarlos a Hitler: muchos miles de españoles conocieron la deportación y los “campos de la muerte”. Otros, muy numerosos también, en particular en el suroeste, participaron en la resistencia de los maquisards franceses.

Estos acogimientos difíciles, interesados o malévolos, no hacen sino resaltar más la buena voluntad y la generosidad de que dio pruebas el gobierno mexicano, que abrió sus fronteras, libremente, a todos los que deseasen encontrar refugio en el país.

Con el exilio, comenzó la era de las controversias. Cierto es que, desde hacía tiempo, los partidos republicanos ya no trataban de ocultar sus desacuerdos. Por lo menos, mientras duró la guerra, simularon creer en la unidad para el combate contra el adversario común, el franquismo. Con la derrota, este lazo desapareció. Por el contrario, políticos y militares se encontraron frente al desastre que tenían que explicar. Había llegado la hora de las justificaciones. La censura y la preocupación por impedir que el adversario explotase las disensiones del campo republicano habían ocultado muchas divergencias al pueblo; pero la derrota hizo que desapareciesen los escrúpulos de esta clase y surgieron amargas discusiones entre los aliados de la víspera en el seno mismo de los partidos, que sufrieron en la emigración escisiones más o menos profundas, más o menos duraderas. Indudablemente, ni la actividad política de los gobiernos en el exilio, ni aún las guerrillas que se mantuvieron o aparecieron durante varios años después del final de la guerra civil justificaron por si solas su confianza en el “porvenir de la emigración”; pero todo el mundo sabía que, al terminar la Guerra Mundial, las potencias occidentales, de haberlo deseado, podrían haber derrocado a Franco. Para el pueblo español la victoria militar no fue más que el comienzo de dificultades económicas represión y políticas muy serias…

Franco no hizo los gestos de reconciliación que algunos del campo republicano esperaban de él. La represión no cesó con su victoria. La aplicación de la ley de responsabilidades políticas, la instalación de los consejos de guerra en toda la antigua zona republicana, por el contrario, reforzaron las medidas de reacción. Se multiplicaron las detenciones y las condenas. Según Ciano se trataba “de una depuración seria y muy rigurosa”. El haber pertenecido a los moderados no fue considerado como una circunstancia atenuante; Besteiro, que quiso ahorrar estas violencias a España, fue condenado a treinta años de cárcel. Decenas de miles de presos y ejecuciones dieron testimonio, durante años, de la fuerza del Estado nuevo. El ejército, la policía y la milicia falangista aseguraron la estabilidad de un régimen dictatorial. A todos se les inculcó el odio a la “revolución roja” y a un sistema liberal condenado por la Iglesia; el régimen según todos los indicios conservaría un carácter absolutista, los verdaderos vencedores —y eso era cada día más claro— fueron el ejército y la Iglesia. La Acción Católica no tardó en recuperar todo su poderío: después de haber apoyado al régimen desde el exterior, aceptó participar en el gobierno.

España hoy: Seis millones de españoles desempleados o más y sopotocientos desahucios, y sigue ¿Cuánto tiempo más seguirá soportando el pueblo español ese cumulo de injusticias? ¡Rebelión! ¡Rebelión y más Rebelión!

Y…, seguimos preguntando: ¿Cuánto tiempo más soportará el pueblo español esa “farsa de democracia bipartidista” del PP y PSOE, y a los inmorales Borbones?

¡Hagan Patria Socialista! No al socialismo burgués de Felipe González y comparsa, “hombres” amamantados por Francisco Franco.

¡Viva la República!

¡Pa’lante Comandante! Lucharemos. Viviremos y Venceremos.
¡Gringos Go Home!
¡Libertad para los cinco héroes de la Humanidad!

manueltaibo1936@gmail.com


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Manuel Taibo


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