Baby Doc en Haití

Ninguna nación aceptaba darle asilo; finalmente Francia accedió

Apoyado por EEUU, hace 25 años huyó luego de saquear su país

Siete de febrero de 1986. En la pista del aeropuerto internacional de Puerto Príncipe, un avión de la fuerza aérea estadounidense espera con los motores encendidos el arribo de una caravana de vehículos blindados, escoltados por marines. En uno viaja el féretro del difunto Francois Duvalier, Papa Doc. En otros autos que surcan la ciudad a toda velocidad van el dictador recién derrocado, Jean Claude Duvalier, de 35 años, un hombre que asumió sin dudar jamás que su cargo heredado era vitalicio; su madre, Simone Ovide, y sus hermanas, Nicole y Marie Denisse, con sus respectivos hijos y maridos, un abultado equipaje y muchos, muchos dólares.

Hasta el último momento, Washington cuida de su protegido. En las calles de la depauperada capital danzan ya medio millón de haitianos, eufóricos por el fin de la dictadura. Un grupo se dirige hacia la avenida del puerto, derriba la estatua de Cristóbal Colón y la arroja al mar. Empieza la era del dechoucaj, el arrancar de raíz el pasado y sus malos recuerdos, con sus heroísmos, sus reivindicaciones y también su propia violencia e injusticia. Y su frustrado pasaje hacia la transición y la democracia.

El avión toma la pista, despega; hace una escala técnica en Puerto Rico y horas después deposita a la familia Duvalier en Grenoble, Francia. Ningún país acepta darles asilo. Después de varias solicitudes fallidas, París accede: no tienen a dónde ir.

Exilio dorado

Jean Claude, siempre con sobrepeso y parco de palabras, había cumplido ya 35 años, sin profesión ni oficio. Casado con Michelle Bennett, una joven de la oligarquía mulata de la isla, se asienta en la exclusiva comunidad de Mougins, cerca de Cannes. Con el tiempo adquiere además un chateau en las afueras de París y dos departamentos cerca del Sena, en la Ciudad Luz. En 25 años de exilio dorado, al hijo de Papa Doc no se le ocurre inscribirse jamás a un curso, estudiar algo. No intenta ni trabajar ni escribir sus memorias. Es que no sabe hacer nada. Michelle Bennett gasta a manos llenas la fortuna robada de las arcas públicas de su país; finalmente se divorcia del ex presidente vitalicio y obtiene, como pensión, la tajada del león de la mítica fortuna.

Varios presidentes, asesinados

Un reportaje de The Wall Street Journal en 2003 da cuenta de un multimillonario Duvalier venido a menos, viviendo en un departamento prestado con su nueva novia francesa, Veronique Roy (la hoy esposa). Una vida perfectamente inútil.

Después de la larga ocupación militar de Estados Unidos en Haití, entre 1915 y 1937 (los estudiosos Gerard Pierre Charles y Suzy Castor han documentado las devastadoras consecuencias de ese periodo en numerosas obras) y varios presidentes que nunca terminaban su gestión porque eran asesinados o derrocados, en 1957 es electo un etnólogo y médico rural astuto y ambicioso, Francois Duvalier. Un gobernante que desconfía de Estados Unidos, pero sabe vender sus favores a Washington –como hizo en su momento el tirano dominicano Rafael Leonidas Trujillo–, ofreciéndose como una infranqueable barrera anticomunista. La Cuba castrista estaba próxima.

Desconfía también de su propio ejército, formado por los estadounidenses, así que integra su guardia privada, los voluntarios –que pagan por el cargo y su arma–, y se infiltran en las universidades, los periódicos, los sindicatos, los barrios, todas las instituciones y, sobre todo, en las zonas rurales, para controlar a la sociedad. Son los tonton macoutes, la policía secreta que tiene patente de corso: ejercen el derecho de pernada sobre las muchachas, despojan de tierras y propiedades a los ciudadanos indefensos, aterrorizan a la población e institucionalizan el crimen. Protegen al amo de los opositores o sospechosos de disentir matándolos a palos, haciéndolos devorar por perros, arrojándolos de por vida a las mazmorras de Fort Dimanche.

Duvalier también desconfía de la Iglesia católica, cuya jerarquía conservadora es blanca. La acusa de comunista y termina por doblegarla, hasta que el Vaticano le concede un concordato que reconoce y da autonomía a la iglesia popular haitiana, la vuduista. Él se convierte en el amo de los houganes y las manbos (chamanes) y manipula la fe del pueblo para doblegarlo por medio de la magia negra y la superstición.

En el extraordinario libro de crónicas de la época de los periodistas Bernard Diedrich y Al Burt se describen los excesos del régimen y del personaje que, en pleno auge de su poderío, se define a sí mismo como un Lenin, un De Gaulle, un Mao, un Sukarno, un Lumumba. Al único jefe de Estado que recibe en visita es al emperador de Etiopía, Haile Selassie, el León de Judea.

Antisemita y “humanista totalitario”, se apropia de la doctrina de la negritud y manda publicar un nuevo catecismo con su versión del Padre Nuestro:

Doc nuestro que estás en el Palacio Nacional para siempre, santificado sea tu nombre en el presente y el futuro, danos hoy nuestro Haití y permite que nunca perdonemos a los apátridas que cada día escupen a nuestra nación”.

En 1971, Duvalier sufre un infarto por obstrucción coronaria. Cuando su médico de cabecera (tiene además un probador de comida para no ser envenenado y un hougan personal) notificó a su familia que al temido dictador le quedaba poco tiempo de vida, su círculo íntimo se dio cuenta, casi de repente, que el tirano que se erigió presidente vitalicio de Haití, quizá convencido de su propia inmortalidad, no había previsto su sucesión. Víctima de su propia estrategia del “divide y vencerás”, que mantenía a sus cercanos en constantes intrigas y pugnas, no había nadie en quién confiar.

Simone Ovide, que llevaba con mano de hierro la vida palaciega, fue la primera en darse cuenta de ese vacío que rodeaba al moribundo. Esa misma tarde ordenó a su chofer que la llevara a la redacción del diario Le Nouvel Monde. Llevaba un comunicado suscrito por el todopoderoso Papa Doc, donde resolvía que, a su muerte, su hijo Jean Claude, un joven de 19 años, consentido, recién ingresado a la escuela de derecho, sería el nuevo presidente.

Para posicionarlo ante las masas como futuro gobernante, el junior presidía los desfiles oficiales con un uniforme tan apretado por su gordura que parecía que los botones de sus chaquetas saltarían en cualquier momento. El chico parecía gozar la situación.

El coronel Claude Raymonde, un militar graduado de la Academia Militar de México, fue asignado en la jerarquía castrense como responsable de garantizar la llegada del muchacho a la presidencia. Y así fue. Duvalier se desplomó sobre su plato, tenedor en mano, la noche del 21 de abril de 1971. En su discurso inaugural, el Baby prometió “defender la revolución duvalierista con la misma firmeza e intransigencia” que su padre. Y así lo hizo.

El gobierno de John F. Kennedy decidió que la continuación de la tiranía no afectaría de ninguna manera la buena relación entre los dos países ni “los intereses norteamericanos”. Y así fue hasta que el pueblo haitiano dijo “basta”, en 1986.



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