La Universidad de Los Andes (ULA), reconocida por su pensamiento crítico y autonomía académica, atraviesa una etapa de incertidumbre debido a una crisis institucional que dificulta la renovación de sus autoridades. A diferencia de otras universidades como la UCV, que han celebrado elecciones, la ULA ha visto su proceso electoral intervenido por el TSJ, impidiendo la elección de nuevas autoridades rectorales. Esta suspensión de elecciones por el TSJ, que mantiene autoridades con 13 años de mandato vencido, genera inquietud y expectativa en la comunidad universitaria. Un aspecto llamativo de esta situación es el silencio de los candidatos a los cargos de autoridad, más allá del impacto institucional de la medida judicial.
¿A qué responde este mutismo? ¿Es el reflejo de una resignación ante lo inevitable, una estrategia política calculada o simplemente una postura conveniente en un contexto difícil de navegar?
Para algunos, el silencio es un síntoma de resignación. La suspensión de las elecciones en la ULA es vista como otro episodio de una serie de obstáculos que han marcado la crisis universitaria en Venezuela. Desde limitaciones presupuestarias hasta el debilitamiento de la autonomía, las universidades han sido sometidas a múltiples presiones. Bajo esta perspectiva, los candidatos habrían asumido que cualquier pronunciamiento resulta estéril, pues la situación escapa de su control. Al entender que la estructura institucional no ofrece márgenes de maniobra reales, han optado por la inacción pública, dejando que el tiempo decida el destino de la ULA.
Otros consideran que esta ausencia de declaraciones responde a una estrategia calculada. En un contexto donde cada palabra puede ser utilizada en contra, los candidatos podrían haber decidido no exponerse innecesariamente. El silencio, en este caso, se convierte en una forma de evitar confrontaciones, de esquivar preguntas difíciles o de prevenir cualquier reacción que pudiera poner en riesgo sus aspiraciones futuras. No hablar puede ser una táctica para preservar posibilidades a largo plazo, evitando quedar atrapados en debates cuya resolución no depende directamente de ellos.
Además, si el proceso electoral se reanuda, aquellos que mantuvieron un perfil bajo podrían presentar sus candidaturas sin haber sido parte del conflicto, lo que les permitiría conservar una imagen más neutral ante la comunidad universitaria.
El último enfoque apunta a la conveniencia del silencio. La falta de pronunciamientos puede obedecer a intereses particulares que superan la necesidad de defender la democracia universitaria.
En este caso, el mutismo no se origina en el miedo o la prudencia, sino en el cálculo de beneficios personales. Mantenerse en la sombra puede evitar compromisos incómodos, proteger relaciones con actores clave y, sobre todo, garantizar estabilidad individual en tiempos inciertos. Si el silencio se traduce en una ausencia de responsabilidad sobre el destino de la universidad, entonces también implica una evasión de las expectativas que la comunidad podría depositar en los futuros líderes académicos.
Independientemente de la razón detrás del silencio, su impacto en la comunidad universitaria es innegable. En un momento donde la ULA necesita claridad, liderazgo y dirección, la falta de pronunciamientos genera incertidumbre y desmovilización.
Este vacío discursivo deja la sensación de que la universidad se encuentra atrapada en una espera indefinida, sin figuras que defiendan con firmeza su autonomía ni que ofrezcan un horizonte de posibilidades ante la crisis.
El silencio puede significar muchas cosas. Puede ser una forma de resistencia pasiva, una estrategia de supervivencia o un acto de indiferencia. Sin embargo, lo que está claro es que el destino de la ULA no se define solo por las decisiones judiciales o políticas, sino por la capacidad de su comunidad para exigir claridad y compromiso.
Si los candidatos no hablan, corresponde a los estudiantes, profesores y trabajadores tomar la palabra. Porque en el silencio institucional, la voz de la universidad no debe apagarse.