Del país profundo: Cleto Quijada, el navegante de Pedro González que descubrió el petróleo (I)

Navegar. Siempre navegar por distintos contornos del Caribe fue su furia temprana, por eso se dedicó pacientemente a las proporciones del velamen, a las regatas, a los cordajes. Cleto Quijada se consagró al agua y al arte marinero.

“Cletico” le decían desde niño. Tomó el reino de los contramaestres de barcos cuando en Margarita eran desconocidos los motores fuera de borda. No sabemos con precisión el día de su muerte, pero sí la fecha del nacimiento en el Valle de Pedro González un 26 de abril del año 1902. Primero entregado a la cocina entre mares y ríos, hasta descifrar todos los secretos de las naves y hacerse capitán, mayordomo que recorrió una y otra vez las costas de Venezuela, los caños del Orinoco, su Delta y más allá, Trinidad, Aruba, Curazao, Bonaire, Martinica, Santa Lucía, Puerto Rico. Cleto de Dios le llamamos alguna vez en un ejercicio de aparente alucinación.

Próximo a remontar los 73 años lo visité de nuevo en la Mesa de Guanipa, el territorio asaltado por forasteros de otro idioma, llanura y río que conoció como la palma de su mano, pero ya estaba ciego y no podía ver la luz del sol ni los colores centinelas de las tardes generosas, por eso calculaba los pasos que iba a dar, la distancia hacia estribor entre paredes, ventanas y puertas. Exageraba los gestos al hablar. Al compás de sus recuerdos las cejas se introducían en las interjecciones. El misterio de sus manos tampoco tenía reposo y con golpes lentos podía describirnos en una simple señal algún episodio de sus viajes. Así estaba siempre, entre las risotadas y los artificios de su voz ronca, gravitando intranquilo en una hamaca como si le pesara un hombro más que el otro. Solo una hamaca de sucios cordajes, eterna acompañante en el aposento de aquel Pueblo Nuevo donde me acercaba a ofrecerle alguna ayuda.

A falta de cama y sofá, la hamaca entreabierta crecía como su principal pertenencia. Sobre ella comía y dormía y soñaba con los capítulos de la vida donde se hizo protagonista el muchacho “fornudo” llamado el toro Cleto Rojas, tigre Cleto Rojas, el guiador de barcos que tanto observaba las constelaciones de las grandes estrellas y el movimiento del sol en el firmamento.

En este encuentro mañanero de 1975, él murmura que en un día como en el que estábamos hablando, después de la noche buena de año nuevo, quedó a punto de perder la vida su padre Dámaso Quijada. Eso llegó a ocurrir muchísimo tiempo antes, en una travesía intensa y muy cerca del lugar que Cristóbal Colón bautizó como Río de la Posesión, cuando el Almirante decide prolongar su segunda viaje a América en 1494. El viaje de la avaricia de las perlas. Era la barra del Araguao que vierte sus aguas dulces al Atlántico, y que se tiene como sitio referencial (casi secreto) del llamado viaje desconocido de Colón, porque allí debió fijar sus símbolos y declararse dueño del Nuevo Continente aquel pasajero de otro mundo que se hizo inmortal.

La desembocadura del caño Araguao viene en dirección nordeste del Orinoco, sumando aguas del Araguaimujo, del Araguabisi, del Araguaito, los otros caños que bien conoció Cleto Quijada, recorriendo el río gigantesco de tantos brazos que ensanchan un gran camino hacia el azul escogido del Océano.

Por ese caño Araguaito tuvo lugar el accidente donde su padre y Eufrasio Quijada, el hermano mayor sobrevivieron. ¿Qué casualidad? “Cristóbal Colón” también se llamaba la goleta cargada con ciento ochenta toneladas de piedras de yeso. Y “Cristobal Colón” se llamaba la mina de grandes rocas donde se abastecía esta gaviota de palos y velas que buscaba la misma dirección del Atlántico. Contra ella afincó toda su fuerza un oscuro vapor de turistas. Se fue a pique la “Cristóbal Colón” y perdieron la vida los marineros hundidos en las aguas deltanas. En vano hicieron señas cuando vieron tan cerca lo que sería el desastre. Los sobrevivientes rescatados pasaron a la isla de Trinidad. Herido todavía, su padre Eufrasio Quijada creyó que había llegado el fin de los fines, pero no fue así y siguió con su pipa en la boca dominando el timón y los masteleros de las naves y sus lastres de piedra y arena y los vientos fuertes que tanto entusiasmaban a su mejor discípulo, “Cletico”, el pacotillero de la noche que no dormía para ganar en las regatas al amanecer.

Los barcos del Valle de Pedro González caminaban más que los de toda la isla de Margarita, nos dice Cleto, porque la gente de aquel lugar era más experta en el acondicionamiento de las naves y nos cita a la familia Mata, a los Rodulfo y a los propios Quijada entre los más notables marineros. Eran toneladas y tonelada de cargas en un aluvión de viajes. De puerto en puerto iban esos barcos por todas las costas, La Guaira, Puerto Píritu, Guanta, Cumaná, Carúpano, Río Caribe, Guiria, Tucupita, Ciudad Bolívar, Maracaibo y más allá, mucho más allá de los límites y de la línea del horizonte. Eso era navegar.

Hubo un día en que Cleto Quijada no pudo aguantar el llanto, cuando en Juan Griego los Rodulfo compraron un barco que lo enamoraría a los quince años, todavía era un “muchacho pichón”. “El Cóndor” se llamaba el barco, a diferencia de la “Josefa Medarda”, balandra con nombre de mujer, donde tanto tiempo anduvo por los mares como pacotillero con su hermano mayor Eufracio Quijada y con el padre que siempre lo guió. Venían de La Guaira cargados de flete cuando descubren que los dueños de “El Cóndor” esperaban su llegada porque no querían que otras manos tocaran el timón de ese barco, sino las de Cleto y le piden a Dámaso Quijada que pueda cederles a ese muchacho vidente de las aguas marinas para que se hiciera contramaestre. Derramó lágrimas cuando salió para el Golfo de Cariaco como jefe de “El Cóndor” a demostrar sus cálculos de la navegación. Caminaría y caminaría sobre el mar con las velas bien puestas de un lado a otro de esas costas. Tres días y tres noches de La Guaira a Margarita regateando con otros barcos del mismo Valle de Pedro González. “Pollo no puede pelear con gallo”, dirían en alusión a los viejos marineros del lado contrario y Cleto saludando y sonriendo y sin caer en provocaciones de ninguna naturaleza, porque ya había hecho de la nave encomendada “un trompo plumito” sobre las aguas y nadie le podía disputar las ventajas. Tres días y tres noches sin dormir y sin darle el timón a nadie para volver a su puerto natal con los pies hinchados y la persistencia del triunfo.

Marino inigualable que nunca detuvo la rotación de sus balandras ni de sus goletas, hasta que en uno de tantos viajes, el llameante combustible del petróleo lo inclinó a ofertar sus destrezas. Nuevas flotas metálicas despertaban a todo un país con asombrosos acontecimientos. Estaba escrito que llegaría el tiempo de la abundancia con tesoros inimaginables en lugares desconocidos. El ocupó los más altos peldaños de esas máquinas que hicieron manar nuevas riquezas, y también fue principal protagonista.

Agosto de 1926. Tendría veinticuatro años Cleto Quijada cuando llegaron de nuevo los americanos para seducirlo con la palabra petróleo. Lo llevaron a una casa flotante donde estuvo divorciado por un tiempo de la navegación. Ya él conocía ese lago donde tanto izó velas y donde otras lenguas lo entusiasmaron a dejar sus barcos y a cambiar de ropajes. De lancha en lancha pasaba a los taladros. Cabimas, Lagunillas, Maracaibo. Siguió viviendo entre las aguas del gran lago zuliano. “ Se veían las carrileras de taladros como calles sobre el lago y yo imaginaba cientos de velas levantadas muy alto”. Tubos de perforación y taladros para llegar a las entrañas terrenales. De noche, solo la luz de los taladros. Fuego privilegiado de mechurrios con un cielo que se lastima y no descansa. Inmenso laberinto de metales con hombres como hormigas. Un nuevo mundo. Tanques de carga con el tesoro en dirección a Curazao, Aruba, Bonaire. Cada día más y más trabajadores de la tierra margariteña, que podían ponerse a salvo en las accidentales caídas desde las altas torres. Diestros nadadores del mar y del lago. Al tercer día del descubrimiento del petróleo ya era perseguido encuellador y se hizo gigante cobrando en “libras de oro y medias morocotas”. Allí vio los incendios de pueblos completos donde había dormido y salió del circo de la muerte cuando volvió a su isla para encontrar las balandras del Valle de Pedro González y empujarlas con fuerza hacia la inmensidad del Orinoco.

Cleto Quijada 1980. El Tigre, Estado Aqnzoátegui
Credito: Rafael Salvatore





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Benito Irady

Escritor y estudioso de las tradiciones populares. Actualmente representa a Venezuela ante la Convención de la UNESCO para la Salvaguardia del Patrimonio Cultural Inmaterial y preside la Fundación Centro de la Diversidad Cultural con sede en Caracas.

 irady.j@gmail.com

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