La verdadera cruzada de Bush
¿Por qué George W. Bush ha decidido atacar Iraq? William R. Polk, con amplia experiencia en la Administración estadounidense, descarta el miedo al poder militar de Saddam, el deseo de controlar el petróleo iraquí, el beneficio económico o la ira ante la tiranía. Para el analista, los auténticos motivos pasan por la nueva visión estratégica de la supremacía mundial estadounidense y el avance mesiánico del fundamentalismo cristiano vinculado al sionismo
WILLIAM R. POLK
§ Bush ha podido poner en práctica lo que ya creía cuando era gobernador de Texas, que había recibido la “llamada” de Dios
§ El presidente de EE.UU. se ha situado a la cabeza de un poderoso movimiento de cariz cristiano fundamentalista
§ La cooperación entre Iraq y el terrorismo es improbable y, hasta la fecha, no se ha demostrado que exista ninguna
§ El avance del fundamentalismo cristiano y su relación con el sionismo están detrás de los planes ocultos sobre Iraq
§ EE.UU. ha contribuido o ha hecho la vista gorda ante regímenes que han practicado el mismo horror que Saddam Hussein
§ Apoderarse del petróleo iraquí, aunque no hagamos más que robarlo, sin duda será mucho más caro que comprarlo
Aunque sea cierto que Iraq tuviese armas biológicas, se habrían añejado y habrían perdido su efectividad
EE.UU. y el Reino Unido entregaron a la ONU documentos falsos para demostrar que Iraq había importado uranio
Todo el mundo está de acuerdo en que Iraq ni tiene ahora ni ha tenido nunca armas nucleares
Como la mayoría de la gente inquieta, en los pasados meses he invertido buena parte de mis horas de vigilia intentando entender cómo y por qué hemos llegado a la guerra. Mis años como historiador y analista de asuntos internacionales, incluidos cuatro en uno de los puestos más privilegiados del Gobierno estadounidense, han sido guía y aliento de mi búsqueda. Aun así, esta condición aventajada no me ha ayudado a despejar de forma satisfactoria las ambigüedades.
En primer lugar, debemos preguntarnos qué es la crisis. Por mi experiencia en el Gobierno y por mi interpretación de la historia, sé que casi siempre ha resultado posible responder a esta pregunta “con objetividad” o de forma lógica. En la crisis de los misiles de Cuba, los estadounidenses teníamos la sensación de que la colocación de misiles de cabeza nuclear rusos en Cuba no sólo suponía una nueva amenaza para los estados continentales de Estados Unidos, sino que “desestabilizaría” el equilibrio mundial del poder.
Tomamos la determinación de no permitir que se produjeran esos cambios. Cierto es que reaccionamos de forma en parte emotiva e incluso desproporcionada: teníamos muchos más misiles nucleares situados en las proximidades de la Unión Soviética –algunos justo en la frontera con Turquía– de los que Rusia tenía intención de situar en Cuba. Nosotros argüimos, sin embargo, que los nuestros ya estaban colocados y que el equilibrio del poder ya se había ajustado a su presencia, mientras que la introducción de misiles en Cuba era nueva y, por lo tanto, desestabilizadora.
No se dijo, por supuesto, que suponíamos que nuestro proceder era el correcto y que el de los rusos estaba mal. Aun así, en general, nuestras acciones tenían cierta lógica y los rusos la aceptaron. Llegaron a la conclusión de que Cuba estaba en nuestra órbita y nosotros reconocimos que el hecho de que tuviéramos misiles en Turquía era una provocación. Así que llegamos a un acuerdo. Ambos países retiramos los misiles.
Cuando intento hacer la suma de factores de Iraq, en parte con la crisis de los misiles de Cuba en mente, no me salen las cuentas. Comparemos ambas situaciones: Rusia poseía una población altamente desarrollada de unos 250 millones de personas que vivían en una vasta extensión de terreno y que estaban lideradas por un gobierno experto, capaz de alinear un enorme ejército equipado con un arsenal completo de armas de destrucción masiva. Si Rusia nos amenazaba, la amenaza sería real.
Por el contrario, Iraq es un país pequeño. Su población asciende a 23 millones de personas, pero, al igual que el territorio –en gran parte desierto–, la mayoría de ellas son “inutilizables” para el gobierno. Alrededor de una cuarta parte son kurdos, que se rigen por una cultura diferente, aspiran a la independencia y viven en lo que es prácticamente un estado autónomo. Casi la mitad del total de la población iraquí son musulmanes chiitas, que tienen una marcada influencia de la cultura persa y a los que el Gobierno musulmán suní considera sospechosos. El resto, el “Iraq” que en la actualidad está en nuestro punto de mira, suma apenas cinco millones de personas.
Gracias al petróleo, Iraq se había convertido en el año 1990 en el estado más progresista y moderno de Oriente Medio, aparte de Turquía e Israel. Por aquel entonces, la renta per cápita ascendía a unos 2.000 dólares, lo que permitió la aparición de una numerosa y próspera clase media. Hoy en día, tras una década de crisis generada por las sanciones económicas (impuestas el 6 de agosto de 1990), el producto nacional bruto ha caído en picado y la clase media se ha sumido en la pobreza.
En la industria, en el armamento e incluso en los taxis de Bagdad los resultados son evidentes: para mantener parte de la maquinaria en funcionamiento, se ha canibalizado parte del antiguo equipo. Se podían importar pocas piezas de maquinaria nueva. El resultado, evidentemente, es una precipitada reducción de las cifras, de la capacidad de producción y del rendimiento.
II
Aunque el verdadero poder de una nación-estado es una cuestión relativa al tamaño y la modernidad de su fuerza militar sólo desde un punto de vista superficial, debemos tomarlo en cuenta. Así pues, ¿cuál es el resultado? Su Ejército es más reducido que en 1990. En la actualidad asciende a 400.000 soldados, pero, al igual que el territorio y la población, la gran mayoría de ellos no son muy valiosos. La lealtad o, como mínimo, el ímpetu de un 80% de las tropas es cuestionable. Su equipo no sólo está deteriorado, sino que en la actualidad resulta enormemente obsoleto o, cuando menos, obsolescente.
Estas tropas no tienen las capacidades de mando y control que convierten a ejércitos como el estadounidense, el ruso, el israelí y pocos más, en superiores. Por último, carece de la capacidad de largo alcance: no puede trasladar hombres ni equipo a distancias superiores a pocos cientos de kilómetros. Prácticamente no tiene fuerza aérea, los escasos misiles que todavía le quedan son de corto alcance, sólo pueden recorrer unos 150 kilómetros o poco más. En resumen, este Ejército no tiene nada peligroso que pueda aproximarse a Estados Unidos.
Además, a diferencia de la Unión Soviética en la época de la crisis de los misiles de Cuba, Iraq no está sólo aislado, sino que está rodeado por países más poderosos que él. Irán posee una población mucho más numerosa, una riqueza mucho mayor y puede alinear un ejército mucho más cuantioso. Turquía tiene el segundo mayor ejército europeo (después de Rusia), equipado y preparado según los estándares de la OTAN. Israel tiene uno de los ejércitos más poderosos del mundo y posee un arsenal completo de armas químicas, biológicas y nucleares, que, según ha anunciado, está dispuesto a utilizar. Estuvo a punto de usar las armas nucleares contra Siria y existen pruebas de que, como mínimo una vez, en febrero y marzo del 2001, utilizó las armas químicas tóxicas que fabrica en Nes Ziona (Nota 1). Sin duda, las usaría contra Iraq si percibiera la existencia de una amenaza.
¿Tiene Iraq un as en la manga, es decir, tiene armas de destrucción masiva? Este tema ha recibido tanta atención y ha generado tanto miedo que hemos perdido de vista la realidad. Todo el mundo está de acuerdo en que Iraq ni tiene ahora ni ha tenido nunca armas nucleares. La fabricación de este tipo de armas no sólo requiere el dinero y los medios tecnológicos que Iraq tenía, sino también una planta industrial y un espacio de pruebas de proporciones considerables.
Podemos observar la importancia de la suma de estos prerrequisitos en otras situaciones: Alemania no pudo desarrollar armas atómicas durante la Segunda Guerra Mundial porque no contaba con un lugar adecuado para fabricarlas ni para probarlas. Con la ayuda de Francia, Israel pudo llevar a cabo el trabajo preliminar en Dimona, en el desierto meridional, pero durante el vital periodo de pruebas tuvo que aliarse con Sudáfrica. Francia realizó las pruebas en el desierto argelino. Estados Unidos, India, Pakistán y China utilizaron sus desiertos con los mismos fines. El lugar en que Corea probará sus armas todavía no está claro. Sin embargo, el factor crucial es que Iraq ha permanecido bajo vigilancia durante la pasada década de forma regular, casi minuto a minuto, y no ha podido importar nada, ni mucho menos realizar pruebas, sin que Estados Unidos o los demás países lo sepan.
Claro está que no soy el único que analiza estos hechos. Otras personas han admitido no estar de acuerdo con los miedos que dominan la opinión pública actual. Así pues, “personas anónimas” se han empeñado en aumentarlos o simplemente en fabricar nuevas “pruebas”.
Hace un par de semanas, el hecho de que Iraq importara tubos especiales de aluminio, de los que se pensó que estaban destinados a la fabricación de armas nucleares, se consideró como el “arma del delito”. Más tarde, cuando se demostró la insignificancia de ese episodio, otro salió a colación.
Se trataba de un fraude intrincado y muy peligroso. Tal como informó el jefe de la Agencia de Energía Atómica Internacional al Consejo de Seguridad de la ONU, alguna organización, supuestamente una organización gubernamental con acceso a técnicas sofisticadas, falsificó una serie de documentos ideados para demostrar que Iraq había intentado importar uranio de Nigeria. Los gobiernos de Estados Unidos y Reino Unido examinaron los documentos y los entregaron a los inspectores de la ONU. Cuando los expertos los analizaron, llegaron a la conclusión de que eran falsos.
Lo que resulta inquietante es que los expertos británicos y estadounidenses casi con total seguridad sabían que los documentos no eran auténticos. ¿Por qué les dieron crédito al entregarlos sin decir nada? ¿Conocían su procedencia? ¿Participaron en su elaboración? Este clásico ejemplo de “truco sucio” del espionaje se corresponde con la definición que da la Constitución estadounidense de “delito grave”, ya que podría haber sido el detonante de la invasión estadounidense de Iraq. Como ciudadanos de una democracia, merecemos que se nos cuente que la historia era mentira y también quién la urdió.
En lo que atañe a las armas biológicas, el miedo no tiene que empujarnos a comprar cinta aislante, lo que tenemos que hacer es un análisis racional del peligro. Reconozco estar un poco desfasado, pero cuando formaba parte del Gobierno estaba autorizado para acceder a la información sobre estas armas.
Aunque se han realizado algunas mejoras desde que estaba bien informado, los fundamentos no han cambiado. Son los siguientes: las armas biológicas son más terroríficas que letales. En comparación con otras, hay pocas personas que hayan sufrido su azote y muy pocas que tengan la posibilidad de sufrirlo. Son difíciles de utilizar, mucho menos “eficaces” que cantidades equiparables de explosivos, y de un efecto altamente limitado. Teniendo en cuenta la posibilidad de elección de armamento, un enemigo racional no las escogería, salvo, como he dicho, por su efecto psicológico. Ésta es la razón por la cual el Gobierno no debería atemorizar a la opinión pública, como ha hecho hasta ahora, sino que debería informarla al tiempo que elabora programas para reducir o eliminar el peligro.
¿Tiene Iraq armas biológicas? Y, de ser así, ¿puede usarlas? ¿Las pondrá en manos de organizaciones terroristas independientes? Creo que la respuesta breve es “no”.
Aunque sea cierto que Iraq tuviese armas biológicas –de hecho, tenía los agentes biológicos y el equipo industrial necesario procedentes de Estados Unidos y Gran Bretaña para transformarlos en armas (Nota 2), se habrían añejado y perdido su efectividad, igual que el pan en un estante de supermercado. Lo que Iraq tenía se destruyó junto con el equipo necesario para fabricar nuevas partidas (Nota 3). Cualquier cosa que pudiera haber estado escondida sería ahora inservible. Además, contamos con numerosos medios para garantizar que no se hayan vuelto a importar existencias ni equipo.
Supongamos que los numerosos inspectores que los estadounidenses y otros países han enviado a Iraq se equivocan, que a Iraq todavía le quedan algunas armas biológicas y que milagrosamente las mantiene en buen estado, ¿podría utilizarlas? En teoría, sí, pero tengamos en cuenta que cuando realmente las tenía, en la guerra de 1990-1991, no las utilizó. ¿Por qué? Porque sabía que, de haberlo hecho, habrían saltado todas las alarmas y los estadounidenses (o los israelíes) habríamos arrasado todo el país. La contención, tal como aprendimos tras medio siglo de enfrentamiento con la URSS, funcionó.
Por otra parte, para ser útiles, estas armas deben ser lanzadas. Desde 1991 se han realizado importantes avances tecnológicos en los sistemas de lanzamiento, pero, por lo que me consta, más del 90% de los virus mueren si son lanzados desde un avión. Así que para conseguir resultados importantes deben transportarse grandes cantidades.
Iraq sólo tiene capacidad de lanzamiento en dos categorías: en primer lugar, hace meses, cuando los estadounidenses empezamos a amenazar con invadir y derrocar su Gobierno, Saddam Hussein, en previsión, podría haber sacado material biológico al extranjero, quizá en portacontenedores normales y corrientes. Sin embargo, estos materiales habrían empezado a deteriorarse desde el día en que fueron embalados y habrían resultado inservibles unos meses o años después. El Gobierno estadounidense debería comunicar este hecho al público en lugar de asustarlo.
En segundo lugar, si tuviera armas biológicas, Iraq podría usarlas en su propio país. Así pues, si existe peligro de que las use, es para las tropas invasoras. Evidentemente, la mejor forma de evitar este peligro es no invadir.
¿Qué hay sobre la cuestión de que las entregue a alguna organización terrorista? Como ya han señalado con frecuencia altos cargos tanto del FBI como de la CIA, ambas organizaciones han sufrido grandes presiones por parte del secretario de Defensa, Donald Rumsfeld; del subsecretario de Defensa, Paul Wolfowitz; de la directora del Consejo Nacional de Seguridad, Condoleezza Rice, y su segundo, Stephen J. Hadley, así como de otras personas para que aporten pruebas de un vínculo entre Iraq y la organización Al Qaeda. Pese a los intentos de encontrarlo, no se ha descubierto ninguno. Como declaró un agente del FBI a “The New York Times” (2 de febrero del 2002): “Hemos estado buscándolo sin descanso durante más de un año y, ¿sabe lo que le digo?, no creemos que exista”.
“Personas anónimas” han intentado inventar vínculos, pero uno a uno han sido desmentidos por los periodistas. El más conocido fue la supuesta reunión en Praga entre un agente de la inteligencia iraquí y Mohamed Atta (uno de los implicados en el ataque al World Trade Center). Esta reunión se vendió como el “arma del delito” que justificaría un ataque contra Iraq. Tras investigar la cuestión in situ, el presidente Vaclav Havel llamó al presidente Bush para advertirle que la información era falsa. Y el director de la CIA, George Tenet, lo confirmó.
Como muchos comentaristas han resaltado, la Administración Bush es la más hermética de toda la historia de Estados Unidos. Como dijo un observador: “Tiene el instinto de no decir nada”. El vicepresidente, Dick Cheney, se negó incluso a autorizar el acceso del Congreso a los archivos de su Grupo de Trabajo de Energía. Cuando revela algo, la Administración estadounidense manifiesta una alarmante costumbre de precipitarse con los hechos y tratarlos a la ligera (Nota 4).
Molesto por la falta de “receptividad” de la CIA e incluso de la Agencia de Inteligencia para la Defensa con respecto a lo que la Administración quiere demostrar, Rumsfeld decidió poner en marcha un nuevo cargo de inteligencia ocupado por el subsecretario Douglas Feith, que es un importante defensor del ataque a Iraq (Nota 5). Rumsfeld pensó que, supuestamente, un servicio interno se mostraría receptivo en los casos en los que los servicios independientes no lo fueran. Esta actuación viola la regla de oro del análisis de los servicios secretos, que debe ser independiente para ser preciso.
La lección que se extrae al analizar los servicios secretos es que la mayoría de los acontecimientos tienen una cierta lógica. Por supuesto que, algunas veces, los gobiernos actúan de forma irracional o atípica, pero se contrata a los analistas para que tengan especial cuidado y para exigir pruebas claras cuando sospechan de la existencia de una anomalía. Esta anomalía sería la cooperación entre un estado autoritario y un grupo no gubernamental. Por tanto, deberíamos preguntarnos lo siguiente: ¿qué es probable que haga el Gobierno iraquí con los fundamentalistas islámicos?
Empecemos por lo que sabemos. Lo que sabemos es que Ossama Bin Laden ha acusado sistemáticamente a Saddam Hussein de ser un infiel, la denuncia más grave que puede utilizar un musulmán y que proclama que la persona puede ser asesinada conforme a la ley. Bin Laden se ofreció incluso a organizar una unidad militar para atacar Iraq en 1990. Por su parte, Saddam ha incurrido en todo lo que los fundamentalistas odian: ha liberado a las mujeres, incluso las ha hecho entrar en el Ejército, ha secularizado el Estado y la sociedad, y ha atacado al poder musulmán más conservador del país, el de los chiitas. Haría falta una considerable transformación de ambos y de sus equipos para que encontraran una causa común.
¿Cuál podría ser esa causa común? Evidentemente, la hostilidad hacia Estados Unidos. Hasta la fecha no ha sucedido, y sería bastante improbable a menos que se dieran circunstancias extremas. Si Saddam estuviese en inminente peligro de muerte, puedo imaginarlo haciendo prácticamente cualquier cosa, incluso abriéndole los brazos a la organización de Bin Laden.
¿Y Bin Laden? A él, como llevo meses señalando, nada le iría mejor que una guerra entre Iraq y Estados Unidos, puesto que, casi con total seguridad, ésta proporcionará una nueva fuente de reclutas para Al Qaeda y las numerosas organizaciones similares que surgirán de sus escombros. Para defender el islam contra lo que él ve como una cruzada estadounidense –una palabra con grandes connotaciones emotivas que el propio presidente Bush utilizó con imprudencia– sería concebible que Bin Laden trabajara incluso junto a un infiel o, mejor aún, con los enfurecidos compatriotas de un infiel muerto.
Los dos puntos cruciales aquí son que, ante la guerra, la cooperación entre Iraq y cualquier organización terrorista es improbable y, hasta la fecha, no se ha demostrado que exista ninguna. Se desprende, obviamente, que no es inteligente provocar un acercamiento entre Saddam y Bin Laden alimentado por el miedo a los estadounidenses.
¿Qué hay de las armas químicas? Son más fáciles de almacenar que las armas biológicas o las nucleares. ¿Posee Iraq este tipo de armamento? La Administración Bush nos dice que sí. La prueba, nos cuenta, nos la han aportado los desertores. El testigo estrella fue el teniente general Hussein Kamil, yerno de Saddam, que desertó en 1995 y fue ejecutado por traición tras su insensato regreso a Iraq. Mientras permaneció fuera del país, fue interrogado exhaustivamente por la CIA. El secretario de Estado, Colin Powell, y el segundo del Consejo de Seguridad Nacional, Stephen Hadley, afirmaron que el general Kamil había declarado que los iraquíes las habían ocultado. En realidad, tal como prueban unos documentos del Gobierno estadounidense recientemente salidos a la luz, dijo exactamente lo contrario: declaró (Nota 6) que “tras la guerra del Golfo, Iraq destruyó todos sus arsenales de armas químicas y biológicas, así como los misiles para lanzarlas”.
Powell fue enviado al Consejo de Seguridad con lo que el presidente Bush calificó de pruebas concluyentes sobre cómo Saddam estaba ocultando armas prohibidas y colaboraba con organizaciones terroristas. Pese a la alta tecnología de la puesta en escena, las pruebas se derrumbaron al ser examinadas. Peor y más improvisada fue la contribución de los británicos. Se trató de un plagio de viejas copias de los informes sobre armamento de “Jane's” y de un documento escrito por un estadounidense chiita de Baltimore, que jamás había estado en Iraq (Nota 7).
Ibrahim Al Marashi, por entonces alumno del Instituto de Estudios Internacionales de Monterrey (California), publicó más adelante su documento en un periódico israelí. Un batiburrillo patético, que por lo visto era lo mejor que pudo improvisarse, fue catalogado de “excelente” por Powell, que permitió que sus acostumbrados buenos modales se impusieran sobre su sensatez.
Como ciudadanos de una sociedad libre, merecemos más de nuestros funcionarios asalariados. Sin acceso a los hechos, no tenemos forma de desempeñar adecuadamente nuestros deberes de ciudadanos. Si Iraq representa una amenaza para Estados Unidos, esto no ha sido demostrado en modo alguno.
III
Con todo, nos hemos precipitado hacia una guerra que podría:
1. Abocar a nuestra sociedad (y a gran parte del resto del mundo industrializado) a una crisis. En la primera semana de marzo, la Oficina de Presupuesto del Congreso de Estados Unidos realizó unos cálculos para la década entrante en los que se pasaba de un superávit de 5,6 billones de dólares a un déficit de 1,8 billones. Otras estimaciones predicen al menos el doble de déficit. Se espera que la guerra lleve el déficit del año 2003 hasta alrededor de 400.000 millones de dólares.
2. Originar un aumento de las penurias de los estadounidenses más pobres, puesto que aumenta la tasa de desempleo. Desde el año 2001, se han perdido casi dos millones de puestos de trabajo.
3. Forzar un recorte en bienestar social. Las escuelas públicas (e incluso las cárceles) se están viendo obligadas a recortar presupuestos.
4. Presionar más a la sanidad pública, cuando 75 millones de estadounidenses no tienen seguro médico.
5. Hacer peligrar la garantía de una jubilación entre la clase media, a causa de la pérdida de los ahorros cuando las compañías vayan a la quiebra a medida que la financiación resulte cada vez más cara y baje el consumo. El miedo a las consecuencias, antes incluso de que se produjesen las acciones hostiles, ya habían conducido a una caída drástica del índice Dow Jones, que suele ser considerado como prueba de la salud de la economía.
6. Acentuar o provocar profundas y amargas rupturas, así como causar una honda confusión y miedo en nuestra propia sociedad.
7. Llevar al Gobierno estadounidense a alterar, en algunos casos de forma radical, los tradicionales conceptos estadounidenses de legalidad (como con el encarcelamiento en severas condiciones de residentes sospechosos, sin acceso a un abogado (Nota 8) y, en algunos casos, la tortura (Nota 9) o el asesinato de hombres que legalmente tendrían que ser tratados como prisioneros de guerra (Nota 10)). En enero de este año, se filtró un borrador de una propuesta de ley titulado ley de Mejora de la Seguridad Nacional (apodada “Ley Patriótica II”), que autorizaría al secretario de Justicia a despojar de su ciudadanía a estadounidenses considerados como una amenaza para la “defensa nacional, la política exterior o los intereses económicos”, y a deportarlos o encarcelarlos sin posibilidad de apelación.
8. Distanciar a Estados Unidos de lo que el presidente Eisenhower, citando a Thomas Jefferson, llamaba “un respeto decente por la opinión de la humanidad”. El mayor aliado de Estados Unidos, el primer ministro británico, Tony Blair, con la oposición de la mayoría de sus compatriotas, se enfrentó a una importante rebelión en el seno de su partido y poco le faltó para perder el Parlamento. Los aliados con los que puede contar la Administración Bush están sobornados con miles de millones de dólares (como Turquía, Jordania, Israel y Egipto), o bien actúan conforme a sus propios programas nacionales, que no son necesariamente propicios para los intereses nacionales de Estados Unidos (Turquía contra los kurdos e Israel contra los palestinos), o bien están sujetos a irresistibles presiones diplomáticas o comerciales.
Algunos de los nuevos aliados son países a los que el Gobierno estadounidense apenas había prestado atención en otras épocas. La OTAN, tras décadas de paciente construcción, hace aguas, y la UE está fracturada, tal vez sin remedio. Incluso los vecinos más cercanos de Estados Unidos, Canadá y México, se oponen tanto popular como gubernamentalmente a esta política.
9. No lograr aprender del pasado. Fue el secretario de Estado, el entonces jefe del Estado Mayor estadounidense, Colin Powell, quien recalcó en un artículo aparecido en “Foreign Affairs” en 1992 la lección que Estados Unidos debería haber aprendido de la guerra del Golfo. “La guerra del Golfo –escribió– fue una guerra con objetivos limitados. De no haberlo sido, hoy estaríamos gobernando Bagdad con unos imperdonables costes en términos de dinero, bajas y ruptura de las relaciones regionales.” No obstante, en la actualidad, la Administración Bush ha anunciado unos planes que acarrearán costes de estos tres tipos.
En breve tienen que aparecer, en algún lugar, razones convincentes para una política con tantísimas y tan evidentes consecuencias desastrosas. Los hombres de peso de la Administración Bush, qué duda cabe, no son estúpidos. De modo que, si no es el miedo a que Iraq ataque Estados Unidos –lo cual no tiene una base racional–, debemos preguntarnos cuál podría ser la motivación de una política tan claramente costosa y tal vez ruinosa.
IV
Un candidato prominente, del que se ha hablado largo y tendido, es el petróleo. La economía norteamericana emplea hoy en día una gran parte, aproximadamente un 30%, del total de la producción mundial. Ya durante el tiempo que pasé en el Consejo de Planificación Política, la “adquisición de petróleo en términos aceptables” figuraba como uno de los cuatro objetivos clave de la política estadounidense en Oriente Medio. Desde entonces, las reservas de Estados Unidos prácticamente se han agotado. Puesto que la Administración Bush ha decidido no poner en práctica los estándares medioambientales establecidos en Kioto y, además, ha reducido de forma drástica el desarrollo de proyectos de energía alternativa, la adquisición de petróleo es un objetivo imperioso.
Lograr este objetivo no debería suponer una difícil decisión política: el petróleo siempre está disponible en el mercado internacional porque los que tienen la suerte de poseerlo no pueden beneficiarse de él a menos que lo vendan. Es improbable que nos veten el acceso al crudo en los términos comerciales habituales en el futuro próximo. Más aún, el petróleo de Oriente Medio abastece al Lejano Oriente y a Europa más que a Estados Unidos.
Asimismo, puesto que probablemente costará más de 100.000 millones de dólares hacerse con Iraq (y con su petróleo) y que el jefe del Estado Mayor estadounidense cree que se requerirán más de 300.000 soldados estadounidenses para mantenerlo durante unos 10 años, apoderarse del petróleo iraquí, aunque no hagamos más que robarlo, sin duda será mucho más caro que comprarlo.
Así pues, ¿por qué buscar el control del crudo? Las principales razones son estabilizar los precios y asegurar el suministro. En caso de que un solo país dominara ese importante recurso, podría, al menos teóricamente, afectar tanto al suministro como al precio. Si Estados Unidos, reza el argumento –hasta ahora sólo “sotto voce”–, controlase el petróleo de Oriente Medio, podría dominar el mercado mundial en el futuro inmediato. Por este motivo, el informe de política de energía nacional de Estados Unidos del 2001 (el informe Cheney) confería una gran prioridad al control del crudo de Oriente Medio.
Me resulta difícil dar crédito a la acusación de que los que han desarrollado la doctrina Bush son los primeros interesados en la adquisición del petróleo de Oriente Medio para enriquecer a las compañías estadounidenses. Ese objetivo parece demasiado burdo. No obstante, debo admitir que por desgracia es cierto que algunos miembros de la Administración no han puesto reparos a las ayudas destinada a ellos mismos, a sus amigos y a sus antiguas empresas. A Halliburton, de la que el vicepresidente Cheney todavía recibe entre 100.000 y un millón de dólares anuales (Nota 11), se le ha concedido una posición aventajada para la coordinación y, si Iraq destruye las instalaciones (Nota 12), la reconstrucción de la industria petrolera iraquí.
En otro contexto, los planes y los rumores sobre la industria petrolera casi con total seguridad serían calificados de “armas del delito”. Aun así, el petróleo, ya sea por los beneficios comerciales como por los intereses estratégicos, no basta, a mi entender, para dar cuenta de la política actual.
No es sólo el petróleo, desde luego, lo que ofrece un nuevo gran mercado a la industria estadounidense. Un ataque con miles de misiles y bombas originará enormes daños en carreteras, puentes, fábricas, plantas de tratamiento de aguas, escuelas, hospitales, edificios de viviendas. Las propuestas de ofertas llevan meses circulando entre un selecto grupo de empresas estadounidenses. Las que están encabezadas por cercanos partidarios de la Administración (Halliburton, Bechtel y Fluor) ya se están preparando para ofertar contratos que se espera que asciendan a miles de millones de dólares. Y, más allá de éstos, se vislumbran grandes oportunidades económicas. En un artículo publicado en “The New Yorker” (17 de marzo de 2003), Seymour Hersh narró (Nota 13) un extraño episodio en el que están involucrados Richard Perle, presidente del Consejo de Política de Defensa, y varios financieros estadounidenses y saudíes, entre ellos el conocido traficante de armas Adnan Kasogi, para lo que se espera que sea un contrato de 100 millones de dólares en el ámbito de la seguridad.
Si no se trata del petróleo ni de otras oportunidades económicas, ¿qué nos queda?
Se ha hablado mucho acerca del horror del régimen iraquí. Ha gaseado a disidentes kurdos, ha reubicado a ciudadanos chiitas sospechosos de un sentimiento proiraní y ha llevado a cabo torturas, violaciones y asesinatos. Aun en su faceta menos destructiva, no resulta atractivo. Tal como he presenciado recientemente en Bagdad, los ciudadanos son muy cautos con lo que dicen porque creen que un ejército de informantes y policías secretos los tienen vigilados. Con todo, no hemos dejado que ese horror interfiera en nuestras relaciones con muchos otros regímenes, como tampoco, en otra época, con Saddam. Rumsfeld estuvo en Bagdad para cerrar un trato el mismo día de marzo de 1983 en que la ONU hizo público su informe sobre la utilización de gas tóxico por parte de Iraq. Fue una coincidencia de lo más desafortunada: estadounidenses y británicos habían vendido a Iraq los medios para fabricarlo. En el momento del ataque iraquí sobre la población kurda de Halabja, la Administración Reagan estaba proporcionando a Iraq unas ayudas que ascendían a cientos de millones de dólares para fabricar armas químicas y biológicas (Nota 14).
El caso de Iraq tampoco era único. Estados Unidos ha contribuido o ha hecho la vista gorda mientras otros regímenes han incurrido en similares actividades inquietantes. Así pues, las nociones de decencia cívica no pueden ser una importante razón de nuestro desagrado. Si no se trata del miedo, ni del petróleo, ni del beneficio económico, ni de la ira ante la tiranía, no nos queda mucho más. De modo que al fin llegamos a lo que yo he denominado “materia oscura”.
V
De modo parecido, cuando los astrónomos descubrieron que todo lo que sabían acerca del universo no era la suma total de todo lo que creían que debía existir, se vieron abocados a postular una nueva forma de materia. Parecía encontrarse en el límite del conocimiento científico o incluso de la lógica: es lo que calificaron como “materia oscura”. Y han concluido que dicha materia es mucho más relevante que todo lo que hasta la fecha se había observado. Por tanto, me he visto abocado a concluir que, más allá de lo que todos hemos estado leyendo y comentando, existen planes ocultos, el equivalente político de la materia oscura, que dominan la política estadounidense respecto a Iraq.
En estos planes secretos hallo tres elementos que parecen tener especial relevancia:
1. una nueva visión estratégica de la supremacía mundial estadounidense,
2. un avance mesiánico del fundamentalismo cristiano y
3. una relación entre el fundamentalismo cristiano y el sionismo israelí. Comienzo con la nueva visión de la supremacía mundial estadounidense.
1. La estrategia de seguridad nacional del Gobierno (Nota 15) o, como empieza a conocérsela, la doctrina Bush, presenta una visión de un mundo hostil. Miremos donde miremos, topamos con enemigos y debemos atacarlos allí dondequiera que estén, así como privarlos de cualquier refugio antes de que puedan lastimarnos. Dado que Estados Unidos cuenta con “una fuerza militar incomparable y una gran influencia económica y política... actuará contra este tipo de amenazas emergentes antes de que éstas tomen cuerpo”. Es decir, Estados Unidos cambiará su política tradicional de contención por la del ataque preventivo siempre que considere que existe una amenaza real o probable (Nota 16).
La doctrina Bush no es tan sólo un alejamiento radical de la política previa, sino que, además, se deriva de una nueva valoración de la posición de Estados Unidos en el mundo. Durante la mayor parte de su historia, Estados Unidos se ha considerado una nación aislada del mundo, protegida por sus océanos de las convulsiones externas. Entre el ataque británico de 1812 y el ataque japonés de 1941, ha asumido sin problemas que no necesitaba erigir una fortaleza porque los enemigos no podían alcanzarlo. Incluso durante la Segunda Guerra Mundial, se prestó poca atención a la defensa del territorio, la batalla se libraba en Europa y en Extremo Oriente. Por último, durante la guerra fría, Estados Unidos levantó sus mayores defensas en el extranjero y trató de contener cualquier amenaza alejada de sus orillas. Fue esta falta de experiencia casi total con las amenazas a su propio territorio lo que hizo que los ataques del 11-S fueran tan impactantes para el pueblo estadounidense. A diferencia de la mayoría de los pueblos, los estadounidenses nunca habían visto la odiosa cara de la guerra.
La doctrina Bush recurrió a este nuevo miedo y, gracias a él, la Administración obtuvo su popularidad. Puesto que en la actualidad hay pocos estadounidenses que recuerden el ataque japonés de Pearl Harbor, acaecido 60 años atrás, el ataque terrorista contra Nueva York y Washington resultó un momento decisivo en la historia de Estados Unidos.
A todo correr y presa del pánico, el Congreso aprobó la ley Patriótica de Estados Unidos, que otorgó al Gobierno poderes sin precedentes para arrestar y retener. En la mayoría de los casos, los tribunales respaldaron la nueva asunción de autoridad. En el extranjero, el Gobierno atacó de inmediato el principal refugio de los terroristas, Afganistán, y capturó o mató no sólo a éstos, sino también a miembros del Gobierno y del Ejército afganos. Luego cambió de objetivo, pasó de los terroristas a un país que, tal como se ha dicho con anterioridad, no poseía ningún vínculo apreciable con el terrorismo ni con el ataque a Estados Unidos: Iraq.
La doctrina expone con claridad que Iraq no tiene por qué ser el único y, probablemente, no lo será. Otras naciones como Irán (sospechosa de estar desarrollando capacidad nuclear) y Corea del Norte (que ya la posee) han sido catalogadas como el “eje del mal”. Además, se cree que otros tienen muchas más posibilidades de estar más estrechamente relacionados con el terrorismo que Iraq. Entre ellos se incluye, desde luego, a Pakistán, ahora considerado aliado, pero en el que se estima que existen unas 11.000 escuelas coránicas, como aquéllas de donde salieron los soldados talibán y donde tal vez 750.000 jóvenes aspiran a convertirse en militantes islámicos. Grupos similares actúan en Filipinas, donde ya hay destinados al menos 3.000 soldados estadounidenses. Nada parece que pueda evitar la puesta en práctica de una estrategia, detallada en la doctrina Bush, que desplegará las tropas estadounidenses por todo el planeta.
Bajo el simple epígrafe de “terrorista” se incluye una variedad de movimientos. La mayoría de éstos están motivados por un deseo frustrado de lo que el propio Estados Unidos ha considerado desde siempre como legítimo: la “autodeterminación de los pueblos”. En aquellos lugares donde se reprimen este tipo de movimientos, los gobiernos tienen un interés creado en catalogarlas de “terroristas” y así ganarse el beneplácito o el subsidio de Estados Unidos. Entre éstos se cuentan los chinos en Tíbet y el Turkistán, los rusos en Chechenia, los indios en Cachemira y los israelíes en Palestina. Si EE.UU. se alía con la represión de naciones que buscan la autodeterminación, la “guerra contra el terrorismo” no tendrá fin.
¿Cómo nos embarcamos en esta empresa? Si bien no cabe duda de que tras los sucesos del 11-S la política estadounidense otorgó legitimidad a la doctrina Bush, ésta no nació exclusivamente de esos sucesos. Más bien fue una adaptación del planteamiento estratégico que figuras clave de la actual Administración Bush comenzaron a exponer, como mínimo, una década antes.
Ya en 1992, Paul Wolfowitz (tanto entonces como ahora, oficial de alto rango del Departamento de Defensa) y Zalmay Khalilzad (quien desempeñó el papel decisivo en Afganistán) esbozaron el documento “Guía de la planificación de defensa”. En dicho documento se desarrollaba la idea de que el cometido estadounidense consistía en evitar que surgiera ninguna superpotencia rival en el mundo. En la lista de posibles poderes peligrosos estaban Rusia, China, Japón y Alemania.
En una declaración de principios fechada el 3 de junio de 1997, a Wolfowitz y Khalilzad se les sumaron Dick Cheney, Donald Rumsfeld, Jeb Bush y Elliott Abrams, entre otros, y en ella exhortaban a la creación de una nueva estrategia basada en el poder militar estadounidense para rehacer el mundo según las “responsabilidades mundiales” de Estados Unidos.
El grupo continuó existiendo y, en septiembre del 2000, enfatizó el objetivo de “salvaguardar la preeminencia mundial estadounidense” ante cualquier posible rival. Este argumento fue retomado por Bush cuando, como candidato, identificó a China como “competidor estratégico” y “amenaza de espionaje para nuestro país”. El programa presentaba un plan a 20 años para hacerse con lo que Bush calificó de una “supremacía absoluta del espectro”.
Sin embargo, lo que el equipo de George W. Bush tenía en mente representaba un alejamiento tan radical de la tradición estadounidense que sólo en la atmósfera generada tras el ataque terrorista del 11-S podrían haber convencido a los estadounidenses de su puesta en práctica.
2. ¿Quiénes son los estadounidenses que con tanta rapidez se han convertido en el ejército político liderado por la Administración Bush y qué los motiva? Me resulta difícil comprender este elemento oculto porque no encaja en absoluto con los parámetros para analizar las relaciones internacionales a los que la mayoría de los estadounidenses estamos habituados. Por primera vez, nuestra política está siendo modelada por un reducido pero resuelto grupo que lidera un movimiento ideológico harto desarrollado. George W. Bush se unió a este grupo, al parecer y en buena parte, por razones personales, aunque tras el periodo que siguió al 11-S no podría haber escogido mejor plataforma política. Le ofreció un programa que le permitió poner en práctica lo que ya creía mientras era gobernador de Texas, que había recibido la “llamada” de Dios. Como le comentó a un amigo (Nota 17): “Creo que Dios quiere que me presente a presidente”.
La creencia en una misión divina para reorganizar el mundo se remonta, en Estados Unidos, a los albores del movimiento puritano y es, sin duda, muy anterior. Es lo que hizo que el Papa Urbano II organizara las cruzadas, que el rey Luis VIII atacara la floreciente aunque hereje civilización de Provenza, y que santo Domingo creara la Inquisición. Irónicamente, desde un punto de vista cristiano, también fue la inspiración para la proclamación del islam de Mahoma y la “yihad” de Ossama Bin Laden.
Hoy en día, un gran número de estadounidenses comparte la creencia en la legitimidad exclusiva de su causa y, por tanto, en la maldad del propósito y las acciones de aquellos que no bailan al mismo son. Esto parece ser en especial representativo de los millones de estadounidenses que pertenecen a la Convención Bautista del Sur, pero ni mucho menos se limita a ellos. Cerca de la mitad de los estadounidenses, un 46%, se definieron en una reciente encuesta (Nota 18) como evangelistas o cristianos renacidos. Opiniones compartidas en asuntos de interior, como la enseñanza de las ciencias en las escuelas, el control de la natalidad y el sistema penal, se han fusionado con el ideario del grupo cristiano fundamentalista Religious Right para formar un movimiento poderoso a cuya cabeza se ha situado el presidente W. Bush.
Este movimiento se inspira en lo que el presidente considera “la gran visión del plan maestro de Dios”, y lo respalda de buen grado (Nota 19). Ofrece consuelo a aquellos estupefactos ante la oposición a su política. San Juan advierte: “Hermanos míos, no os extrañéis si el mundo os aborrece”. Incluso proporciona orientación en cuanto a la guerra de Iraq. En sus lecturas diarias de la Biblia, el presidente sin duda debe de meditar sobre la visión aportada por el evangelista de “la gran ramera”, sobre cuya frente estaba escrito: “Un misterio: Babilonia la Grande, la Madre de las Rameras y de las Abominaciones de la Tierra” (Apocalipsis, 17,5), y a la que se le dijo que “con el mismo ímpetu será derribada Babilonia, la gran ciudad, y nunca más será hallada” (Apocalipsis 18,21). En el Apocalipsis, las fuerzas del mal eran derrotadas, lo cual podría presagiar la estrategia estadounidense: “Y cayó del cielo sobre los hombres un enorme granizo”.
3. Motivado por una interpretación literal de la Biblia, en particular del Antiguo Testamento, el Religious Right también ha extendido los brazos para estrechar su cuna, Israel. Tal como el ex presidente Jimmy Carter puso de relieve (Nota 20), este tipo de gente “está altamente influida por su compromiso con Israel, basado en una teología escatológica o apocalíptica”.
La observación del presidente Carter encontró su expresión cuando el 11 de octubre del 2002, según Margot Patterson en el “National Catholic Reporter”, “miles de cristianos sionistas (estadounidenses) se reunieron en Jerusalén durante la celebración judía de Sukkot para apoyar a Sharon y proclamar su respaldo incondicional al Estado de Israel”. Continúa diciendo que los fundamentalistas cristianos y los colonos judíos mesiánicos prometen la creación de un “Gran Israel” que conducirá al Apocalipsis y provocará el Segundo Advenimiento (Nota 21).
¿Cómo encaja Iraq en este panorama? En el Instituto para Estudios Avanzados de Estrategia y Política, el 8 de julio de 1996, un grupo de estudio sobre una Nueva Estrategia Israelí Hacia el Año 2000, presidido por Richard Perle, presentó un documento dirigido al primer ministro Netanyahu titulado: “Cortar por lo sano: una nueva estrategia para salvaguardar el reino” (Nota 22). La esencia de la política propuesta era “conseguir la paz mediante la fuerza”. Exigía ataques preventivos en Siria y Líbano con el objetivo de “debilitar, contener e, incluso, hacer retroceder a Siria. Esta campaña puede centrarse en el derrocamiento de Saddan Hussein en Iraq”.
Las razones para hacer hincapié en Iraq se explican en detalle en un discurso de junio de 1999 pronunciado por Paul Wolfowitz en el Instituto Washington, de financiación israelí (Nota 23). En éste se decía que, una vez derrocado el régimen de Saddam, los palestinos se verían obligados a aceptar la paz según los términos israelíes. Tal como el líder conservador estadounidense Buchanan puso de relieve en “The American Conservative” (24 de marzo de 2003), “el compromiso apasionado con Israel es un principio clave del neoconservadurismo”.
Sin embargo, la sugerencia de que Israel y sus defensores cristianos y judíos estadounidenses están implicados en la determinación de políticas de la Administración respecto a Oriente Medio ha conllevado la tan temida y políticamente nefasta acusación de antisemitismo (Nota 24). Las campañas contra aquellos que se oponen a esta política han trascendido de los cargos públicos para arremeter también contra la comunidad académica estadounidense (Nota 25). El peligro no es sólo una agria división de la comunidad estadounidense, que no podría ser peor, sino también que la creación de una atmósfera en la que la discusión racional sobre qué es lo mejor en interés de la nación y qué es lo que conserva los rasgos esenciales de una sociedad libre, abierta y democrática será complicada o, tal vez imposible.
VI
Para concluir, el presidente Bush nos ha dicho que Iraq sólo es el principio. Y los asuntos exteriores son únicamente una parte de la transformación radical que moldeará nuestras vidas. Estados Unidos se ha embarcado en una cruzada que puede eternizarse indefinidamente. Debemos preguntarnos: ¿Estamos preparados para esa travesía?
© William R. Polk. Traducción: Laura Manero Jiménez
William R. Polk es director de la Fundación W. P. Carey. El presidente Kennedy lo nombró miembro del Consejo de Planificación Política del Departamento de Estado estadounidense. Estuvo a cargo de la planificación de la política estadounidense para la mayor parte del mundo islámico hasta 1965, año en el que pasó a ser profesor de Historia en la Universidad de Chicago y fundó el Centro de Estudios de Oriente Medio. Posteriormente también fue presidente del Instituto de Asuntos Internacionales Adlai Stevenson. Entre sus numerosas obras se cuentan: “The United States and the arab world” y “The elusive peace: the Middle East in the twentieth century”
La Vanguardia, Revista, España - 23-03-2003