Hay quienes todavía creen que burlarse de nuestra Gloriosa Milicia Revolucionaria es un ejercicio de ingenio, cuando en realidad refleja lo más bajo de una mentalidad colonizada: el desprecio, la subestimación y, en muchos casos, la deshumanización de quienes han decidido dar un paso al frente para la defensa de la patria.
Es el desprecio del colonizador hacia el colonizado, la arrogancia del opresor hacia quien se atreve a resistir. Quienes lo hacen demuestran carecer del más elemental decoro sobre lo que verdaderamente significan palabras sagradas como honor, dignidad y patria. Continúan su bombardeo mediático implacable contra un sector que ama genuinamente a nuestro país, contra hombres y mujeres que, ante cualquier agresión, saldrán sin dudarlo a cumplir la tarea asignada.
No se trata de uniformes impecables, de estéticas copiadas de Hollywood ni de poses de revista. Se trata de algo más profundo: el amor incondicional a Venezuela, a su soberanía y al derecho sagrado de su pueblo a decidir su destino.
Quienes señalan con burla a nuestros milicianos olvidan que cada uno de ellos es un hijo o hija de esta tierra, que lleva en la piel el sol del trabajo y en el corazón la dignidad de resistir. Son hombres y mujeres que, lejos de rendirse al bombardeo mediático y a la campaña del desprecio, han decidido creer en la capacidad de un pueblo de ser libre, aunque el costo sea el sacrificio personal. Porque la defensa de un país no se mide en tanques ni en aviones, sino en la firmeza de un pueblo que no acepta cadenas.
Lo que se esconde detrás de cada ataque y de cada burla no es otra cosa que el intento de convencernos de que no tenemos valor, de que no somos capaces. Pero la historia enseña lo contrario: cuando subestiman la fuerza de los pueblos, el desenlace siempre ha sido la sorpresa, y esa sorpresa se traduce en derrota para los imperios. Si algún día llegaran a intentar poner sus manos sobre esta tierra, lo harían no en nombre de la democracia ni de la libertad, sino de los recursos energéticos que siempre han codiciado. Esa es la verdad que nadie puede disfrazar.
¿Qué vale más: un soldado perfectamente entrenado que lucha por un sueldo en tierras ajenas, o un miliciano que defiende su hogar, su familia y su historia, sin esperar otra recompensa que la libertad de su pueblo? ¿Qué tiene más poder: la tecnología más avanzada o la convicción inquebrantable de quien pelea en su propia tierra?
La verdad desnuda es incómoda para muchos, pero debe ser dicha sin rodeos: si algún día se produjera una intervención, sería únicamente por nuestros recursos energéticos. No vendrían por democracia, no vendrían por libertad, no vendrían por derechos humanos. Esas son solo las excusas, los pretextos morales que siempre han usado para justificar lo injustificable. Vendrían por petróleo, por oro, por nuestras riquezas naturales. Es una realidad que duele pero que debemos enfrentar con los ojos abiertos y la conciencia clara.
La historia reciente nos lo ha demostrado una y otra vez. Libia tenía petróleo y fue destruida en nombre de la democracia. Irak tenía petróleo y fue invadido en nombre de la libertad. Siria tiene una posición geoestratégica y ha sido desestabilizada en nombre de los derechos humanos. El patrón es tan claro que resulta insultante que pretendan seguir engañándonos con los mismos cuentos.
Aquí hay un presidente legítimo, le guste o no a las potencias extranjeras, y hay un pueblo que ya eligió su camino. Y ese camino se defiende con amor, con dignidad y con el convencimiento de que la patria no se vende, se defiende. A quienes hoy celebran la idea de una invasión extranjera, sólo cabe recordarles que ningún aplauso al verdugo les dará el honor que abandonaron. Porque el verdadero honor está en defender el suelo donde naciste, en pararse erguido aunque te subestimen, y en demostrar que los pueblos libres no se rinden jamás.
El tiempo se encargará de mostrar la verdad: que la humillación más grande la recibirá el imperio norteamericano si se atreve a desafiar la voluntad de millones de venezolanos que, con sus milicianos al frente, están dispuestos a dejar claro que aquí hay un pueblo digno, que sabe lo que significa patria y que no se arrodilla ante nadie.
El amor por la patria no se explica, se siente. No se argumenta, se vive. No se demuestra con palabras bonitas, se demuestra con acciones concretas cuando la historia lo demanda.
NO HAY NADA MÁS EXCLUYENTE QUE SER POBRE.