El estado de excepción como paradigma político del extractivismo

El estado de excepción como paradigma político del extractivismo

El colonialismo no cede sino con el cuchillo al cuello.

Frantz Fanon

En los últimos años se han ensayado diversos enfoques sobre el extractivismo, que abarcan desde el énfasis en los impactos sobre el medio ambiente y los perjuicios a las poblaciones, hasta la re-primarización de la matriz productiva. Contamos con un amplio conjunto de trabajos que incluyen, también, las resistencias al modelo de minería a cielo abierto y de monocultivos para la exportación, así como propuestas alternativas asentadas, buena parte de ellas, en el Buen Vivir/Vivir Bien. Los análisis críticos tienden a compartir la tesis de que el modelo extractivo debe ser considerado como parte del proceso de acumulación por desposesión, característico del período de dominio del capital financiero (Harvey, 2004).

En paralelo, se comienza a considerar el extractivismo como una actualización del hecho colonial, en particular en el área de la minería, colocando el inicio de la explotación del Cerro Rico de Potosí (donde fueron sacrificados 8 millones de indios), en 1545, como el comienzo de la modernidad, del capitalismo y de la relación centroperiferia en la que se asientan (Machado, 2014).

Tomando estos análisis como referencias ineludibles, pretendo explorar someramente las formas de acción que están llevando adelante los movimientos para neutralizar/desbordar el modelo extractivo, bloquear la acumulación por despojo, revertir la militarización de los territorios, poner fin a la persistente degradación ambiental y la destrucción de los seres humanos. Considero que no se limitan, ni pueden hacerlo, a repetir los repertorios tradicionales del movimiento sindical, ya que se mueven en espacios donde las reglas del juego son diferentes.

El punto de partida de mi argumentación es que hoy los pueblos son obstáculos para la acumulación por despojo/desposesión. Harvey sostiene que el “principal instrumento” de la acumulación por desposesión son las privatizaciones de empresas públicas y que el poder estatal es su agente más destacado (Harvey 2004). En su argumentación coloca el ejemplo de Argentina en la década de 1990, que hoy podría aplicarse a buena parte de América Latina y a unos cuantos países europeos como Grecia y España, entre otros.

 A mi modo de ver, el argumento de Harvey es enteramente válido para la porción de la humanidad que se encuentra en la “zona del ser”, pero para aquella otra parte que vive en la “zona del no-ser” (Grosfoguel, 2012), el principal instrumento de la acumulación por desposesión es la violencia, y sus agentes son, indistintamente, poderes estatales, paraestatales y privados, que en muchos casos trabajan juntos ya que comparten los mismos objetivos. Esa es la situación que viven en nuestro continente las poblaciones cercanas a las minas y los monocultivos. “Prácticamente no existe poblador vecino de un proyecto minero que no tenga algún proceso judicial abierto” (Machado, 2014: 224).

La violencia y la militarización de los territorios son la regla, forman parte inseparable del modelo; los muertos, heridos y golpeados no son fruto de desbordes accidentales de mandos policiales o militares. Es el modo “normal” de operar del extractivismo en la zona del no-ser. El terrorismo de Estado que practicaron las dictaduras militares destruyó sujetos en rebeldía y pavimentó las condiciones para el aterrizaje de la minería a cielo abierto y los monocultivos transgénicos. Posteriormente, las democracias – conservadoras y/o progresistas- aprovecharon las condiciones creadas por los regímenes autoritarios para profundizar la acumulación por despojo:

 “Poblaciones enteras son perseguidas, amenazadas, criminalizadas y judicializadas; vigiladas y castigadas en nombre de la ley y el orden. Líderes y referentes de organizaciones y movimientos emergentes -mujeres y varones, jóvenes, adultos y ancianos por igual- son acusados de ser los nuevos terroristas, los enemigos públicos de una sociedad de la que es necesario expulsarlos” (Machado, 2014: 21).

Las privatizaciones afectaron básicamente a las clases medias urbanas y a las franjas de trabajadores vinculadas al Estado del Bienestar, sobre todo en el caso argentino[1] . Para los sectores sociales donde nunca operó la inclusión ni se beneficiaron con el “bienestar”, las privatizaciones operaron apenas como la primera etapa del despojo. Indígenas, negros y mestizos, campesinos sin tierra, mujeres pobres, desocupados, trabajadores informales y niños de las periferias urbanas, están sufriendo lo que el EZLN ha definido como la Cuarta Guerra Mundial. Como en todas las guerras, se trata de conquistar territorios, destruir enemigos y administrar los espacios conquistados subordinándolos al capital:

La Cuarta Guerra Mundial está destruyendo a la humanidad en la medida en que la globalización es una universalización del mercado, y todo lo humano que se oponga a la lógica del mercado es un enemigo y debe ser destruido. En este sentido todos somos el enemigo a vencer: indígenas, no indígenas, observadores de los derechos humanos, maestros, intelectuales, artistas. (Subcomandante Marcos, 1999).

La novedad de esta nueva guerra es que los enemigos no son los ejércitos de otros estados, ni siquiera otros estados, sino la propia población, en particular aquella parte de la humanidad que vive en la zona del no-ser. En suma: acabar con los pueblos que sobran, desertizar territorios y luego re-conectarlos al mercado mundial. Los modos de eliminar a los pueblos no son necesariamente la muerte física, aunque esta va sucediendo lentamente mediante la expansión de la desnutrición crónica y las viejas/nuevas enfermedades, como el cáncer que afecta a los millones expuestos a los químicos de los monocultivos y de la minería.

Los modos más habituales son la eliminación de los pobres a través de su exclusión: confinamiento en espacios cercados de policías y guardias privados en las periferias urbanas. El caso más extremo es la Franja de Gaza, y los más comunes se pueden encontrar en las barriadas de todas las grandes ciudades latinoamericanas. Muchas comunidades rurales cercanas a los emprendimientos extractivos, han sido aisladas y rodeadas por dispositivos militar/económicos que actúan como cercos materiales y simbólicos, como les sucede a las comunidades mapuche en la Patagonia, a los pueblos indios y afros en el Cauca colombiano, así como a los pueblos atravesados por el “tren del hierro” de la minera Vale en el estado de Maranhão y a cientos de comunidades en las regiones andinas.

Estamos ante dos genealogías diferentes. La que afecta a los pueblos del sur no cabe en el concepto de “acumulación originaria”, delineada por Marx en El Capital, para reflexionar sobre la experiencia europea. La expropiación violenta de los productores, lo que denomina como el “proceso histórico de escisión entre producción y medios de producción”, es el acta de nacimiento del capital pero también de los “proletarios totalmente libres” que serán empleados por la nueva industria (Marx, 1975: 893). Ese proceso de escisión por el que se crea una nueva relación social, capital-trabajo, fue tan real para Inglaterra como irreal en las colonias.

En América Latina los indios no fueron separados de sus medios de producción sino forzados a trabajar gratuitamente en las minas, mientras los negros fueron arrancados a la fuerza de su continente. En ambos casos se cometió un genocidio por el que la población originaria fue casi exterminada. Nació un capitalismo sin proletarios, en el sentido europeo que le da Marx, cuando señala que la expropiación de los productores fue “la disolución de la propiedad privada fundada en el trabajo propio” (Marx, 1075: 951). Los indios no tenían un concepto de propiedad privada como los campesinos ingleses, sino de comunidad, y consideraban la tierra como un bien común sagrado. La acumulación “originaria” no fue el “pecado original” del modo de producción capitalista, sino la forma constante de acumulación durante cinco siglos en base a la esclavitud, la servidumbre, el trabajo informal y la pequeña producción familiar/mercantil que, hasta el día hoy, son las formas dominantes de trabajo, siendo el empleo asalariado uno más entre los muchos modos de trabajo existentes (Quijano, 2000a).

 En segundo lugar, en la América Latina india/negra/mestiza, históricamente el principal modo de disciplinamiento no fueron el panóptico ni los satanic mill[2] , sino la masacre o la amenaza de masacre (léase exterminio), tanto en la colonia como en el período republicano, en dictaduras o en democracias, hasta el día de hoy: desde los 3.600 ametrallados en Santa María de Iquique, en 1907, hasta las decenas de muertos en Bagua en junio de 2009. Ambas masacres sucedieron bajo regímenes de democracia electoral, lo que indica el carácter de este sistema en la región. Sólo en Chile, en las siete décadas que van de 1903 al golpe de Estado de 1973, el historiador Gabriel Salazar enumera quince masacres (“ametrallaron a los rotos”)[3] , a razón de una cada tres años en promedio, considerando que la última abarcó todos los rincones del país y se cobró diez mil vidas (Salazar, 2009: 214). La organización Maes de Maio, creada por las madres de los 500 asesinados por los aparatos represivos en São Paulo en mayo de 2006, señala que entre 1990 y 2012 se produjeron 25 masacres contra habitantes de favelas, o sea jóvenes/ negros/pobres (Maes de Maio, 2014)[4] .

En tercer lugar, el Estado-nación latinoamericano tiene una genealogía diferente a la europea, como nos recuerda Aníbal Quijano. Aquí no se registró “la homogeneización de la población en términos de experiencias históricas comunes”, ni la democratización de una sociedad que pueda expresarse en un Estado democrático; las relaciones sociales se fijaron sobre la colonialidad del poder establecida sobre la idea de raza, convertida en el factor básico de la construcción del Estado-nación. “La estructura de poder fue y aún sigue estando organizada sobre y alrededor del eje colonial. La construcción de la nación y sobre todo del Estado-nación han sido conceptualizadas y trabajadas en contra de la mayoría de la nación, en este caso de los indios, negros y mestizos” (Quijano, 2000b: 237).

Los tres ejes anteriores explican la continuidad de la dominación y la exclusión de las mayorías, inferiorizadas racialmente, con independencia del régimen político y de las fuerzas que administren un Estado colonial. Con el neoliberalismo y la hegemonía de la acumulación por despojo, se produce además la “expropiación de la política” que en los casos más extremos, como México, Colombia y Guatemala, pasa por la articulación entre paramilitarismo, empresas extractivas y corrupción estatal, en lo que bien puede considerarse como una re-colonización de la política (Machado, 2014).

I.- El extractivismo contra los pueblos

Quiero destacar siete aspectos del extractivismo actual en el continente, que muestran de forma nítida sus modos neocoloniales de someter a los pueblos, que permiten establecer que la acumulación por desposesión en el sur del mundo no puede implementarse sin establecer un estado de excepción permanente.

El primero es la masiva ocupación de territorios por la minería a cielo abierto y los monocultivos, seguida de la expulsión de comunidades enteras, del estrechamiento de sus posibilidades de mantenerse en el territorio por la presencia militar de actores armados. En varios países andinos han sido concesionados a multinacionales de la minería entre el 25 y el 30% del territorio, mientras los monocultivos ocupan las mejores tierras y presionan sobre los pequeños productores rurales.

En segundo lugar, se establecen relaciones asimétricas entre las empresas transnacionales, los estados y las poblaciones. Desde un punto de vista estructural, el principal efecto del extractivismo ha sido “reinstalar un nuevo patrón de asimetrías económicas y geopolíticas a través de la creación de territorios especializados en la provisión de bienes naturales, intervenidos y operados bajo el control de grandes empresas transnacionales (Colectivo Voces en Alerta, 2011: 12).

En tercer lugar, ha generado economías de enclave, como expresión extrema de espacios socio-productivos estructuralmente dependientes (Colectivo Voces de Alerta, 2011: 15). Los enclaves eran una de las principales formas de ocupación del espacio de la colonia; se caracterizan por no tener relaciones con el entorno, economías “verticales” que no se articulan con las economías de las poblaciones. Extraen, se llevan, pero no interactúan; empobrecen la tierra, el tejido social y aíslan a las personas.

En cuarto lugar, se registran intervenciones políticas potentes que consiguen modificar las legislaciones, al punto que fuerzan a los estados a otorgar importantes beneficios fiscales a las empresas, garantizar la estabilidad de las ganancias, las eximen del pago de impuestos, derechos de importación y otras obligaciones que rigen para los ciudadanos, y colocan a los país en situación de dependencia que implica el fin de las soberanías. En Argentina, el Código de Minería declara expresamente que el estado no puede explotar ni disponer de las minas y, por eso les concede a los “particulares la facultad de buscar minas, de aprovecharlas y disponer de ellas como dueños...” (Colectivo Voces de Alerta, 2011:37).

En quinto lugar, se registra un ataque a la agricultura familiar y la soberanía alimentaria. La minería y los monocultivos desconocen a las poblaciones y al medio ambiente local, generan un grave problema de agua, ya sea por escasez o contaminación, y rompen los ciclos biológicos; se registra una tendencia a la desterritorialización y desintegración sociales, las comunidades pierden acceso a ciertas zonas de producción, la presencia extractiva fomenta la migración campo-ciudad, y la redefinición de los territorios como consecuencia de la intervención vertical de las empresas y la desintegración comunal que generen espacios locales transnacionalizados (Giarraca y Hadad, 2009: 239-240).

La militarización es el sexto aspecto a destacar. Según el Observatorio de Conflictos Mineros de América Latina, hay más de 206 conflictos activos por la megaminería en la región que afectan a 311 comunidades (OLCA, 2014). En Perú, la conflictividad hizo caer dos gabinetes del gobierno de Ollanta Humala y llevó a la militarización de varias provincias. Los conflictos socio-ambientales entre 2006 y 2011 provocaron la muerte de 195 activistas en el país andino.

Por último, el extractivismo es un “actor social total”. Interviene en la comunidad donde se instala, genera conflictos sociales y provoca divisiones. Pero también busca generar adhesiones a través de “contratos directos y dádivas u ofertas a individuos y comunidades particulares, bajo la forma de acción social empresarial, apuntan a dividir a la población, a fin de lograr una espuria “licencia social” o acallar a los sectores que se oponen” (Colectivo Voces de Alerta, 2011: 73). Las empresas desarrollan vínculos estrechos con universidades e instituciones, hacen donaciones a escuelas y clubes deportivos. Se convierten en “un actor social total” (Svampa y Antonelli, 2011: 47). Tienden a reorientar la actividad económica y se convierten en agentes de socialización directa con acciones sociales, educativas y comunitarias. Pretenden ser “agente socializador” para conseguir “un control general de la producción y reproducción de la vida de las poblaciones” (Svampa y Antonelli, 2009: 47).

El extractivismo está promoviendo una completa reestructuración de las sociedades y de los estados de América Latina. No estamos ante “reformas” sino ante cambios que ponen en cuestión algunas realidades de las sociedades, como el proceso regresivo en la distribución de la tierra (Bebbington, 2007: 286). La democracia se debilita y en los espacios del extractivismo deja de existir; los estados se subordinan a las grandes empresas al punto que los pueblos no pueden contar con las instituciones para protegerse de las multinacionales.

 II.- Movimientos sociales bajo el estado de excepción, o luchar con el “cuchillo al cuello”

La resistencia de las comunidades y pueblos contra la minería se ha visto forzada a innovar, siguiendo otros caminos respecto a lo que venían haciendo los movimientos sociales. La recolonización coloca en la agenda de los movimientos nuevos temas, en particular cómo trabajar en áreas donde no son reconocidos los derechos humanos/ciudadanos/civiles/laborales de las personas, donde su humanidad está siendo negada (Fanon, 2011).

La forma como se viven las opresiones en la zona del ser y en la zona del no-ser son cualitativamente distintas (Grosfoguel, 2012). Los modos como se regulan los conflictos en cada zona son también distintos: en la primera zona existen espacios de negociaciones, se reconocen los derechos civiles, laborales y humanos de las personas, funcionan los discursos sobre la libertad, la autonomía y la igualdad, y los conflictos se gestionan mediante métodos no violentos, o por lo menos la violencia es la excepción. En la zona del no-ser, a la que también se define como la línea debajo de lo humano, los conflictos se regulan por la violencia y sólo de forma excepcional se usan métodos no violentos (Grosfoguel, 2012).

Por eso Grosfoguel sostiene que la teoría crítica que se produce en la zona del ser a partir de los conflictos que involucran a los oprimidos de esa zona, con sus derechos y su historia, no puede tener pretensión de universalidad. “La imposición de esta teoría crítica desde la zona del ser hacia la zona del no-ser constituye una colonialidad del saber por la izquierda” (Grosfoguel, 2012: 98). Del mismo modo, los sujetos colectivos de la zona del no-ser, no deberían adoptar de forma acrítica la teoría social creada a partir de las luchas de los oprimidos en la zona del ser, ni las mismas formas de lucha, las estrategias y estilos de organización que nacieron en los conflictos en la zona del ser.

En las zonas de hegemonía del extractivismo, donde no se reconoce la humanidad de las personas (negros, indios, mestizos), las personas están sometidas a lo que Benjamin consideraba “un estado de excepción permanente”. No pueden ejercer los derechos que tiene la parte blanca/clase media de la sociedad. Los favelados de Rio de Janeiro y São Paulo no pueden ejercer libremente el derecho de manifestación, porque son sistemáticamente atacados por la Policía Militar con balas de plomo.

En Perú, buena parte de las disposiciones legales para la explotación extractiva de la Amazonia, incluyendo la reversión de la propiedad comunal, se impusieron mediante más de cien Decretos Legislativos, que otorgan al Ejecutivo la posibilidad de emitir decretos con rango de ley (Pinto, 2009). Para imponer el proyecto aurífero Conga, el gobierno de Ollanta Humala decretó en varias oportunidades el “estado de emergencia” para garantizar el orden interno, movilizando a las fuerzas armadas hasta las provincias afectadas[5] . Ambas figuras apelan a medidas provisorias y excepcionales que implican una ampliación de los poderes del Ejecutivo, donde se borran las fronteras entre la emergencia militar y la emergencia económica, instalando la seguridad como paradigma de gobierno y borrando las diferencias entre paz y guerra (Agamben, 2004).

Un Estado de Policía formalmente legal, pero dedicado a generar excepciones como criterio de gobierno y mantener a raya a las “clases peligrosas”, mediante una vasta gama de intervenciones que van desde las políticas de responsabilidad social empresarial –que avalan la evasión impositiva- hasta la intervención policial/militar discrecional, dirigidas al control territorial armado, donde el cuerpo policial es encargado de administrar y gestionar cosas y cuerpos de modo exclusivo y excluyente (Ferrero y Job, 2011).

¿Cómo se hace política, qué tipo de organización se construye, qué formas de acción se implementan, en territorios administrados bajo un estado de excepción permanente? Una constatación previa es que no se puede salir del extractivismo gradualmente, por etapas o a través de negociaciones. Menos aún porque lleguen al gobierno fuerzas políticas que prometan instalar otro modelo, porque ese modelo alternativo no existe, más que en los territorios en resistencia de las comunidades indias, negras, campesinas y de las periferias urbanas.

Las experiencias históricas de las luchas de clases nos remiten en dos direcciones temporales. La primera es el modo como los obreros fabriles desmontaron el fordismotaylorismo en la década de 1960. Fue una lucha en el taller, cara a cara, palmo a palmo, disputando cada minuto de trabajo al control de los capataces, desarticulando la organización del trabajo (Arrighi y Silver, 2001; Gorz, 1998), tanto en los países desarrollados como en las periferias (Brennan, 1996). No fue una lucha de aparatos; en el desmontaje del fordismo los aparatos sindicales y de la izquierda no jugaron el menor papel. Fue una lucha de la clase, directa, sin intermediarios ni representantes. Fue, y esto no es fácil de admitirlo, una lucha sin programa, sin proyecto, sin objetivos precisos, porque se trataba de resistir, pelear, colocarle el cuchillo al cuello al control patronal de los tiempos de trabajo.

La segunda genealogía histórica es precisamente la de quienes están resistiendo el extractivismo y tiene una de sus referencias principales en la revuelta de Bagua (junio 2009) y la lucha contra la minera Conga, ambas en Perú, pero también en la lucha contra Monsanto en Córdoba, en el barrio de Ituzaingó y en la ciudad de Malvinas Argentinas. Se trata de procesos donde las comunidades luchan palmo a palmo por el territorio, se organizan para no dejar ingresar a las multinacionales o para expulsarlas, convierten los territorios en barricadas y los cuerpos en trincheras, a falta de leyes, estados y autoridades que los amparen. Es el modo como siempre han luchado los de más abajo: poniendo el cuerpo, arriesgando la vida, las familias, los hijos. No tienen otro camino, porque viven en la zona del no-ser, donde su humanidad no es reconocida.

Parece necesario sistematizar las principales formas de acción empleadas en la resistencia al extractivismo, con una mirada amplia que abarque toda la región latinoamericana en las últimas décadas. De ellas surgen nítidamente las diferencias con el tipo de acciones del movimiento obrero.

 - Autodefensa comunitaria en base a formas comunitarias territoriales de poder popular. Quizá el caso más importante sean las rondas campesinas del norte del Perú, nacidas en la década de 1970 para combatir el abigeato y devenidas en órganos comunes/comunitarios capaces de ordenar la vida interna, administrar justicia, construir obras de interés comunitario y, más recientemente, organizar la resistencia al avance de la minería. En este proceso las rondas han devenido en Guardianes de las Lagunas, enfrentando directamente a las compañías mineras y al estado policial peruano. En el sur de Colombia, la Guardia Indígena de los cabildos nasa y misak juega un papel similar de defensa comunitaria y como principio de orden interno. En ambos casos, se pone en juego la capacidad de un sector social (campesino o indígena) para poner en movimiento sus mecanismos de contra-poder.

-Acción directa contra las multinacionales, paralizar las obras, impedir que las empresas trabajen, destruir las maquinarias, impedir incluso la realización de estudios de impacto ambiental como hicieron los pescadores mapuche (OLCA, 2006), proteger las lagunas y otras zonas con campamentos permanentes como sucede en Cajamarca, Perú (Hoetmer, 2014), realizar mingas para tapar los socavones de las minas, como realizan los nasa en el Cauca (ACIN, 2014). Este tipo de acciones son posibles porque las deciden y sostienen comunidades enteras, con sus propias autoridades implicadas en ellas. En las ciudades han sido posibles otro tipo de acciones como las que mantuvieron Madres de Ituzaingó y la asamblea de Malvinas Argentinas, pero siempre sobre la base del involucramiento directo de las personas, la persistencia de la acción a pesar del aislamiento y del acoso de una amplia gama de actores: estado, policías, justicia, sindicatos...

–Marchas de sacrificio hasta localidades vecinas o incluso hasta la capital, recorriendo a veces miles de kilómetros para difundir la realidad que viven, pero también para ganar aliados, en sitios a los que habitualmente no tienen acceso. Este tipo de acciones las realizaba el movimiento sindical en momentos de crisis agudas, con similares características. En este caso pesa un factor determinante: la necesidad de romper el cerco material y simbólico, policial y mediático, tendido sobre las comunidades que resisten para aislarlas y someterlas, lejos de la visibilidad de sus potenciales aliados urbanos.

-Cortes de rutas y acampadas, como forma de cortar la circulación de mercancías, de bloquear el ingreso de las multinacionales al territorio en resistencia o para defenderlo de otros actores externos. No hay lucha contra el extractivismo que no haya utilizado este tipo de acciones. Al igual que las marchas, se busca la visibilidad, pero además se procura impedir que las empresas sigan adelante con sus proyectos extractivos. Los campamentos, por su parte, juegan un papel central a la hora de abrir espacios para la interconexión de los de abajo. Se trata de sectores que no tienen espacios propios en la sociedad, como son los sindicatos para los trabajadores formales, sino que deben construirlos como pre-condición para tejer alianzas, encontrar lenguajes y códigos comunes con los semejantes, y desde allí poder lanzar desafíos al modelo hegemónico.

 -Coordinaciones y otras formas flexibles de articulación. Los movimientos contra el extractivismo no se han dotado de estructuras jerárquicas formales, como lo han hecho los movimientos sindicales y organizaciones sociales rurales y urbanas. En su lugar, han creado articulaciones más o menos permanentes para coordinar acciones, pero también para procesar reflexiones y planes de lucha, con delegados rotativos mandatados, como forma de rehuir de la figura del representante. En algunos países, las coordinaciones se establecen de forma puntual para realizar acciones de envergadura, como las marchas hacia las ciudades.

 -Consultas a la población a través de referendos. Es un modo de utilizar un mecanismo de la democracia electoral para afianzar a los movimientos. En general se han utilizado a escala local, en pequeñas ciudades o regiones, como forma de hacer visible la existencia de un consenso comunitario contra el extractivismo. En el mismo sentido, han conseguido que muchos municipios se pronuncien contra la minería a cielo abierto y las fumigaciones.

 -Levantamientos, insurrecciones, rebeliones. Desde el Caracazo de 1989, se han producido en la región diecinueve levantamientos populares, en áreas rurales y en ciudades, que derrocaron gobiernos, deslegitimaron el modelo neoliberal y las privatizaciones, instalaron nuevos temas y actores en las agendas y modificaron la relación de fuerzas en el continente.

Estos repertorios de acción están anclados en el territorio y las comunidades son sus bases de sustento social y político. Los actores que los practican son casi siempre los “sin”, los que no tienen derechos, los que viven en la zona del no-ser. Su objetivo inmediato no consiste en negociar condiciones de trabajo ni salarios, sino crear una situación de hecho que haga imposible la continuidad del extractivismo, bloquear la acumulación por desposesión. Es una pulsión de vida para frenar un modelo de muerte.

 Los oprimidos de América Latina pueden acordar con el aserto de Agamben, de que el paradigma político de Occidente no es la ciudad sino el campo de concentración (Agamben, 1998). La negociación para la inclusión no tiene sentido en el campo, del mismo modo que no es posible negociar, bajo el Estado Policía, otra cosa que no sean los modos de subordinación. Propongo interpretar este conjunto de formas de acción de los de abajo, como las herramientas necesarias para desbordar/neutralizar el extractivismo/estado de excepción permanente. En estas acciones, se pone en juego aquella tradición de los oprimidos que Benjamin, en la XII Tesis sobre la Historia, consideraba “el nervio de su mejor fuerza”, que los progresismos de todos los tiempos quieren que olviden: el odio y la voluntad de sacrificio; “pues ambos se nutren de la imagen de los antepasados esclavizados y no del ideal de los descendientes liberados”.

Referencias

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[1] Una parte de los asalariados de empresas estatales fueron despojados de sus empleos estables y empujados violentamente hacia la pobreza y la informalidad, mientras que otra parte pudieron relocalizarse de diversos modos en las clases medias.

[2] Fábricas del diablo, donde se vieron forzados a trabajar los campesinos cuyas tierras comunales fueron cercadas/expropiadas (Polanyi, 1989).

[3] Su lista de masacres incluye: 1903 Valparaíso, 1905 Santiago, 1906 Antofagasta, 1907 Iquique, 1919 Patagonia, 1924 La Coruña, 1931 Copiapó, 1934 Ranquil, 1938 Santiago, 1946, 1957 y 1962 Santiago, 1967 Salvador, 1969 Puerto Montt y 1973 todo el país.

[4] Se trata de la represión que siguió a las acciones de la organización criminal Primer Comando de la Capital.



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Raúl Zibechi


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