La jerarquía católica y el fascismo en Colombia

La Jerarquía católica colombiana es otro actor fundamental en el fascismo colombiano. Parte vital del poder colonial, después de la independencia de los años 20 del siglo XIX, ella siguió incrustada en el alma de la sociedad y de sus elites políticas. Ella misma era un poder oscurantista y retrogrado del poder.

Durante la Regeneración conservadora (1886-1930) y con la firma del Concordato con Roma, la Jerarquía católica fue pieza central de todo el andamiaje dominante del campo conservador en la sociedad colombiana de aquella época, pues era la encargada de la educación, la familia y las buenas costumbres.

Tan pronto se dan los brotes políticos de la ideología fascista, los grandes jerarcas católicos asumen su correspondiente posición y participan de las campañas del fascismo y la violencia que lo acompaña contra lo que ellos consideran son los enemigos de la civilización occidental, cristiana y creyente.

Veamos entonces cual fue el protagonismo fascista de tal Jerarquía que aun hoy sigue encuadrada con los sectores mas oscurantistas de la nación, aunque con algunas excepciones muy importantes.

Introducción.

En una aproximación a las relaciones non sanctas entre religión y política en Colombia , se encuentran muchos elementos que nos permiten ver cómo se fue perfilando un modelo de sociedad que no dio espacio para que se consolidaran principios de raigambre democrática, con un Estado sólido, donde la concepción de una sociedad diversa y plural pudiera manifestarse sin estrellarse no solo con postulados profundamente conservadores sino con controles sociales que hacían difícil ser distinto, ser diferente al modelo propuesto por quienes durante décadas tuvieron la dirección y la función de moldear la sociedad.

La iglesia colombiana, más que cualquier otra institución recibió un mayor influjo del exterior por sus vínculos jerárquicos con el Vaticano y la distribución de las congregaciones religiosas en diferentes países del mundo. Inevitablemente los cambios de obispos y arzobispos de la alta cúpula eclesiástica eran señalados por el vaticano por intermedio de su vocero el Nuncio Apostólico. De igual manera, las comunidades eclesiásticas y el clero regular como los Jesuitas, los Claretianos, los franciscanos etc., guardaban fuertes vínculos con las congregaciones hermanas, especialmente las establecidas en España. Las encíclicas papales y las bulas ideológicos señaladas por el Vaticano eran un dogma indubitable para la Iglesia colombiana que los seguía.

Por todo lo anterior, la Iglesia no podía escapar de las noticias y las influencias que llegaban de diferentes-partes del mundo, sobre los atinentes a su fuero. El Vaticano había intentado un acercamiento con los Estados Totalitarios europeos firmando un concordato y alcanzando diferentes prerrogativas.

El 20 de julio de 1933, el gobierno nazi acordó con el Vaticano la regulación de los propios asuntos de la Iglesia católica alemana sin interferencia del Estado. El tratado fue firmado por Von Papen y Pacelli -Pio XII más tarde- pero nunca fue llevado a la práctica y quedó como letra muerta. El gobierno de Hitler buscaba una legitimación en el concierto internacional para cubrir con un velo espeso los abusos del nuevo régimen. Además de ser una estrategia de política exterior, todos los actos de los nazis después de la ratificación del concordato, el 25 de julio, iban en contravía con los preceptos fundamentales del catolicismo. Hitler promulgó leyes de esterilización y disolvió las Juventudes Católicas. Más tarde, el nazismo reprimió y encarceló a sacerdotes y Monjas por «inmoralidad» además de censurar y prohibir los escritos de la Iglesia católica alemana. En 1937, el Papa Pío XI publicó la encíclica Mit Brennender Sorgo» (Con Profundo Dolor) donde acusaba al nazismo por las hostilidades y las persecuciones contra la Iglesia. Esta encíclica habría de liberar de toda culpa al Vaticano por la supuesta «complicidad» que lo había ligado al totalitarismo nazi. Defendió el Concordato firmado con los nazis, pero atacó agriamente al Nacionalsocialismo por destruir la dignidad humana. La Iglesia colombiana, a raíz de estos sucesos, no mostró mayor admiración por el nazismo, a pesar de algunas similitudes ideológicas como el anticomunismo que los identificaban. Los clérigos en Colombia, fueron, por el contrario, más inclinados al Estado fascista italiano que también había logrado estrechar sus lazos diplomáticos con la Santa Sede. Pío XI amante del orden, propugnó por la firma de un tratado con Mussolini quien así podía consolidar su prestigio y su autoridad sobre la base de la reconciliación con la Iglesia.

Los acuerdos de Letrán, en 1929, crearon la ciudad del Vaticano y compensaron al Papado por la pérdida de sus Estados entre 1860 y 187O. El Concordato reconocía, igualmente, al catolicismo como la religión oficial y le daba al matrimonio católico fuerza de ley, prohibiendo el divorcio.

Las relaciones entre Mussolini y el Papa no fueron siempre las mejores y un leve distanciamiento se hizo evidente, en 1931, cuando el Duce quiso sustituir las Juventudes Católicas por los Hijos de la Loba, los Balillas y los Avanguardisti - jóvenes fascistas-. No obstante, en Teramo, Italia, con motivo del Congreso Eucarístico -celebrado casi simultáneamente al Congreso de Medellín en 1935- la Iglesia le hizo llegar el siguiente mensaje a Mussolini : Congreso Eucarístico Nacional, con asistencia del delegado de Su Santidad y las autoridades eclesiásticas, invoca a Jesús Eucaristía para que conceda prosperidad y grandeza a la patria siempre amada, gracias a los esfuerzos de vuestra Excelencia que le ha hecho más compacta y fuerte.

Innegablemente existían entre el Estado fascista y la Iglesia importantes puntos de coincidencia que permitieron la coexistencia tranquila a lo largo de la década de los 30. Tan sólo fue al finalizar la Segunda Guerra Mundial que se trató de poner de relieve las diferencias que habían marcado las relaciones entre Mussolini y el Papado para salvar de cualquier señalamiento a la Iglesia por la complicidad con el totalitarismo. De hecho, las diferencias existieron al igual que las coincidencias, pero los disentimientos obedecían más a la amenaza de perder cierto poder a manos de fascismo que por desacuerdo ideológico de fondo. El Concordato con el fascismo italiano era para la Iglesia colombiana un buen ejemplo de las prerrogativas que se podían obtener como las subvenciones y la secularización de la sociedad. Un Concordato era, a todas luces, una garantía para perpetuar el poder y las prebendas de la Iglesia en Colombia, durante los gobiernos liberales con los cuales secularmente se había enfrentado. Aunque Colombia había suscrito un Concordato con el Vaticano, en 1887, dicho tratado sólo había subsistido gracias a los gobiernos de la hegemonía conservadora. Existía, por lo tanto, gran temor por lo que pudiera suceder de llegar al poder un presidente liberal con ideas anticlericales. En el clero del país existía una predisposición por aceptar al Estado Totalitario italiano toda protección y el respeto que había mostrado hacia el Estado Vaticano y la institución del papa, incluso en los momentos más álgidos de la Segunda Guerra Mundial cuando la Santa Sede había acogido a algunos fugitivos y perseguidos del régimen. Pero había más puntos de coincidencia con el fascismo. Desde el siglo XIX, León XIII había promulgado la encíclica Rerum Novarum, quizás, una de las más importantes de las que hayan sido publicadas por cuanto allí se establecía una respuesta, al mismo tiempo retórica y pragmática al socialismo. En ella se postulaban los primeros pasos para el corporativismo como una forma alternativa de aglutinar a los obreros y a los trabajadores.

La Encíclica Rerum Novarum señalaba la restauración del orden social según las leyes evangélicas. La encíclica le hizo ganar a León XIII el título de Papa de los obreros al perseguir los derechos y los deberes del capital y del trabajo. Pio XII, durante la consolidación del Estado fascista y después de las conversaciones para la firma del acuerdo de Letrán que se extendieron por tres años, promulgó la encíclica Cuadragésimo Anno, conmemorativa de los 40 años de la encíclica de León XIII. La encíclica fue redactada por clérigos italianos y alemanes en un momento en el cual el Papa debía mostrar su proximidad a Mussolini en un esfuerzo por consolidar los acuerdos diplomáticos. Por ello, para Pío XI resultó altamente provechosa la conmemoración de la encíclica Rerum Novarum para ratificar las inclinaciones de la Iglesia católica por el Estado corporativo y las asociaciones profesionales. Desde ese preciso momento, la Iglesia coincidió ideológicamente con las principales premisas corporativas y autoritarias del Duce, siempre y cuando no pusieran en juego su monopolio sobre la fe y la fidelidad de los católicos. Por ello, en 1931, la encíclica Non Abbismo Bisogno atacó el culto pagano hacia el Estado fascista, la encíclica Mit Brennender Sorge, en 1937, denunció los abusos del nazismo, y Divini Redemptoris, del mismo año, condenó el comunismo ateo que destruía el orden social y la dignidad del ser humano. En este constante acercamiento y alejamiento al fascismo se movió la Santa Sede durante casi dos décadas (Ruiz Vasquez, 2004).

El Corporativismo en la Iglesia colombiana.

El fascismo italiano y el nazismo alemán no representaban necesariamente los modelos ideales a seguir por una Iglesia de derecha, entre otras cosas, porque eran considerados por algunos sectores del clero como regímenes materialistas y anticatólicos. No obstante, ciertas condiciones ideológicas, entre la Iglesia Y el fascismo, expresadas en las encíclicas papales sobre el orden social anticomunista y corporativo, le abrieron espacio a variadas simpatías por estos regímenes totalitarios.

El sacerdote Félix Restrepo, por largos años rector de la Universidad Javeriana fue el principal baluarte de las ideas corporativistas en el país. Aunque Restrepo tenía marcada influencia del corporativismo de Mussolini, el sacerdote colombiano recogió la idea decantada de Sardiña y utilizada por el régimen Salazarista en Portugal. El nacionalismo lusitano perseguía el retorno de la sociedad portuguesa a las condiciones naturales de su formación y su desarrollo. Estas condiciones estaban dadas por la familia, el Municipio, la Corporación, la Provincia y el Estado (Ruiz Vasquez, 2004).

El Salazarismo era muy conveniente para la Iglesia en la medida en que uno de sus pilares fundamentales era el cristianismo. Es preciso ir más allá y realizar por la proyección del genio de cada patria una conciencia mayor, un ideal superior de civilización el de la civilización cristiana que ha formado el mundo y que lo esperamos con confianza, lo salvara aun, afirmaba Restrepo. En el fondo, Félix Restrepo buscaba una respuesta social a toda la ola de reivindicaciones laborales que se venía gestando en Colombia por medio de huelgas y movilizaciones de trabajadores. De esta manera, seguía fielmente las encíclicas papales que buscaban una respuesta similar para los obreros del mundo entero y así frenar los ímpetus comunistas. Si bien Restrepo seguía las directrices de la Santa Sede en cuanto a una tranquila convivencia de las clases sociales; su postura se nutrió de las ideas de Mussolini sobre Senados corporativos que representaban la expresión de las políticas de la Iglesia llevadas a la práctica. El sacerdote jesuita exponía así sus ideas, citado por Ruiz Vasquez (2004) Cámara corporativa o senado corporativo es la más alta expresión del Estado que lleva el mismo nombre. En ella el pueblo todo se siente representado, según sus diversos oficios, para que las cuestiones se estudien a la luz de la ciencia y la experiencia, con miras al bien común y lejos de toda pasión política. El corporativismo cierra la lucha de clases y establece en su lugar la cooperación de las clases en beneficio de todas. En no pocas ocasiones, el jesuita colombiano se refirió al Salazarismo con admiración y respeto en la Revista Javeriana, órgano institucional de los Jesuitas. En otras ocasiones, no escondió su denodado pro franquismo.

La postura corporativista de Félix Restrepo fue una de las pocas respuestas coherentes que se dieron en el seno de la Iglesia en procura de aglutinar a las masas y oponerse de una manera práctica a los movimientos populares y socialistas. Inveteradamente, el llamado a los feligreses, había sido bastante fructífero desde los púlpitos, pero la efervescencia laboral de la década de los 20 representó un nuevo reto para los sacerdotes de las ciudades y los pueblos. Muchos párrocos acudieron a la tradicional condenación del demonio y el mal esta vez representado por el comunismo ateo. En el fondo esta prédica pastoral podía quedar sin piso si las reivindicaciones laborales eran alimentadas, como en efecto lo fueron, por algún partido político. Los sectores tradicionalistas comenzaron a perder importancia en lo espiritual, el clero sintió que disminuía su prestigio con la secularización del Estado, en lo social sufrió deterioro un patronato rural y urbano, pues los trabajadores del campo y de la ciudad tuvieron vía ancha para organizarse. Por ello la propuesta fascista de corporativismo representaba, a todas luces, un intento apropiado por desligar a las masas de los principales preceptos marxistas de lucha de clases (Ruiz Vasquez, 2004).

La distorsión de la Acción Social Católica.

La corriente corporativa de la iglesia era el evidente rechazo al comunismo que llenaba de pavor los corazones de no pocos conservadores y devotos de la derecha. En 1926, se había fundado el Partido Socialista, y en 1930, paralelo al inicio de los gobiernos liberales, el Partido Comunista comenzaba a desarrollar sus primeras acciones. El "terror rojo" se apoderó de la Iglesia que observaba con espanto el surgimiento acelerado del comunismo toda vez que los partidos de izquierda apoyaban las reformas constitucionales de López Pumarejo como la redistribución de las tierras y la consagración institucional de prerrogativas y derechos laborales a los trabajadores, en un afán por consolidar la tesis del Estado Benefactor que estaba haciendo carrera en Estados Unidos. Entre 1931 y 1937, las asociaciones gremiales pasaron de 16 a 159.

La Acción Católica.

La llamada Acción Social Católica fue otra respuesta alternativa que propuso la Iglesia colombiana para combatir a la izquierda en el terreno de la movilización de masas. El arzobispo coadjutor de Bogotá, Juan Manuel González Arbeláez, fue el principal artífice de la nueva política que desplegó una inusitada campaña por hacerse al favor de la población. Para ello se utilizaron diversas publicaciones con un tiraje total de ciento veinte mil ejemplares (44 semanarios, 60 revistas mensuales y 13 quincenales). Se repartieron radios entre los campesinos, tal como lo había hecho el Ministerio de Propaganda nazi en Alemania. La «Voz de Colombia» y más tarde la Radio Sutatenza fueron los medios de difusión de las principales ideas de la Acción Católica. La Iglesia era propietaria de 150 salas de cine y un número indeterminado de bibliotecas donde sólo se podía leer la literatura autorizada por el Papa. Al mismo tiempo, se buscaba congregar a la población en sindicatos de obreros, asociaciones femeninas, juventudes católicas (los Yocistas) y grupos de devoción. En 1938, la Acción de González, había asegurado la adhesión de cien mil simpatizantes. En distintas ocasiones el liberalismo criticó abiertamente la Acción Católica catalogándola de movimiento militar y a los Yocistas se les culpó de haber recibido un entrenamiento paramilitar (Ruiz Vasquez, 2004). La Acción Social Católica no desvirtuó las acusaciones y los rumores que circulaban especialmente en Cundinamarca por el contrario, reforzó lo dicho con una actitud beligerante al señalar que la Acción era un ejército listo para la batalla. La actividad de la Acción Católica durante los 30 y su renovación al finalizar el segundo mandato Alfonso López Pumarejo, selló en las páginas de la historia, el carácter contrarrevolucionario y desestabilizador del movimiento. La actividad de González Arbeláez y Félix Restrepo seguía de cerca los preceptos señalados por el Vaticano desde el siglo XIX. Sin embargo, dado que sus actividades fueron desarrolladas durante el apogeo del fascismo europeo, la coincidencia ideológica no tardó en establecerse. La expresión de varios elementos que se habían puesto en juego en Alemania e Italia se utilizó en el seno de la Iglesia colombiana:

1- El anticomunismo exacerbado.

2- La movilización de las masas con preceptos conservaduristas.

3- La utilización masiva e innovadora de los medios de comunicación (en especial la radiodifusión que para la época era un medio novedoso de propaganda y publicidad).

4- La corporativizacion de la sociedad por medio de gremios y asociaciones.

5- La militarización de los cuadros más importantes de la Acción.

El Papa Pío XI señaló para todas las Acciones Católicas de América Latina, la conveniencia y el imperativo de ejercer influencia cuando los intereses católicos fueran lesionados, dirigiendo y buscando la manera de no dejarse aprovechar por interés privados o de partidos. Lo que concebía Pio XI como colaboración laica a la misión apostólica no tuvo razón de ser en Colombia donde la Acción Social Católica se convirtió en un aparato contestatario del partido liberal y sus representantes se inscribieron fervientemente en el partido conservador.

Según Fernán Gonzales (1986) no hubo un esfuerzo por formar líder laicos que pudieran ser autónomos en la vida social y política sin enajenarse al liberalismo y al comunismo, creando una especie de terreno propio de la Iglesia que evitara la contaminación y la confrontación con otras ideologías.

El énfasis dado a la lucha anticomunista por encima de una respuesta católica a los problemas de los obreros tal como lo instituía el Papa, no impidió que la Acción Católica Colombiana tuviera dimensiones sociales y desarrollara una verdadera política sectorial (Ruiz Vasquez, 2004).

La radicalización y la violencia latente que expresó la Acción Católica en nuestro país, además de su alianza con el Partido Conservador, le imprimieron un carácter atípico con respecto a los demás casos latinoamericanos. La actitud amenazante de la Acción Católica y la línea corporativista en el seno de la iglesia estuvo reforzada por otras dos vertientes ideológicas: la tradicional y la franquista.

Las tres corrientes ideológicas de la Iglesia colombiana y sus enfrentamientos.

En la Iglesia colombiana comenzaron a dibujarse, en la década de los 30 tres líneas ideológicas todas ellas enmarcadas dentro de la derecha y el conservatismo.

La primera, como ya se vio, siguió fielmente los postulados ínsitos a las encíclicas papales, especialmente en lo relacionado al corporativismo y a una acción social católica.

La segunda línea ideológica, tradicional por naturaleza, seguía fielmente la postura antiliberal del siglo XIX que habían adoptado las comunidades religiosas como respuesta a las políticas anticlericales de los presidentes liberales, especialmente, durante los gobiernos de Mosquera en el cual se habían expulsado a los Jesuitas y desafiado el fuero sacerdotal y en el mandato de José Hilarlo López con la expulsión del arzobispo de Bogotá. La Iglesia sólo encontró protección en el régimen conservador que se inició con Rafael Núñez y se prolongó por más de 30 años (Gonzalez, 1986). La alianza Iglesia-conservatismo se afianzó en la Constitución de 1886 donde se estipularon todas las prerrogativas para el catolicismo apostólico y romano como religión oficial. Un año más tarde, el Estado firmo con el Papa el Concordato para afianzar el poder de la Iglesia como baluarte insustituible de la sociedad. El partido conservador, una minoría política, buscó entronizar a la Iglesia con el fin de recibir su apoyo por cuanto esta institución aglutinaba a la casi totalidad de la población en torno a los preceptos cristianos (Gonzalez, 1986). De esta manera, el Estado quedó sujeto a las jerarquías eclesiásticas al tiempo que se preservaba el poder ideológico y político de la Iglesia sobre los colombianos, protegiendo la educación confesional y manteniendo la injerencia sobre los nacimientos, los matrimonios y las defunciones. El matrimonio entre el partido conservador y la Iglesia, le reportaba al primero el sustento de masas que no poseía y al segundo le significaba la protección a sus jugosas prerrogativas. Con el tiempo, el poder de la Iglesia llegó a ser tan decisorio en la vida política del país, que los candidatos presidenciales no eran escogidos en las urnas sino señalados por la alta cúpula clerical. El acto electoral se convirtió así, durante la hegemonía conservadora, en una simple refrendación de los designios de la Iglesia. Esta tenía dominio directo sobre la vida social y las relaciones políticas. Por último, la tercera línea ideológica se caracterizó por defender el franquismo y tomar partido por los Nacionalistas durante la Guerra Civil Española (Gonzalez, 1986). Esta tendencia tomó fuerza en la década de los 30 y siguió fiel a su conducta incluso después de la victoria del Generalísimo Franco, en los años 40. Tal postura no fue ni mucho menos gratuita, sino que obedeció a la influencia directa de los hechos de la guerra española sobre los presbíteros colombianos. El clero asumió como suyo el papel beligerante en contra de los republicanos, que en repetidas ocasiones habían llevado a cabo políticas de laicización de la sociedad, especialmente durante el gobierno de Azaña. La leyes de 1932 abrogaron la instrucción religiosa en España y disolvieron las órdenes religiosas que representaban peligro para el Estado. La Compañía de Jesús fue liquidada y sus propiedades confiscadas. Los Jesuitas eran para el gobierno de la República una congregación poco deseable y sí muy peligrosa por su influencia en la educación y su poder económico. Los Jesuitas decidieron exilarse de manera voluntaria, pero la salida de los sacerdotes de la Compañía de Jesús se señaló en el mundo entero como la «expulsión» de la Congregación del territorio español.

En Colombia, donde los Jesuitas también habían sido considerados como un peligro inminente para la estabilidad de los gobiernos liberales del siglo XIX, la relación con lo que sucedía en España no fue difícil de establecer. Así como la República española en cabeza de Azaña «perseguía» al clero violando el Concordato y fomentando la intolerancia religiosa en Colombia, la legislación laica del gobierno de Alfonso López Pumarejo se percibió como una intromisión indebida en las potestades propias de la Iglesia. La separación natural entre el Estado y la Iglesia, es llevada a cabo por los gobiernos liberales en España y Colombia, ponía en entredicho el poder atávico de los religiosos. En esa medida, la Iglesia hacía una analogía a la vez simple y directa entre la República española y los gobiernos liberales, por un lado, y los nacionalistas y los conservadores, por el otro. Esta idea predominante, cobró más fuerza cuando diferentes religiosos españoles buscaron refugio en América Latina y expusieron a diestra y siniestra la persecución de que eran objeto en su tierra (De Roux, 1981).

Al estallar la Guerra Civil Española, la tendencia dominante en el seno de la Iglesia colombiana se hizo aún más beligerante como respuesta a las innumerables informaciones provenientes de la península ibérica que ponían de manifiesto las ejecuciones de sacerdotes y la persecución indiscriminada. Si bien es cierto que los clérigos que murieron durante la guerra representaban un número considerable, no es menos verdadero que las noticias se maximizaron para dar una imagen más patética de lo que en verdad sucedía. Durante varias décadas los estudios más cezudos sobre la Guerra Civil tuvieron una enorme dificultad para establecer el número total de víctimas basándose en aproximaciones que podían oscilar del millón a los trescientos mil muertos. Hoy por hoy, difícilmente se puede contar con una cifra confiable aunque el estimativo más aceptado establece que el número total de víctimas fue de aproximadamente 600.000 (De Roux, 1981).

Presumiblemente, los religiosos colombianos debieron recibir informaciones alarmantes sobre la suerte de sus homónimos españoles ya que en la época, y muchos años después, fue prácticamente imposible establecer, a ciencia cierta, la veracidad de tales noticias. Las cifras de muertes de clérigos fueron o bien infladas o bien desestimadas según la conveniencia del grupo que las utilizaba. No obstante, hoy en día se sabe que los Republicanos ajusticiaron a 6.800 de 30.000 religiosos que vivían en España. Del clero regular el 23% desapareció. Del clero secular el 13% fue asesinado. Los comités revolucionarios del Frente Nacional apuntaron sus juicios contra los curas de los pueblos y los falangistas en las ciudades porque en ambos casos estas figuras representaban la imagen vívida de los nacionalistas «indeseables».

De la orden Hospitalaria, por ejemplo, fueron fusilados a manos de los Republicanos cerca de 90 sacerdotes (Gonzalez, 1986). Siete de ellos eran padres colombianos (antioqueños y caldenses). Todas estas circunstancias naturalmente, plantearon una relación estrecha entre los presbíteros españoles y los colombianos, no tan sólo por una identificación ideológica sino también por una participación directa en la guerra. Al coro se unieron las jerarquías y el clero colombiano que hicieron de la causa de Franco una cruzada de salvación. En la Revista Javeriana, el Padre Félix Restrepo daba cifras de 160 Iglesias incendiadas y 251 asaltadas y saqueadas (Ruiz Vasquez, 2004). El Episcopado Colombiano envió mensajes de aliento y apoyo al clero español. Con el triunfo de Franco, la iglesia se convirtió, para el nuevo régimen, en uno de los aparatos ideológicos primordiales. El trípode sobre el cual se sostenía el Franquismo estaba conformado por la Falange, los sindicatos institucionales y la Iglesia. Desde ese preciso momento esta última recibió todas las garantías y libertades amparada por el Estado autoritario. Con esta nueva dinámica vinieron a Colombia, entre 1945 y 1952, varias misiones españolas, especialmente de Franciscanos, que llevaron a cabo una «evangelización» al norte del departamento del Valle del Cauca y al occidente del departamento del Tolima, en los momentos más álgidos de la violencia (De Roux, 1981). La prédica religiosa se realizó en zonas en donde se llevaron a cabo las peores masacres como en Ceilán y Betania (municipio de Bugalagrande) y se basaba en una diatriba contra los liberales y una oda ditirámbica en honor Franco. Entre los campesinos liberales existía la convicción de que aquellos padres españoles colaboraban en la organización de la represión estatal conservadora sirviendo de enlace con los directorios del partido en cada municipio, repartiendo armas entre los conservadores. Que la Iglesia colombiana poseyera armas no era de extrañarse para aquella época por los antecedentes acaecidos con la Acción Social Católica. De igual manera durante el gobierno de Pedro Nel Ospina el Ministro de Gobierno afirmó que una congregación tenía a su haber más de 200 rifles. Mucho más tarde, el 9 de abril de 1948, en el Bogotazo, la muchedumbre que pretendía llegar al palacio presidencial para vengar el asesinato del caudillo liberal Jorge Eliecer Gaitán fue recibida a bala: desde el campanario de la Catedral Primada en la plaza de Bolívar en un esfuerzo por mantener el orden (Ruiz Vasquez, 2004).

Anticlericalismo y secularismo: la Iglesia y los gobiernos liberales.

Las líneas corporativistas y franquistas de la Iglesia surgieron además durante la década de los 30, como una respuesta a la llegada y consolidación del liberalismo en el poder al que se le atribuía el anticlericalismo recalcitrante y un desusado empeño por desplazar a la Iglesia. Desde sus inicios, los gobiernos liberales de Enrique Olaya Herrera (1930-1934) y Alfonso López Pumarejo (1934-1938) buscaron mantener unas sanas relaciones de equilibrio con la Iglesia y así legitimar los nuevos regímenes después de la larga hegemonía conservadora. De hecho, tanto Olaya como López lograron un peculiar apoyo a la Iglesia al evitar tocar las prerrogativas eclesiásticas con el ánimo de mostrar que los presbíteros podían continuar libremente, sin temor alguno, actividades durante los gobiernos liberales. No obstante, al corto tiempo, una fuerte ola anticlerical se contrapuso al sector más reaccionario de la Iglesia que señalaba a los liberales como ateos, herejes y comunistas.

El matrimonio de conveniencia, entre los Estados liberales y la Iglesia no se extendió por mucho tiempo y la separación sobrevino debido a diferentes factores (De Roux, 1981).

En primer término, Laureano Gómez, una de las cabezas más visibles del partido conservador, buscó revitalizar su colectividad alinderando la Iglesia a su lado con la táctica que le fue propia por muchos años; es decir, señalando enemigos y peligros para crear temor entre sus posibles aliados y asegurar así la ferviente fidelidad de esos grupos. El periódico El Siglo mostró, desde sus páginas en agosto de 1936, el atroz asesinato de los religiosos colombianos en España en un intento por asociar el problema político y el problema religioso. En segundo término, González fue nombrado coadjutor y posible sucesor del arzobispo Primado Perdomo, lo cual radicalizó parte de la Iglesia, al plantearse la formación de la Acción Social Católica con todas sus estrategias fascistoides, militares y violentas (Ruiz Vasquez, 2004).

Si esto sucedía entre los conservadores, los liberales especialmente los jefes regionales no desaprovecharon el advenimiento de los jefes de su partido para soslayar en los pueblos y pequeñas localidades, la actividad de la parroquia y lo curas. Por ello no faltó el hostigamiento y el enfrentamiento directo con el sacerdote de la región en una pugna por consolidar el poder político local. Las relaciones entre el Estado Liberal y la Iglesia comenzaron a deteriorarse a raíz de que el Congreso hiciera una denuncia por evasión de impuestos por parte de la Comunidad Jesuítica. Los debates en las Cámaras fueron enconados y varios representantes liberales llegaron a calificar a los Jesuitas de ladrones. Otro punto de enfrentamiento tuvo que ver con la preponderancia que quería asumir el Estado Liberal en lo que tocó, a disgusto de los clérigos, instituciones de reconocida estirpe confesional como el Colegio del Rosario y el Colegio de San Bartolomé. De hecho, la cúpula eclesiástica había reforzado su dominio sobre la educación superior desde los inicios mismos de los gobiernos liberales con la fundación de la Universidad Javeriana en Bogotá en 1930, y la Universidad Bolivariana en Medellín en 1934. Los conflictos fueron tensados al máximo con la propuesta gubernamental para la Reforma Constitucional de 1936 en donde se suprimía el nombre de Dios como fuente suprema de toda autoridad tal como había sido consagrado desde 1886 en el preámbulo de la Constitución. Igualmente, se buscó instaurar el divorcio y el matrimonio civil para escindir el poder del Estado y la sociedad, de las potestades de la Iglesia. La Constitución postulaba igualmente, la libertad de enseñanza pero con arreglo, vigilancia e inspección del poder civil del gobierno.

En 1935, se llevó a cabo el Congreso Eucarístico de Medellín que estuvo caracterizado por la radicalización de las posiciones en el seno dela Iglesia y en el partido liberal. El Congreso movilizó a cientos de miles de feligreses y reunió a importantes prelados de América Latina, en momentos en que las Cámaras legislativas discutían la conveniencia de reformar el Concordato con la Santa Sede. El Concejo de Bogotá, de mayoría liberal, manifestó, en una proposición, su pública aceptación del Congreso Eucarístico, siempre y cuando la Curia colombiana estuviese dispuesta a considerar la reforma del Concordato, la educación laica, la separación Estado-Iglesia y la prohibición de las misiones evangelizadoras (Gonzalez, 1986).

Lo anterior creó el clima propicio para que Monseñor González Arbeláez, el representante del ala más radical de la Iglesia, llegara a Medellín portando la Custodia del Santísimo y reuniera al sínodo en contra de los liberales y del Estado Reformador. González reprochó al Concejo de Bogotá y señaló que no cedería ante los masones, ateos, comunistas y herejes concitando a los feligreses con estas palabras, al clausurar el Congreso: «Oigan Mueran los curas», « López sí, curas no», «Abajo Monseñor González y la Acción Católica» (Gonzalez, 1986).

El anticlericalismo afianzó la supremacía de Monseñor González, en el seno de la Iglesia que, aliado políticamente con Laureano Gómez, utilizó la Acción Católica como un instrumento violento de respuesta militar a la vertiente anticlerical. Aunque muchas de las acusaciones contra González y la Acción Católica provenían del liberalismo, el lenguaje exacerbado del presbítero era un claro llamado a la violencia en donde se ordenaba a los católicos a «derramar hasta la última gota de sangre» en defensa de los postulados de la Iglesia. A pesar de la fuerza inusitada que cobró la Acción Social Católica, nunca llegó a representar un peligro inminente para el gobierno de López, entre otras cosas, porque la Iglesia al igual que el conservatismo se hallaba dividida y las luchas intestinas minimizaban cualquier intento por radicalizarla. A este respecto, vale la pena anotar que la división en la Iglesia obedecía a una postura de conveniencia utilizada en aras de conseguir el poder de la institución. Así hubiese una coincidencia de ideas o programas entre dos importantes clérigo, estos terminaban enfrentados si ello favorecía su predisposición por acceder al poder. Esta falta de cohesión interna fue la que impidió que las posturas de extrema derecha tuvieran mayor arraigo no sólo en la Iglesia sino en otras instancias de la vida colombiana.

El anticlericalismo, las encíclicas Papales, el advenimiento de Franco y la organización comunista, le abrieron las puertas al sector más radical representado en Monseñor González Perdomo, la cabeza más prominente de la jerarquía eclesiástica, se vio relegado a un segundo lugar frente al carisma de González quien gozaba del apoyo de Laureano Gómez. En vista de los insistentes rumores sobre un levantamiento militar auspiciado por la Acción Católica y Gómez, en el departamento del Cauca, el gobierno, por intermedio de su ministro Alberto Lleras, presionó ante el Vaticano el traslado de González Arbeláez a una Diócesis menos importante (Gonzalez, 1986).

No obstante, la Acción Católica no cedió en sus intentos por aglutinar a los obreros independientes y asalariados rurales a pesar de la caída en desgracia de su jefe. Especialmente, el Yocismo, se reorganizó y enfiló nuevamente baterías gracias a la creación en 1936 del Comité Ejecutivo Nacional (CEN) que tenía por misión coordinar las actividades de la Acción en el nivel nacional. En diciembre de 1936, los Yocistas organizaron en el Espinal, Tolima, una reunión nacional. En ella, se señaló la necesidad de luchar contra el comunismo que carcomía al liberalismo y a los sindicatos. El encuentro estuvo marcado por los grandes desfiles de corte militar con la utilización de uniformes y banderas y los actos masivos de congregación de camisas blancas. Al respecto el periódico liberal El Tolima apuntó, citado por Ruiz Vasquez (2004) en diciembre de 1936: Mientras el liberalismo se distrae en cuestiones bizantinas, la Acción Católica organiza huestes de camisas negras y se prepara para crearle problemas sociales al gobierno. Las organizaciones yocistas y los sindicatos de la clerecía corresponden a disposiciones dadas por un enemigo tan terrible como el comunismo y tan extraño y peligroso como el fascismo.

en los primeros años 1935-1936 (los Yocistas) se declaraban partidarios del corporativismo y elogiaban al fascismo italiano y al nazismo alemán por oponerse al comunismo.

No obstante, en 1937, los Yoscistas, a raíz de las encíclicas papales, renegaron del fascismo calificándolo como un producto del paganismo y afirmaron que la repuesta al comunismo no estaba ni en el fascismo ni en las dictaduras de derecha. La moderación del Yocismo traería un quiebre inevitable con la Acción Católica dirigida por Monseñor González aliada a la extrema derecha conservadora. Los choques entre ambas tendencias mostrarían las fisuras internas que irremediablemente atacaron la estructura eclesiástica restándole fuerza a los planteamientos fascistas. Si los Yocistas se convirtieron en demócratas cristianos la Acción Social Católica siguió fiel a sus premisas franquistas y fascistas (Gonzalez, 1986).

Para finales de la década del 30, tres facciones propugnaban por sus intereses al interior de la Iglesia:

La facción de Perdomo, los partidarios de Gonzalez y los Yocistas.

Los dos primeros grupos estaban fuertemente enfrentados en la pugna por el poder de la alta cúpula eclesiástica, a pesar de los esfuerzos de los gobiernos liberales por desplazar a Monseñor González de la vida política del país. La facción de González giró con más fuerza hacia el falangismo y el fascismo durante la Segunda Guerra Mundial. El clero falangista formó una red semi subterránea fuertemente representada en las comunidades monásticas rurales, donde se habían refugiado algunos españoles durante las guerras Carlistas y el Frente Popular. El clero falangista atacaba en privado a sus colegas moderados, alegando que estaban arrinconando al régimen liberal con un catolicismo errático (De Roux, 1981).

Durante la Segunda Guerra Mundial, los servicios de inteligencia británico se dieron a la acuciosa tarea de investigar cualquier actividad proclive al Eje en los países del hemisferio. El FBI de Estados Unidos y el Servicio de Inteligencia Británico realizaron labores de contraespionaje para determinar, en los países latinoamericanos, los nacionales y extranjeros que simpatizaban con las ideas nazis. El Servicio de Inteligencia Británico investigó las actividades de Monseñor González y estableció que el prelado se había envuelto en las actividades de la llamada Acción Combinada de la Hispanidad, un grupo político clandestino de tendencia fascista. La Acción Combinada, por intermedio de González, consiguió armas del gobierno argentino -ametralladoras- que luego fueron repartidas entre sus socios por medio de suscripciones parecidas a las que se hacían en las revistas. Para la fecha, 1944, el gobierno de López asistía al creciente rumor de que la extrema derecha buscaba derrocarlo. Por su lado, Monseñor Perdomo se mostró enemigo del fascismo y propuso la amplia lectura del escrito « ¿Pueden el nazismo y la cristiandad coexistir?», difundida profusamente por la embajada británica (Ruiz Vasquez, 2004).

Cuando el primero de marzo de 1945, se hallaron los explosivos en la Catedral de Bogotá, Perdomo afirmó que reprobaba todo movimiento subversivo contra las autoridades constituidas. De hecho, el Primado hacía referencia en primer término a su autoridad dentro de la jerarquía de la Iglesia que habían puesto en duda los sectores más radicales inspirados por el fascismo (Ruiz Vasquez, 2004).

La escisión en la Iglesia fue fruto indiscutible de la lucha por el poder; lo que se tradujo, incluso, en un ataque violento y directo del ala más radical. Sin embargo, el ajuste de cuentas, virulento y a veces pueril, no buscaba tan solo dirimir las diferencias entra las facciones de la elite, sino también expresaba la diferencia planteada en el binomio campo-ciudad. En efecto, los «Perdomistas» prevalecieron en los grandes centros urbanos, mientras que los «Gonzaliztas» intentaron influir en el sector rural. En el fondo, el ala clerical más recalcitrante reflejaba el temor que existía de tiempo atrás por la creciente urbanización que le significaba a la Iglesia la pérdida de poder e influencia en las curias de las pequeñas poblaciones. El universo restringido de la parroquia en el campo le permitía al clero una intromisión directa en la vida de los pobladores. Pero esta influencia se veía menoscabada en las grandes ciudades donde era más difícil establecer relaciones interpersonales y así estrechar los vínculos de adscripción a la Iglesia. Una primera reacción del clero, ante la migración campesina y la modernización del sector rural, la evidenció el tristemente célebre Miguel Ángel Builes, arzobispo de Santa Rosa de Osos. El prelado señaló, en 1929, la inconveniente injerencia del Estado en obras de infraestructura que irremediablemente descomponía al campesinado. De igual manera, las pastorales del padre se quejaban del peligro en que se encontraba la fe cristiana ante los avances de la modernización y el desarrollo. Existía el gran temor de que el campesino, tradicionalmente conservadurista, tomara posiciones opuestas a las instituciones establecidas con la entrada del capitalismo y las estructuras del mercado libre en el campo (De Roux, 1981).

El ala más radical de la Iglesia, que conducía la Acción Católica, le otorgó grande importancia a la sindicalización campesina. En 1937, los sindicatos campesinos católicos comenzaron a proliferar en Cundinamarca. El gobernador del departamento, ante el giro de los acontecimientos, envió una misiva a Monseñor Perdomo donde criticaba el adoctrinamiento que se les impartía a aquellos campesinos. En estos días se ha venido creando una grave y peligrosa situación en algunos municipios que tiene por causa principal la formación de lo que se llama Sindicatos Católicos, organizados y dirigidos por los señores curas párrocos, sindicatos a los que se les han dado una organización casi militar. Tales sindicatos cuentan con un escalafón de oficiales de Cristo, donde hay una jerarquía a semejanza de la que existe en el ramo militar. (Gonzalez, 1986).

El arzobispo González en sus informes a la Santa Sede en 1938, sobre las actividades de la Acción Católica, se complacía en señalar que los campesinos eran movilizados a través de «manifestaciones masivas de fe religiosa», con desfiles, estandartes y banderas en donde se ponían en juego los mecanismos sociológicos por encima de la religiosidad (Gonzalez, 1986).

Posteriormente, en 1945, la Acción Católica sería conducida muy eficientemente por la Comunidad Jesuítica que habría de conformar la Unión de Trabajadores Colombianos (UTC) en un intento por mediar en los conflictos laborales en las empresas privadas. El sindicalismo católico surgió como una expresión anticomunista para ser la competencia de la Central de Trabajadores Colombianos (CTC) manipulada por el liberalismo.

La Iglesia y la Violencia.

Gonzalez (1986) plantea que la línea de González prevaleció en campos y veredas durante la Violencia entre los años de 1949 Y 1953. Hoy por hoy, es difícil señalar en qué medida influyó la Acción Social Católica, el clericalismo a ultranza, los sindicatos campesinos, el franquismo y la condenación de los liberales, en aquella Violencia que se agudizó a partir del 9 de abril de 1948 con la muerte del caudillo liberal Jorge Eliecer Gaitán. A raíz de los sucesos del Bogotazo, importantes prelados señalaron al comunismo y al liberalismo como los directos responsables de los disturbios. Entre otros, monseñor Crisanto Luque (Obispo de Tunja), monseñor Gerardo Martínez (Obispo de Garzón Y Monseñor Builes (Obispo de Santa Rosa de Osos) hicieron estos señalamientos en sus pastorales. Los preceptos cristianos fueron utilizados como un simple pretexto para arrogarle un carácter grupista a una lucha que, en el fondo, era una redistribución violenta de la riqueza y de la tierra. Es probable, también, que la prédica pastoral beligerante calara hondamente en los sectores conservadores, exaltando los ánimos. La religión les dio a los asesinos de la violencia toda una simbología alrededor de la cual realizaban sus fechorías o cometían las masacres. Los victimarios, organizados en cuadrillas generalmente, iniciaban el asesinato colectivo con lemas como «Que vivan San Juan y San Pedro», «Viva Cristo Rey», «Ateos mal nacidos». La jerga utilizada estaba acompañada por la posesión dé símbolos, fetiches del catolicismo. Los cuadrilleros llevaban en sus bolsillos estampas de la Virgen del Carmen y del Cristo Milagroso de Buga o escapularios y medallas al cuello (Gonzalez, 1986).

Las masacres, amparadas por el supuesto de una «Santa Cruzada», escondían un afán del campesino por ascender en la escala social ante el bloqueo que representaba la estructura agraria retardataria y hacendataria. En otras ocasiones, la violencia respondía a una pugna por el poder local de las regiones y municipios. El resultado evidente de las fisuras sociales y las necesidades económicas más apremiantes de la sociedad se manifestaron y buscaron una salida en la violencia. Las cosechas y el ganado eran robados y las tierras eran compradas a precios irrisorios debido a las amenazas y el terror. El grueso de la población era carne de cañón en este conflicto atizado desde los púlpitos con sermones que señalaban, por ejemplo, que matar liberales no era pecado. De esta manera, el asesino recibía indulgencias de la Iglesia que sobre el papel era el conductor de los sanos preceptos de la moralidad de la fe católica (De Roux, 1981).

Para las elecciones de 1949, el clero se movilizo en los campos haciendo un llamado a la votación conservadora por medio del sentimiento católico. Laureano Gómez pescó en el río revuelto del enfrentamiento entre el clero metropolitano y el clero rural. Una vez más, como en la década de los 30, la Iglesia se convertía en el aparato ideológico del partido conservador. Indudablemente, la Iglesia colombiana contaba con una estructura propagandística incomparable para movilizar a los campesinos. Desde las 150 salas de cine propiedad de la Iglesia, hasta las publicaciones, pasando por la radio y la predica desde los púlpitos constituían, en su conjunto, un sistema publicitario fuerte y acabado. Sumado a lo anterior el apostolado llevado a cabo en Colombia había apuntado hacia la corporativizacion de la sociedad con organizaciones de derecha como los sindicatos de campesinos y de obreros, las asociaciones de trabajadores y los movimientos de juventud, todos guiados por la premisa de la igualdad de clases antes que su lucha. Dicho adoctrinamiento era altamente conveniente para un gobierno de extrema derecha que no quería ver expresiones contestatarias y sí un fuerte apoyo popular (Ruiz Vasquez, 2004).

Laureano Gómez lo comprendió así y supo sacar ventaja de la muerte de Perdomo, en 1950, con el consiguiente debilitamiento del ala moderada de la Iglesia. Con el fallecimiento del Primado no sólo se radicalizó la Iglesia sino que se le abrieron las puertas al clero rural para imponerse sobre el clero metropolitano. De esta manera, los sectores más retardatarios de la Iglesia que tenían su asiento en el campo, pudieron moverse libremente para ejercer un proselitismo político virulento dirigido a atizar los ánimos en contra de los pobladores liberales (Ruiz Vasquez, 2004). No obstante, los ataques constantes y la diatriba exagerada pusieron al clero en el incómodo papel de instrumento de la «dictadura civil». Lo que en un principio fue la principal arma de la Iglesia –el poder de movilización- se convirtió, a la larga, en su principal defecto restándole credibilidad y legitimidad en amplios sectores de la sociedad, especialmente entre los campesinos liberales y los comerciantes de las pequeñas ciudades. A partir de ese momento la Iglesia no pudo constituirse en un instrumento de conciliación y mediación en el seno de la sociedad colombiana (Ruiz Vasquez, 2004).

En el próximo texto vamos a intentar una sociología del fascismo en Colombia y su prolongación con el uribismo y sus ejércitos narco paramilitares, responsables de la masacre y el desplazamiento de millones (ocho) de campesinos colombianos despojados de sus bienes y tierras por las hordas asesinas de la autodefensa organizada por Uribe Vélez a partir de las Convivir, aparatos paramilitares legalizados por el narco gobierno de Samper Pizano en el año del 1997 como una concesión de Samper a la ultraderecha uribista a raíz del proceso 8000 que destapo la financiación del narco a su campaña electoral y a su gobierno.

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Horacio Duque

Politólogo e historiador.

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