Navidad laica, revolucionaria

Los espacios sociales son el verdadero patrimonio de la especie. ¿De dónde saco esto? Pronto lo sabrán.

Entre nos, tenemos un problemita que resolver (los revolucionarios...) y estas "fiestas" no podrían ser más oportunas para —al menos— hablar de ello.

Sólo les ruego me tengan paciencia, y me sigan en el siguiente razonamiento:

Lo que ha de ser de todos (y que podemos legítimamente llamar «propiedad social») no puede estar hecho de otra cosa que de lo «común» (lo compartido, "consensuado"). Si algo, por ejemplo la religión (o el gusto por ella) no es cosa compartida por todos, ésta no puede entonces formar parte de esa propiedad común, o social. Lo que es de todos precisa, para realmente poder serlo, estar formado sólo por lo que TODOS "consensuan". Si esta propiedad común no respeta este principio, ya no es, simplemente, «común», ni «social».

Ahora bien, los seres humanos no somos un asunto “acabado”, es decir, completo: algunas cosas las sabemos, otras no. Sobre todo en lo que respecta a nuestro futuro. Tenemos, por ello mismo, la potencialidad para estar de acuerdo —o no— con cosas acerca de las cuales no tenemos aún noticia, y por eso no todas las materias sobre las cuales podríamos estar de acuerdo —o no— nos son aún conocidas.

Así, tenemos que empezar, antes de pretender cerrar el contrato de nuestro consenso acerca del mundo que queremos, por definir los parámetros de aquello que estaríamos dispuestos a aceptar en tanto que grupo, pueblo, sociedad. Es un ejercicio, después de todo, inevitable a la hora de definir, no el tipo de sociedad que queremos producir, sino que estamos obligados, en tanto revolucionarios, a producir.

Así llegamos, entonces, a la siguiente pregunta:

¿Cómo determinar, pues, aquello que será «común» (de todos) en nuestra «propiedad social»?

Pues bien, no existen 36 formas de determinarlo, en realidad sólo dos: a) se puede establecer que dicha propiedad, dicho patrimonio, admita únicamente elementos racionales, científicos, empíricos, concretos; o b) que admita de todo, es decir, hasta lo improbable, indeterminado, incierto, especulativo, subjetivo, íntimo, personal.

Obviamente, la segunda opción nos presenta un problemita (y de tipo insoluble): si se predetermina que la propiedad común estará constituida, o hecha, de todo, entonces, claro está, aquellos en la sociedad que no consideren como suficiente (para la demostración de «verdad» que se merecen las bases de toda propiedad común) lo subjetivo, lo improbable, lo incierto… pues quedarán excluidos.

Ahora me dirán que, inversamente, si se adopta la opción racionalista, empírica, los excluidos serán entonces los primeros, para quienes cuenta lo subjetivo, lo improbable como elemento a integrar en la propiedad común. Con lo cual siempre habrá exclusion.

No obstante, hay que notar que la propiedad común, compartida, cabalmente socialista, está llamada, para ser justa, para ser tal, a reposar sobre un «principio de verdad». Dicho esto, veamos pues entre ambas opciones cual de ellas cumple con los requisitos, las necesidades, "lo propio" de dicho principio.

La verdad existe, básicamente, en dos formas: la verdad objetiva, concreta, y la verdad subjetiva, intuitiva. Pues bien, tampoco hay 36 soluciones al respecto: a) le adjudicamos a la propiedad común, socialista, la particularidad de estar hecha a partir de elementos que respondan a un principio de verdad objetiva; o b) que respondan a uno de verdad subjetiva.

¿Necesitaremos aquí rogarle al sentido común que nos auxilie, o intervendrá por su cuenta?

Parece obvio que la cuenta está sacada (a menos que queramos pecar de incoherentes). Pues sería aberrante que a lo que está destinado a ser común no correspondiese automáticamente lo concreto, lo demostrable, la verdad objetiva, no la subjetiva de cada quien y que, por ello precisamente, anula lo común mismo. ¡Lo social mismo!

Lo subjetivo, intuitivo, especulativo, indefinido, improbable no es atributo de lo común; es, en cambio —o más bien—, cualidad de lo personal, de lo individual.

Recordarán que habíamos mencionado al principio la religión —todas las religiones—. Y supondrán, espero, que no fue sin intención. He aquí por qué no lo fue: la religion, o lo que es lo mismo, la existencia de uno o muchos dioses, de santos, vírgenes y espectros alados; la existencia de un mundo o de mundos «más allá» del físico; de una dimensión que alberga seres sobrenaturales, divinos, y de todo aquello que normalmente constituye el credo de las religiones, viene a ser, en suma, lo que más propiamente corresponde a lo subjetivo, intuitivo, improbable, no a lo concreto, lo objetivo, demostrable, racional y que, como hemos visto, está vinculado a todo lo que es común, compartido, social.

Las religiones, pues, no son tributarias —y ello muy a pesar de sus habituales discursos de masa— de nada que sea realmente social, común, compartido. No tienen, en verdad, ninguna legitimidad social, ni mucho menos, por tanto, socialista.

El cuadro es más que engañoso, y lo que ocurre con las religiones es básicamente lo siguiente: confunden, con su discurso de masas, la mente para infiltrar lo social. Y lo hacen mediante un catálogo moral cuya substancia tiene, irónicamente, un origen muy legítimamente social y concreto (que ha salido de la evolución de los pueblos), pero el cual toda religión se las arregla para atribuir sistemáticamente a un dios, a un «más allá». Es así, a través de esta usurpación fundamental, como las religiones operan su infiltración en el dominio de lo social y logran establecerse en tanto que fenómenos de masa, o cultura de masas. Luego, en consecuencia, no faltaba más: se adjudican también las más radicales funciones de conducción y liderazgo social.

Los supuestos en que las religiones basan fraudulentamente el discurso moral con que infiltran lo público-social no son supuestos que correspondan al ámbito terrenal, humano; es decir, que correspondan a lo común y demostrable, sino a lo individual, lo personal, intuitivo e improbable, que es ámbito donde se origina la idea —o más bien la especulación— acerca de un «más allá», de un mundo sobrenatural, divino. Es echando mano de máximas que sin escrúpulo alguno adulan al "dichoso que no necesita ojos para ver", y que humillan, tácitamente, al pobre mortal que los necesita a diario para mirar, que queda expuesta la religión cristiana en tanto que todo, menos un puro humanismo. En forma patente, expresa su desprecio por el mundo físico, y más precisamente por nuestro cuerpo, por sus órganos vitales, comunes y esenciales a la vida.

No pierde el cristianismo tiempo en inventar un «más allá» superior a la realidad de aquí abajo. Con propósitos tales como el amor al prójimo, y sobre todo aquel que se refiere al amor del «Padre», logra astutamente definirnos en tanto que familia, esto es, en tanto que masa cuyos intereses son y han de ser comunes. Pero la habilidad del pase consiste en que si bien nos cataloga como hermanos, familia, sociedad, lo hace, no en función de lo que conocemos (lo próximo, lo concreto), sino en función de un dios, es decir, de aquello que no es, para nada, del ámbito de lo común, de lo demostrable, concreto, sino de lo subjetivo, lo supuesto, improbable, indemostrable. De un propicioso «más allá».

Cómo paga eso de otorgarle, a las máximas morales, un origen distinto que el histórico-social, puro y simple. Y no sólo distinto, sino superior, sólo comprensible mediante la fe, jamás la razón. Porque si en algo se han puesto de acuerdo las religiones es en que todo lo superior está por encima de la razón. Ésta sólo sirve, dicen, para «probar» (dando por entendido que todo lo que necesita de pruebas es, por su puesto, relativo a planos inferiores, demostrables).

He aquí, pues, cómo todo está resuelto de ante mano para las religiones. El modus operandi: deshaciéndose de la razón, confinándola a substratos de finitud, de intrascendencia; negándole todo acceso a las altas esferas de la «creación»; afectándola al aspecto mecánico del mundo, a su parte bruta, obrera, servil. Lo divino no podía, claro, mancharse las manos de grasa, ni ser remotamente comprendido por la exigua mente de los mortales, esclava eterna de las únicas herramientas que tenemos a disposición para «pastar» en nuestro finito globo azul.

Las religiones encubren mucho más de lo que suponemos, pero no en forma infalible: terminan por no poder evitar reproducir patrones y posturas que nos resultan amargamente familiares. Por eso necesitan de un modelo basado en jerarquías, y se organizan internamente como lo que son: entidades de exclusión-dominación. Sustituyen el origen histórico de la comprensión humana acerca de un orden social necesario, justo, por un origen divino con el cual las religiones se convierten automáticamente en intermediarias y ministras de todo.

No obstante, los espacios sociales, como dijimos al comienzo, son el patrimonio de la especie humana y deben ser considerados lo único que verdaderamente podría tener un carácter sagrado (que no divino...). Dicho patrimonio social, dicha propiedad común, dicho mundo incuestionablemente concreto, racional y objetivo se encuentra hoy, precisamente, en manos de las religiones, esto es, aquello que para dominarnos le inventa otro dueño a lo nuestro, y que nos aturde y marea con mitos y ritos interminables.

Si la revolución no toma en cuenta esto, ella será a su vez utilizada y puesta al servicio de las religiones, y por consiguiente de la expropiación y dominación que éstas de continuo operan sobre nosotros, los pueblos. Por eso, no puede haber ni habrá revolucionarios coherentes, por muy cuadros que sean (o qué cuadradas las tengan...), hasta tanto la revolución no nazca laica.


xavierpad@gmail.com


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Xavier Padilla


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