El marxismo y el Imperio Español

La distinción de Carlos X. Blanco entre imperios absorbentes e imperios aglutinantes ofrece un punto de partida fértil para releer el caso español desde una perspectiva materialista e histórica que escape tanto a la nostalgia neoimperial como al jacobinismo centralista. Un imperio absorbente tiende a devorar y homogeneizar, subordinando a su centro las periferias hasta disolverlas; el imperio aglutinante, en cambio, arma un mosaico de poderes, fueros y economías que no se funden del todo, pero conviven bajo un marco jurídico-político que coordina sin anular. El imperio español —heterogéneo en lenguas, jurisdicciones, regímenes fiscales y estamentos— fue de tipo aglutinante, y su coherencia dependió de una arquitectura pactista y territorial, más que de la absorción uniforme. La derecha liberal y jacobina, confundiendo imperio con Estado-nación centralista, ha leído ese pasado como un supuesto déficit de "españolismo", cuando en realidad lo que había era una lógica imperial distinta, con sus propias capacidades y límites. Esa confusión hace imposible pensar la materialidad del poder sin caer en el espejismo del centralismo administrativo como substituto de la dominación efectiva, ignorando el carácter telúrico del dispositivo español: su arraigo en la tierra, la primacía de las redes fiscales territoriales y la dependencia de rutas marítimas concebidas, ante todo, como garantías del flujo de mercancías, más que como instrumentos de proyección oceánica agresiva y sostenida.

Precisamente aquí el diagnóstico de Blanco se enlaza con la intuición de Giovanni Arrighi sobre el capitalismo-mundo: si el núcleo inicial del poder financiero europeo se articuló en torno a Génova, su vector no fue un imperio marítimo expansivo al estilo holandés o inglés, sino una capacidad de parasitar imperios territoriales, financiar sus guerras y extraer rentas a través de la deuda y la mediación comercial. La España de los Austrias, patrimonialista y catenaria, supeditada a la plata americana para sostener una política de hegemonía continental, se convirtió en presa ideal para ese dispositivo genovés. El error no se reduce a una moralina sobre el gasto o la codicia; es estructural: concebir los dominios como patrimonio del linaje y no como un sistema productivo interconectado por una marina propia, flexible y mercantil, dejó al imperio telúrico sin la columna naval que le permitiera ordenar el Atlántico con criterios de acumulación capitalista endógena. La plata viajó, la marina protegió —cuando pudo—, pero el aparato financiero quedó afuera. En vez de una simbiosis creativa entre territorio y mar, hubo una dependencia telúrica con salvaguardas marítimas insuficientes y una externalización del nervio financiero hacia centros ajenos que rentabilizaban el riesgo y la guerra desde la costa ligur, primero, y más tarde desde Ámsterdam y Londres.

El tropismo hacia el Sur, heredero de la Reconquista y alimentado por la centralidad simbólica y administrativa de Sevilla —y luego Cádiz— como puerta única al Atlántico, consolidó un proyecto imperial que privilegió el control del flujo y la fiscalización antes que la competencia marítima en el norte. La Casa de Contratación y los monopolios gaditano-sevillanos constituyeron un diseño que reducía la capilaridad comercial y estrangulaba la iniciativa de los puertos cantábricos. Ese diseño pudo ser funcional al cobro de rentas y al control político, pero fue contraproducente para construir una talasocracia. La larga tradición marinera del Cantábrico —Asturias de Oviedo y de Santillana, Vizcaya— con sus corsarios endurecidos, capaces de aterrorizar a los ingleses en episodios de la Guerra de los Cien Años, representaba un capital técnico y humano que no se integró en un proyecto estatal coherente de dominación atlántica. No faltaba bravura ni conocimiento del mar; faltaba una estrategia que hiciera de esos puertos nodos de acumulación y defensa, conectados con un aparato financiero propio y con una libertad comercial suficiente para vigorizar astilleros, seguros, crédito y redes de distribución más ágiles. En su lugar, triunfó la mirada "romanomaníaca" del sur, con su memoria imperial clásica y su arquitectura administrativa, un imaginario que favoreció el control centro-periferia antes que la apertura competitiva y que, al ser abrazado por lecturas neo-falangistas contemporáneas, tiende a estetizar el imperio y a confundir su forma aglutinante con una vocación centralista que ni tenía ni podía tener.

Desde este ángulo, la defensa reactiva de la Hispanidad frente a la Leyenda Negra —como hacen algunos discípulos de Gustavo Bueno— puede ser comprensible, pero se vuelve autoindulgente si no admite las deficiencias estructurales de un imperio telúrico con base naval atlántica insuficiente. La crítica materialista debe separar el juicio sobre la propaganda antiespañola de la evaluación fría de los dispositivos de poder: rutas, puertos, astilleros, balanza de pagos, crédito, fiscalidad, composición social de las élites y articulación territorial. El problema no fue la ausencia de "carácter" ni de "misión", sino la forma concreta en que se diseñaron las infraestructuras del imperio y sus incentivos. Un imperio aglutinante puede funcionar si aglutina también el capital y la técnica, no sólo los fueros y las parroquias. La falta de una economía política que conectara norte y sur, océano y meseta, guerra y comercio, dejó el sistema vulnerable al desplazamiento de la hegemonía hacia los holandeses y británicos, que sí supieron construir marinas mercantes y de guerra integradas a un aparato financiero endógeno y a una cultura urbana-portuaria expansiva. La insistencia en adornar el pasado imperial sin tocar estas fibras es una forma de desentenderse de la historia efectiva y de sus lecciones para el presente.

Una teoría materialista-histórica del Imperio Español, lejos de las fantasías neo-falangistas, debe recomponer la totalidad de estos factores en su dinámica de largo plazo. Primero, hay que reubicar la tipología: imperio aglutinante, sí, pero con una aglutinación que se dio más en la capa jurídico-territorial que en la económica-financiera. Segundo, hay que mapear la geopolítica interna de los puertos, mostrando cómo el monopolio sevillano-gaditano, si bien eficaz para controlar el tesoro y ordenar el tráfico, penalizó la diversificación atlántica, bloqueó la competencia y debilitó la resiliencia ante choques militares y comerciales. Tercero, hay que insertar a España en las cadenas-mundo de Arrighi, explicando cómo la plata americana, sin un sistema doméstico de crédito y seguros marítimos con masa crítica, se convirtió en palanca de hegemonía continental a costa de subordinación financiera. Cuarto, hay que recuperar la tradición cantábrica no como mito épico, sino como evidencia de un potencial talasocrático desaprovechado que, en otro diseño institucional, habría producido una red de puertos y astilleros capaz de sostener convoyes, escoltas, penetración comercial y guerra de corso sistemática con retorno en capital humano y tecnológico. Esta reconstrucción no es un lamento romántico por lo que no fue, sino una manera de leer cómo las decisiones político-fiscales y las mentalidades patrimoniales de los Austrias fijaron un camino que comprometió la posibilidad de una hegemonía hispana en el Atlántico.

Por último, es vital desmontar la falsa alternativa entre jacobinismo centralista y nostalgia imperial. La primera borra las condiciones materiales y cree que centralizar es dominar; la segunda estetiza el pasado sin su anatomía económica. Un enfoque materialista exige medir el imperio en términos de logística, flujos y estructura social: ¿qué puertos recibieron inversión sostenida?, ¿qué cuerpos técnicos se formaron y dónde?, ¿qué instituciones de crédito y seguro marítimo se arraigaron?, ¿qué régimen de propiedad y de incentivos articuló la construcción naval y la provisión de pertrechos?, ¿qué lugar se otorgó a los saberes corsarios, y cómo se integraron —o se reprimieron— dentro de estrategias estatales? Sin responder a esto, cualquier defensa de la Hispanidad o de la "tradición imperial" queda en retórica. Releer el imperio español como aglutinante y telúrico, reconociendo su insuficiencia talasocrática y su dependencia financiera externa, no es desdén: es el paso necesario para entender su grandeza y sus límites, y para aprender de ellos sin mitificaciones defensivas ni moralinas centralistas. La verdadera crítica —la que transforma— no niega el pasado, pero tampoco lo excusa: lo sitúa en su materialidad, traza sus contradicciones y saca de ellas un diagnóstico que permita pensar, con rigor, qué estructuras producen hegemonía y cuáles, por más titulares que otorguen, sólo maquillan su pérdida.



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