El mal del bipartidismo
En su diagnóstico deLa decadencia de Occidente, Oswald Spengler (1921) advirtió que todo orden político llega a su agotamiento. En el caso de la democracia postmoderna, ese desgaste ya es visible: sus pilares —libertad e igualdad— son hoy conceptos vacíos. La libertad se reduce a una apariencia y la igualdad ha desaparecido de las aspiraciones políticas. El pueblo no gobierna: lo hacen las grandes corporaciones, el sistema financiero, los lobbies y los grupos de presión.
En este marco, la gobernabilidad ha sido sustituida por la “gobernanza”: un ejercicio del poder cada vez más alejado del Estado y delegado en empresas, think tanks y actores privados. Como señaló José Vidal-Beneyto (2002), la tecnificación de la política y la sustitución del político por el experto han servido para reducir la participación ciudadana y trasladar el control a quienes detentan el poder económico.
Democracia sin sustancia
La democracia, convertida en un simulacro, limita la libertad a depositar un voto cada cierto tiempo, sin garantías de que ese voto conserve su significado. Una vez en el poder, el político transfiere de facto la soberanía a esos centros de gobernanza. Dentro de este sistema ya adulterado, el bipartidismo añade un grado más de degradación política: divide a la sociedad en dos bloques enfrentados y bloquea otras alternativas.
El argumento oficial es la estabilidad. Pero, ¿estabilidad de qué y para quién? Las instituciones, la administración y las obras públicas siguen funcionando con o sin bipartidismo. Lo que este modelo asegura en realidad es el control duradero del poder político y económico manejados por los mismos actores. La alternancia de siglas es solo un relevo pactado que protege a los “propietarios naturales” del poder.
La amputación del pensamiento político
El bipartidismo actúa como una cirugía mental: extirpa la capacidad ciudadana de concebir otras formas de organización política y social. Así, la riqueza de perspectivas se sustituye por la dicotomía simplista de “izquierda” y “derecha”, “bien” y “mal”. Estados Unidos es el laboratorio perfecto de este mecanismo: dos partidos que fingen confrontar, pero que comparten intereses estratégicos, especialmente en política exterior. Ninguna fuerza alternativa puede prosperar sin confabularse los centros de poder institucional y fáctico, para ser neutralizada.
En España, la corta tradición democrática y el peso histórico del dogma favorecen esta polarización. El bipartidismo no modera, sino que exacerba la confrontación. La consecuencia es una sociedad menos creativa, menos lúcida, más proclive a aceptar el pensamiento único y menos capaz de explorar fórmulas políticas innovadoras.
Un mal que concentra todos los males
Si la estabilidad fuera el valor supremo, una dictadura garantizaría mejor ese objetivo. Pero la democracia no se justifica por su estabilidad, sino por su pluralismo y su capacidad de representación. El bipartidismo, en cambio, degrada la política al reducirla a un combate ritual entre dos facciones que comparten la misma base ideológica y los mismos vínculos con el poder económico.
En Estados Unidos, esa homogeneidad se traduce en una política interior residual y en una política exterior agresiva, respaldada por el complejo militar-industrial. En España, se suma a un sustrato de oscurantismo, caciquismo, superstición y desigualdad social que impide una vida política verdaderamente plural.
El resultado es el mismo en ambos casos: un pensamiento público amputado, incapaz de concebir un mundo distinto al que dictan los beneficiarios de la alternancia. El bipartidismo no solo divide: esteriliza. Y en esa esterilidad está su verdadero triunfo.