El chantaje moral de un movimiento político

Judaísmo y Sionismo

No voy a escribir sobre lo que está sucediendo en la Franja de Gaza.

No quiero agregar más al horror que se transmite diariamente a través de los medios, tanto aquellos del sistema, que “naturalizan” con total tranquilidad las acciones militares de Israel y los “daños colaterales” sobre civiles, como los alternativos que distribuyen -sobre todo a través de las gráficas- esas terribles imágenes cotidianas de devastación, matanza e impunidad.

Al respecto sólo voy a decir que, aún si fuera totalmente ignorante de toda la historia previa a estos acontecimientos, me bastaría con manejar la información más elemental y común sobre esta “guerra” (en la cual un bando utiliza aviones supersónicos, blindados de última tecnología, bombas de racimo y fósforo blanco, y el otro emplea piedras y proyectiles caseros, y en la que por cada muerto de un bando, hay trescientos del otro) para tomar partido sin dudar un momento. Estoy sin más consideraciones de parte de los más débiles.

Sin embargo quiero escribir sobre algo que tiene que ver con lo que está sucediendo, y de lo cual aparentemente nadie habla. Me refiero al chantaje moral que un movimiento político como el sionismo mantiene, no sólo sobre gran parte del pueblo judío (y me refiero a la comunidad judía unida por una religión y una cultura en todo el mundo) sino también sobre gran parte de aquellos “goim” cuya opinión depende de la información que llega a través de los medios y las “versiones oficiales”.

Desde muy joven he tenido fuertes relaciones personales (amig@s-herman@s, grandes amores) con seres humanos formados en la cultura judía. Mi formación académica me acercó a grandes pensadores (Einstein, Marx, Freud, etc) de ese mismo origen cultural. Siempre me sentí muy cercano emocionalmente a esa forma de ver el mundo a la cual no pertenezco, pero que reconozco como un factor importante en la formación de nuestra cultura occidental.

Tengo más o menos la misma edad que el Estado de Israel, y desde muy joven descubrí en aquellos judíos con los que me relacionaba, la escisión producida en sus sentimientos cuando debían defender sin alternativas, las políticas y los hechos producidos por ese Estado.

Este fenómeno fue para mí mucho más impactante en plena década de los sesenta cuando, entre aquellos que buscábamos tomar el cielo por asalto, compañer@s de origen judío (aún los más radicales que tomaron las armas) se sentían obligados a defender o por lo menos a no analizar críticamente, los hechos provocados por el estado israelí, y como esto les ocasionaba (y a quienes los rodeábamos) altas dosis de angustia.

El sionismo nació a fines del siglo XIX como un movimiento político para dar a la comunidad judía un estado nacional. Su objetivo era la creación del Eretz Yisrael (El gran Israel). Para recuperar un territorio propio a un pueblo que había sido obligado por el emperador Adriano en el año 135 a la diáspora, y que no tenía una tierra propia desde hacía dos mil años. Curiosamente, el sionismo nació, auspiciado por el periodista austro-húngaro Theodor Herzl, como un movimiento pacifista.

Sin embargo, en los primeros cuarenta años del siglo XX, fue convirtiéndose en una visión cada vez más militarista y guerrera. El genocidio provocado por los nazis durante la Segunda Guerra Mundial, dónde exterminaron cerca de seis millones de judíos, dio finalmente el justificativo a aquellos sionistas de derecha (y de ultra derecha) que se comprometieron al “nunca más”. Es decir, el pueblo judío nunca más permitiría que se le atacara de tal forma, y para ello volvería a ser el pueblo guerrero y conquistador que cuatro mil años atrás (en la época de Salomón) había dominado casi todo lo que hoy llamamos “Medio Oriente”.

Así, el Estado de Israel nació en el fragor de la violencia. Cuando el gobierno británico inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial, intentó desentenderse del mandato de la Sociedad de las Naciones, que lo comprometía a la creación de dos estados (uno Judío y otro Palestino) en su “protectorado británico” en Medio Oriente, los fundadores del Estado de Israel combatieron contra él y crearon por la fuerza de las armas el actual Estado de Israel. Nombres como Ben Gurion, o Golda Meier, reverenciados hoy como próceres modernos del sionismo, actuaron como verdaderos “terroristas”, poniendo bombas en los hoteles ingleses llenos de civiles, reivindicando la creación del estado judío.

La resistencia de los estados árabes vecinos a la existencia de un estado judío impuesto por la “comunidad internacional”, ha servido desde el principio al Estado de Israel para justificar su política de guerra en aras de la defensa de su existencia. Lo curioso (ver gráfico adjunto) es que esa política de “defensa” del Estado de Israel haya dejado como resultado, en poco más de medio siglo, más que la duplicación de su extensión geográfica.

Y lo más grave, el sionismo, que nació y sigue siendo sobre todo un movimiento político, ha sabido vestirse con los ropajes del judaísmo y somete al chantaje mencionado a todo el mundo. No es posible atacar el expansionismo guerrerista del Estado de Israel (fácilmente demostrable por los puros hechos históricos) sin ser acusado inmediatamente de “antisemita”. Y por supuesto el holocausto es parte de este chantaje (como si los nazis sólo hubieran querido exterminar judíos, nadie habla por ejemplo del millón y medio de gitanos que fueron exterminados antes que los judíos en los territorios bajo el dominio de Alemania, los nazis creían y practicaban el exterminio de todas las “razas inferiores”). Claro que el holocausto fue una monstruosidad, pero se convierte en una monstruosidad mayor cuando es usado como defensa de la política de agresión y muerte de un estado a otros pueblos indefensos.

Es que precisamente, gran parte de la impunidad que disfruta la política de exterminio que lleva adelante el Estado de Israel, está apoyada en el logro simbólico de haber identificado una posición política como el sionismo, con una tradición cultural y religiosa como la del pueblo judío.

Al día de hoy, todo habitante de Israel vive la paranoia de sentir su existencia amenazada por los pueblos no judíos que los rodean. Es muy fácil transformar el miedo producido por la paranoia en odio. Así, los movimientos de derecha que conducen desde su fundación el Estado de Israel tienen asegurada su elección. Les basta con mantener a su población bajo la constante angustia de un estado de guerra.

Y de que forma tan singular funcionan a veces los mitos. Dos mil años de permanencia en Europa, convirtieron a los judíos semitas del Medio Oriente que habían creado hace cuatro mil años el Eretz Yisrael, en los actuales eskenazi (más europeos que orientales, no sólo culturalmente, sino aún en su aspecto físico) que manejan las políticas del Estado de Israel. El “Gran Israel” moderno al que aspiran los conductores del estado israelí, no tiene realmente más que algunos débiles lazos culturales con el mítico reino de Salomón, es parte de un mito político.

Y es en función de ese mito político, que todos estamos de una manera o de otra bajo el chantaje referido. Es hora de que logremos desprendernos de él, para poder ver el problema del Medio Oriente en su verdadera magnitud.

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Miguel Guaglianone

Comunicador, productor creativo, investigador, escritor. Jefe de Redacción del grupo de análisis social, político y cultural Barómetro Internacional.

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