Las recientes señales emanadas de la administración Trump respecto a Venezuela representan un cambio táctico significativo que merece análisis detenido.
Tras años de retórica de confrontaciones y sanciones progresivamente severas, la apertura al diálogo sugiere una recalibración estratégica basada en la comprensión de que la presión máxima no ha logrado sus objetivos declarados y que las realidades geopolíticas actuales demandan enfoques más pragmáticos.
El contexto internacional favorece este viraje. La presencia creciente de actores como China, Rusia e Irán en Venezuela ha convertido al país caribeño en un escenario de competencia geopolítica que Washington no puede ignorar. La retórica de intervención militar, además de ser costosa e impopular internamente, arriesgaría consolidar estas alianzas antioccidentales y podría generar un conflicto regional con consecuencias impredecibles. El diálogo emerge entonces no como concesión ideológica sino como instrumento de contención estratégica: es preferible una Venezuela menos hostil que un escenario de confrontación que fortalezca la influencia de adversarios globales en el hemisferio.
La dimensión migratoria constituye otro factor determinante. Estados Unidos enfrenta presiones domésticas considerables por la migración irregular, siendo los venezolanos uno de los grupos más numerosos en años recientes. Las deportaciones masivas sin acuerdos de repatriación funcionales resultan logísticamente complejas y políticamente problemáticas. Venezuela, consciente de esta presión, posee una carta de negociación considerable: la gestión migratoria como moneda de cambio. Un acercamiento que incluya mecanismos de retorno ordenado y compromisos sobre flujos futuros beneficiaría a ambas partes, ofreciendo a Trump resultados tangibles en una de sus prioridades electorales mientras proporciona a Caracas alivio en sanciones específicas.
El sector energético añade otra capa de pragmatismo. Con mercados globales de hidrocarburos aún volátiles y la búsqueda constante de diversificación de proveedores, las reservas petroleras venezolanas recuperan relevancia estratégica. Aunque la infraestructura de producción está severamente deteriorada, licencias selectivas a empresas estadounidenses podrían reactivar gradualmente la capacidad extractiva mientras generan ingresos fiscales para Venezuela y opciones de suministro para Estados Unidos. Este intercambio transaccional elude debates ideológicos y se ancla en intereses mutuos concretos.
Sin embargo, cualquier proceso de distensión enfrentará obstáculos formidables. En Washington, sectores del establishment político y la diáspora venezolana organizada mantienen posiciones intransigentes que consideran el diálogo como legitimación del gobierno de Maduro. La fragmentación de la oposición venezolana, con algunos sectores favoreciendo negociaciones y otros rechazándolas categóricamente, complica la ecuación. Trump deberá gestionar estas presiones internas mientras evita aparecer como capitulando ante un régimen previamente demonizado por su propia administración.
Desde Caracas, la apertura al diálogo también implica riesgos calculados. El gobierno venezolano ha construido su narrativa de resistencia frente al imperialismo estadounidense como pilar de legitimación interna. Negociar abiertamente con Washington podría ser interpretado por sectores duros del chavismo como debilidad o traición ideológica. Simultáneamente, Maduro debe balancear compromisos con Estados Unidos sin alienar a aliados como Rusia, China e Irán, cuyas inversiones e influencia política han sido cruciales.
El escenario más probable apunta hacia un proceso de negociación por etapas, focalizado inicialmente en temas técnicos de bajo perfil político: gestión migratoria, intercambio humanitario, quizás cooperación en temas antinarcóticos donde existen antecedentes históricos de colaboración. Este enfoque gradual permitiría construir confianza mínima mientras ambas partes evalúan la seriedad de intenciones mutuas. Las concesiones serían incrementales y recíprocas: alivio selectivo de sanciones a cambio de gestos específicos en materia migratoria, electoral o de derechos humanos.
La cuestión electoral emerge inevitablemente. Estados Unidos ha condicionado históricamente la normalización de relaciones a procesos electorales creíbles y competitivos. Venezuela, tras las controvertidas elecciones presidenciales recientes, enfrenta un déficit de legitimidad internacional considerable. Un acuerdo podría incluir compromisos sobre elecciones regionales o municipales futuras con observación internacional robusta, estableciendo precedentes para procesos más amplios. Sin embargo, las exigencias maximalistas de cambio de régimen han cedido a expectativas más modestas de apertura gradual del sistema político.
La probabilidad de una intervención militar ha disminuido sustancialmente. Más allá de la retórica ocasional, los costos superan ampliamente cualquier beneficio estratégico imaginable. Una operación militar enfrentaría resistencia interna en Venezuela, condena internacional generalizada, potencial involucramiento de terceros actores, y consecuencias humanitarias catastróficas. La historia reciente de intervenciones estadounidenses en Medio Oriente provee lecciones aleccionadoras sobre los límites del poder militar para transformar realidades políticas complejas.
El desenlace más predecible combina pragmatismo transaccional con ambigüedad estratégica. Estados Unidos buscará resultados concretos en migración y energía sin comprometerse a normalización plena de relaciones ni reconocimiento político explícito del gobierno venezolano. Caracas intentará obtener el máximo alivio de sanciones con mínimas concesiones en su modelo político. Este equilibrio precario podría sostenerse mientras ambas partes perciban beneficios superiores a los costos de mantener confrontación absoluta. La historia diplomática sugiere que estos arreglos pragmáticos, aunque imperfectos e ideológicamente insatisfactorios para puristas de ambos lados, frecuentemente demuestran mayor durabilidad que posturas maximalistas. El pragmatismo, en este contexto, no representa capitulación sino reconocimiento de realidades geopolíticas irreductibles que ninguna retórica puede alterar.
NO HAY NADA MÁS EXCLUYENTE QUE SER POBRE