El amor en la era de los algoritmos

La pareja se despertó en habitaciones separadas, como llevaban haciendo los últimos meses. No por conflicto, sino por recomendación de sus dispositivos de optimización del descanso. Antes de verse, ambos ya sabían el estado anímico del otro: las pulseras biométricas habían intercambiado datos toda la noche. Él consultó el "índice de receptividad afectiva" de ella; ella verificó el "nivel de energía vincular" de él. Cuando finalmente se encontraron en la cocina, el abrazo fue breve ,once segundos exactos, porque la aplicación de pareja había establecido que esa era la duración óptima para mantener la "frescura del contacto físico" sin caer en la rutina.

Así transcurren ahora las vidas de millones: el amor medido, cuantificado, sometido a métricas de rendimiento. Lo que alguna vez fue el territorio más íntimo y misterioso de la experiencia humana se ha convertido en un activo corporativo, un campo de extracción de datos donde cada caricia, cada confesión nocturna, cada momento de vulnerabilidad alimenta los servidores de corporaciones que prometen "mejorar" nuestras relaciones mientras las desmantelan desde dentro.

El amor, en su esencia más profunda, siempre ha sido un acto de resistencia contra la lógica utilitaria del mundo. Amar es elegir lo ineficiente, lo impredecible, lo que no se puede optimizar. Es permanecer junto a alguien en su fragilidad, acompañar el dolor que no tiene solución inmediata, construir desde la incertidumbre. El amor verdadero acepta el misterio del otro, ese núcleo irreductible que nunca terminaremos de conocer por completo. Florece en el silencio compartido, en las conversaciones que no llevan a ninguna conclusión práctica, en la capacidad de perderse juntos sin un GPS emocional que marque la ruta correcta.

Pero este modelo de amor ,lento, opaco, a menudo torpe, resulta incompatible con un sistema que convierte cada experiencia humana en información procesable. Las plataformas no pueden monetizar el silencio, no pueden vender publicidad durante esos momentos en que dos personas simplemente existen juntas sin producir contenido. Necesitan que el amor sea visible, cuantificable, comparable. Necesitan transformar la intimidad en espectáculo y el afecto en transacción.

La vigilancia comenzó sutilmente, disfrazada de servicio. Aplicaciones que prometían ayudarnos a encontrar pareja compatible mediante algoritmos sofisticados. Dispositivos que monitorean nuestros patrones de sueño para "mejorar la convivencia". Asistentes virtuales que aprendían nuestras preferencias para "anticiparse a nuestras necesidades". Cada innovación llegaba envuelta en el lenguaje del cuidado, de la eficiencia, de la felicidad garantizada. Pero detrás de cada servicio había un sistema de captura: nuestras conversaciones privadas entrenando modelos de lenguaje, nuestros momentos de intimidad generando perfiles predictivos, nuestras crisis de pareja convirtiéndose en estudios de caso para vender terapias automatizadas.

Lo más insidioso de este sistema no es la vigilancia en sí misma, sino cómo modifica nuestra relación con nuestros propios sentimientos. Cuando una aplicación te dice que tu nivel de "compatibilidad emocional" con tu pareja ha bajado un 12% en el último mes, ¿Cómo no empezar a dudar de lo que sientes? Cuando un algoritmo sugiere que deberías considerar "ampliar tu red de vínculos afectivos" basándose en patrones de comportamiento, ¿Cómo mantener la certeza de tus propios deseos? El problema no es solo que nos espíen, sino que hemos empezado a espiarnos a nosotros mismos con los ojos del algoritmo, juzgando nuestros afectos según métricas diseñadas para otros propósitos.

La familia, ese espacio primordial donde aprendemos a amar sin condiciones, no ha escapado a esta colonización. Los niños crecen ahora bajo la mirada constante de dispositivos que registran cada interacción con sus padres, generando reportes de "calidad del tiempo familiar" y "desarrollo del vínculo afectivo". Los padres, agobiados por la culpa y el miedo, consultan obsesivamente estos datos, intentando optimizar momentos que deberían ser espontáneos. La cena familiar se interrumpe para tomar fotografías que alimentarán perfiles sociales; las vacaciones se diseñan pensando en su valor como contenido antes que como experiencia compartida. El amor filial, que debería ser el refugio contra las demandas del mundo, se convierte en otro espacio de rendimiento y evaluación.

Las corporaciones han descubierto algo que los filósofos sospechaban desde hace siglos: el amor es el último recurso verdaderamente escaso en un mundo de abundancia material. No se puede fabricar, no se puede almacenar, no responde a las leyes de la oferta y la demanda. Por eso mismo, es la última frontera de extracción. Si logran convencernos de que el amor puede ser gestionado, mejorado, adquirido mediante suscripciones premium, habrán completado la conquista total de la experiencia humana.

Pero el amor se resiste. En los intersticios del sistema, persiste una verdad indomable: dos personas que apagan sus dispositivos y se miran realmente, una familia que decide pasar un domingo sin documentar cada momento, una pareja que elige la torpeza de construir su propio camino sobre la eficiencia de seguir el que el algoritmo les prescribe. Estas pequeñas insurrecciones cotidianas no derrotan al sistema, pero mantienen viva la memoria de algo anterior y más profundo.

La pregunta que enfrenta esta generación no es si el amor puede sobrevivir a la vigilancia tecnológica, puede, sino si seremos capaces de reconocerlo cuando aparezca. Después de años de entrenar nuestros afectos según métricas corporativas, ¿recordamos cómo se siente amar sin la validación de las notificaciones, sin la seguridad de los datos predictivos, sin el consuelo de saber que un algoritmo aprueba nuestra elección? ¿Tenemos todavía el coraje para adentrarnos en el misterio del otro sin un mapa, sin garantías, sin la ilusión de control que nos venden las aplicaciones?

El amor auténtico siempre ha exigido una renuncia: la renuncia a la seguridad total, al conocimiento absoluto, al control sobre el otro. Amar es aceptar que hay algo en la persona amada que siempre se nos escapará, que permanecerá opaco e ingobernable. Es precisamente esa opacidad la que el sistema tecnológico no puede tolerar, porque lo que no puede iluminarse con datos no puede convertirse en producto.

Cada vez que elegimos una conversación real sobre un intercambio de mensajes mediado por sugerencias automáticas, cada vez que preferimos el silencio incómodo al entretenimiento constante, cada vez que defendemos el derecho a no ser descifrados completamente, estamos protegiendo el espacio donde el amor puede existir. No como un sentimiento optimizado, sino como lo que siempre ha sido: un salto al vacío, un acto de fe irracional, una apuesta por algo que ningún algoritmo puede predecir ni ninguna corporación puede poseer.

La batalla por el amor es, finalmente, la batalla por mantener un espacio en nuestras vidas que no esté sometido a la lógica de la extracción y la productividad. Es la defensa de nuestra capacidad de ser ineficientes, impredecibles, gloriosamente humanos en nuestra vulnerabilidad. Porque si perdemos el amor ,el amor verdadero, no su simulacro algorítmico, habremos perdido la última prueba de que somos algo más que datos procesables, algo más que usuarios, algo más que engranajes en una máquina que convierte cada latido del corazón en información vendible.

NO HAY NADA MÁS EXCLUYENTE QUE SER POBRE. 

 
 


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Ricardo Abud

Estudios de Pre, Post-Grado. URSS. Ing. Agrónomo, Universidad Patricio Lumumba, Moscú. Estudios en Union County College, NJ, USA.

 chamosaurio@gmail.com

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