La destrucción de la familia por el tecnofeudalismo digital

La familia como institución milenaria enfrenta su amenaza más letal: el tecnofeudalismo y sus plataformas digitales. Lo que observamos no es una simple "transformación" o "desafío adaptativo", sino la demolición sistemática y deliberada del núcleo social fundamental.

Las corporaciones tecnológicas han logrado lo que ningún régimen totalitario pudo: penetrar el hogar, fragmentar los vínculos más íntimos y reprogramar la conciencia de generaciones enteras.

Durante décadas, ambos padres trabajaron largas jornadas sin que esto produjera el colapso identitario y moral que presenciamos hoy. Los jóvenes de los años ochenta y noventa, cuyos padres también enfrentaban precarización laboral, no experimentaban las epidemias actuales de ansiedad, depresión, confusión identitaria y desconexión emocional. La diferencia no radica en las condiciones socioeconómicas, sino en la irrupción de dispositivos diseñados específicamente para desintegrar la autoridad parental y sustituir la socialización familiar por algoritmos corporativos.

Las plataformas digitales no son herramientas neutrales. Son armas de ingeniería social que explotan vulnerabilidades neurológicas para crear adicción, especialmente en cerebros adolescentes en desarrollo. Cada aplicación está optimizada para mantener a los jóvenes en estado de dependencia psicológica, bombardeándolos con contenidos que erosionan sistemáticamente los valores transmitidos en el hogar. No estamos ante un "uso problemático" de tecnología neutra, sino ante tecnología inherentemente destructiva por diseño.

La familia funcionaba como filtro cultural, transmitiendo valores, creencias y conocimientos de generación en generación. Los padres eran la autoridad moral y epistémica primaria. Hoy, un adolescente recibe miles de mensajes diarios de "influencers", algoritmos y comunidades digitales que contradicen deliberadamente la cosmovisión familiar. Cuando un padre dice una cosa y TikTok muestra lo contrario durante ocho horas diarias, la batalla está perdida. La familia no puede competir con la dopamina industrial.

Los estereotipos promovidos por estas plataformas no son reflejo de diversidad natural, sino construcciones ideológicas diseñadas para fragmentar identidades estables. La confusión de género, el rechazo a roles tradicionales, el desprecio por la autoridad parental, el hipersexualismo precoz, el anarquismo moral: estos fenómenos no existían en esta escala antes de las redes sociales. No surgieron orgánicamente de los jóvenes, sino que fueron cultivados por algoritmos que amplifican contenido disruptivo porque genera más "engagement" y, por tanto, más beneficios.

El desarraigo es absoluto. Los jóvenes ya no pertenecen a familias, comunidades o tradiciones; pertenecen a plataformas. Su identidad no se construye mediante la interacción con seres queridos que los conocen profundamente, sino mediante la validación de desconocidos que juzgan avatares cuidadosamente editados. La autenticidad desaparece, reemplazada por la performance perpetua. El joven moderno es un producto, no una persona; un usuario, no un hijo.

Las consecuencias son devastadoras y mensurables. Los índices de salud mental juvenil han colapsado exactamente cuando las redes sociales se masificaron. El suicidio adolescente se ha disparado. La incapacidad para formar vínculos profundos, para comprometerse, para encontrar sentido más allá del consumo digital, define a generaciones enteras. Estos no son efectos colaterales lamentables; son el propósito. Una población atomizada, confundida y adicta es infinitamente más gobernable y explotable que comunidades cohesionadas alrededor de familias fuertes.

La complicidad institucional agrava el problema. Mientras las familias intentan desesperadamente preservar alguna autoridad, escuelas, gobiernos y medios promueven activamente la rendición incondicional ante la agenda digital. Padres que intentan limitar el acceso tecnológico de sus hijos son acusados de autoritarismo; familias que defienden valores tradicionales son catalogadas como retrógradas u opresivas. El tecnofeudalismo cuenta con el aparato estatal para criminalizar la resistencia familiar.

La solución no es el diálogo o la "alfabetización digital". Es reconocer que estamos en guerra. Las plataformas deben ser tratadas como lo que son: agentes hostiles dedicados a la destrucción del tejido social. La supervivencia de la familia exige medidas radicales: restricción severa del acceso juvenil a redes sociales, recuperación de la autoridad parental sin disculpas, reconstrucción de comunidades físicas que ofrezcan alternativas reales al aislamiento digital.

La familia o la pantalla. La tradición o el algoritmo. La pertenencia o el desarraigo. No hay síntesis posible. La neutralidad ante esta amenaza es complicidad con la desintegración social. Solo reconociendo la magnitud de la destrucción en curso podemos movilizar la defensa de la institución que sostiene a toda civilización humana.

La sociedad que emerja de este proceso dependerá de nuestra capacidad para preservar vínculos genuinos en un mundo que lucra con su disolución.

NO HAY NADA MÁS EXCLUYENTE QUE SER POBRE 

 


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Ricardo Abud

Estudios de Pre, Post-Grado. URSS. Ing. Agrónomo, Universidad Patricio Lumumba, Moscú. Estudios en Union County College, NJ, USA.

 chamosaurio@gmail.com

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