Brasil

Sarney, Lula y el precio que sea preciso

El líder del gobierno de Lula en el senado brasileño, el senador Aloizio Mercadante (PT-SP), lanzó una nota pública pidiendo el alejamiento de José Sarney (senador por el estado norteño del Amapá) de la presidencia de la cámara alta de la república. El gesto y la negativa del Jefe de Estado hicieron recordar al país que existe una pelea de gallos en el interior del PT. La presidencia –con Lula al frente- explícitamente desautoriza a su líder manteniendo el apoyo al senador oligarca de larga trayectoria. Este es más un caso típico de la cultura política oligárquica, de tipo caciquismo político, que moldea su aliado de los últimos cuatro años. Sí, me refiero al presidente que es ex-sindicalista y según sus propias palabras nunca fue de izquierda y que gobierna abrazado a una parte de los más conocidos corruptos brasileños (y que fueron apoyo de los gobiernos anteriores, del propio José Sarney, tras Fernando Collor de Mello y Fernando Henrique Cardoso).

En esta disputa, entre parte de la bancada del gobierno y la presidencia, dos monedas están en juego. Una es de orden táctica, apuntando a garantizar el blindaje (según el lunfardo de la política brasileña, blindaje es la protección institucional de un acto lesivo al interés público, aunque criminal, como acostumbra a ejecutar la Suprema Corte) del gobierno ante la Comisión Parlamentaria de Investigación (CPI) de Petrobrás. Esta CPI quiere analizar el destino de los presupuestos de proyectos sociales, culturales, ambientales y de publicidad de la mayor empresa brasileña, la estatal petrolífera, y las miles de ONGs vinculadas a intereses políticos que reciben estas enormes cuantías. El detalle es que aquellos que quieren investigar son tan o más sospechosos que los aliados del gobierno Lula. Los partidos PSDB (de Cardoso, los tucanos), y el DEMÓCRATAS (los demo, de demonios, derecha rabiosa y tan oligárquica como el PMDB) tiene el mismo volumen de indicios de corrupción en el periodo en que fueron gobierno como ahora con Lula, que tiene como sustentación, de cada 6 personas en el primer escalón, una tuvo un cargo de importancia en la dictadura militar – 1964/1985).

La otra moneda es de ámbito estratégico, y está aapuntando al proyecto electoral para gobernadores y presidente de 2010. En este negocio entra la complejidad de la red de alianzas con las diversas facetas del PMDB – el mayor partido del Brasil, y que en verdad es una federación de oligarquías estaduales y regionales – y que entre sí, desde 1985, siempre fueron gobierno y ocupan y dividen parcelas importantes de control del Estado brasileño. Al final de cuentas, el presidente más popular de la historia del país, Lula, se arroja en los brazos de los ex-enemigos políticos (PDMB y PP, ese último partido civil de apoyo al régimen militar) y aísla cualquier voz discordante, aunque sea del ala derecha de su partido, que por más datos es mayoritaria y hegemónica.

Este es un mensaje sencillo y directo. No importa el motivo de la discrepancia entre políticos petistas y su símbolo mayor, para Lula y su núcleo duro (el entorno del presidente que se arriesgó por él en 2005) nada puede estar por encima de las lealtades del gobierno para con quien lo sostiene, aún siendo corrupto, fisiológico, oligárquico, caciquista, patrimonialista y mercenario. Infelizmente, nada de lo que consta de ese relato es exagerado. Si en Venezuela el movimiento bolivariano tiene que combatir a la derecha endógena, en el Brasil la derecha como uno todo es mayoría en la política profesional, incluyendo el gobierno de Lula en su primer escalón, la base aliada y la oposición del PSDB, DEM y PPS. La “izquierda” legalista queda restringida a la disidencia ética del PT, el PSOL, y nada más.

Este es un dilema clásico de la política, que ocurre cuando un operador político pasa por encima de cualquier organicidad partidaria. Por hacer cálculos propios, este líder tiende a preferir bases de apoyo para la llamada gobernabilidad y la proyección de continuidad del mandato por el sucesor. Aunque suene extraño, es cómo alejarse de las metas originales para mantener una parcela del poder del Estado, concentrado en el Brasil en el cajero de la Unión y en las prerrogativas del Ejecutivo. Es lo opuesto a la afirmación de la organicidad zapatista, cuando Marcos asume que la referencia política debe ser mandar obedeciendo. Es la inversión de los valores de la izquierda social bolivariana, cuando se asume que las comunidades estén al mando de la política. Finalmente, es todo menos una política de izquierda.

Nada de eso es novedad en la trayectoria reciente de Luiz Inácio. Este proceso ya se hace notar desde, por lo menos, la difusión de la Carta al Pueblo Brasileño (pieza de la campaña presidencial de 2002) y la alianza con José Alencar (entonces senador por el estado de Minas Gerais y empresario del ramo textil) para vicepresidente en 2002. En aquel momento, lo poco que restara del proyecto político de la década del ‘80 se perdió en la ruta de los caminos traidores de la historia política del país. Restaría entonces la alianza orgánica con las corrientes internas del PT y los partidos de la izquierda electoral. Como meta de gobierno, Lula y su equipo intentarían al menos la ejecución de los planes sectoriales, siendo la reforma agraria y el aumento del poder de compraventa del salario mínimo, las banderas históricas. Se hizo sólo un remedo de ambas, y nada más. Pero, delante de la elite política brasileña, Lula probó ser duro de caer, superando la disidencia que formó el PSOL (en 2003 y 2004) y posteriormente, sobreviviendo a la crisis del llamado “Mensalão”, el escándalo de la compraventa de votos de diputados federales a través del aporte financiero regular mensual de empresarios corruptos, de los bancos que lavaban el dinero y con el aval del Palacio de Planalto (presidencia de la república).

Faltando exactos doce meses del inicio de la campaña presidencial de 2010, la presidencia no va a arriesgar nada. Esto implica pagar el precio necesario para evitar que senadores oligarcas como José Sarney, Renan Calheiros, Romero Jucá y cia. no vengan a tornarse una versión peemedebista del airado Roberto Jefferson (el diputado del PTB, que era aliado de Lula y que, después de ser atrapado en una operación ilegal, resolvió denunciar todo) de la crisis política de 2005. Para evitar ese riesgo y mantener altas las oportunidades de Dilma Roussef (jefe de la Casa Civil y candidata oficial a la sucesión), Lula va a pagar el precio que sea preciso.



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Bruno Lima Rocha

Politólogo, periodista y profesor de relaciones internacionales

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