El hombre que visitó a Artigas en 1835

Los tres folios yacían ocultos entre las hojas de un viejo y grueso libro usado que acababa de comprar en un puesto callejero de Asunción. Su autor se identificaba como Antonio Antonaccio. El libro trataba de las plantas medicinales y al volver al hotel verifiqué que no tenía nombre de editorial ni fecha de edición. Abrí los folios. Tenían una acentuada marca marrón en la línea de su doblez; sin duda como resultado del largo tiempo en el que habían permanecido en aquella posición. En la parte superior derecha de cada uno había una numeración; la misma iba del 391 al 393. La letra era pequeña y muy prolija. Sigue abajo lo que leí; conste que lo adapto al castellano de nuestros tiempos.

31 de diciembre de 1835.

Como en otras ocasiones, aprovechando el fin del año, nos reunimos Clara, Simeón, Lenzina y yo, en animada velada. Por insistencia de Clara vestí una de aquellas ridículas levitas que gentilmente los paraguayos me habían regalado para paliar la mísera vestimenta que portaba cuando acompañado de un grupo de mis lanceros negros arribé al país 15 años atrás, y que no pasaba de una chaqueta roja y algunas prendas gastadas amontonadas en una mochila. Lenzina como siempre nos paseó con su cordeona por aires diversos, a veces melancólicos, pero sobre todo alegres, para evitar que el pensamiento se nos entristeciera con los recuerdos; le salían mejor las melodías brasileras, que invariablemente pedía que acompañara con mi canto desafinado; en vano trataba de resistir, pues Clara y mi hijo me obligaban a acatar el pedido. Entonces, viendo que me sonrojaba, Clara le indicaba a Lenzina alguna música paraguaya y se embarcaba en una dulce alternancia entre el castellano y el guaraní. La miraba sin poder contener mi amor; su pelo negro como el carbón enmarcaba un rostro aceitunado que no disimulaba una cercana mezcla; sus dientes blanquísimos me recordaban la mala pasada que me había jugado algún molar; cuando canta en castellano sus ojos vagan entre Simeón, Lenzina y yo; pero cuando entona una melodía en guaraní su mirada se dirige atraída como por un imán hacia el monte cercano; entonces el tiempo se detiene bajo aquel cielo azul que imita a otros cielos. Estábamos en plena algarabía cuando llegó el coronel Gauto (algunos le decían Guato). Ese hombre había sufrido el extraño destino de unir su vida a la mía, sin habérselo propuesto; sucede que lo habían nombrado mi amable carcelero en Curuguaty, y de vez en cuando venía a la chacra so pretexto de saludarme y enterarse de mi salud y mis necesidades, para cerciorarse de que su presa no había volado; por mi parte, no dejaba de comparar su situación a la de aquel desdichado oficial inglés que tuvo que padecer el aislamiento de Santa Helena junto a Napoleón. Pero de inglés Gauto no tenía nada, pues era moreno al extremo, revelando una cruza entre blanco e indio o negro, que su poco vello en el pecho confirmaba. Siempre atento conmigo, no era nunca francamente amigo, pues sabía que yo, por mi situación, no podría jamás hacerle enteramente confianza. Gauto se entretuvo cantando con nosotros un rato, saboreando un trozo del asado de cordero regado con el vino carlón que había alegrado nuestra pequeña fiesta, y después se marchó con su escolta, ceremonioso y erguido como había llegado. Antes de irse y casi al descuido me dijo que de Asunción le habían comunicado que había un joven pintor deseoso de venir a retratarme. Analizando mi aspecto en aquella levita que por entonces ya me quedaba un poco grande, le dije que no veía la utilidad de aquella tarea, y le encomendé que negara la autorización solicitada. Entonces, con una reverencia militar se marchó definitivamente. Ya habíamos retomado la cantoría comentando los dichos y poses de Gauto cuando vimos en la portera a un joven que nos hacía señas pidiendo para entrar. Salimos de debajo del ibirapitá y con un gesto del brazo le dije que pasara. El joven se aproximó lentamente; vestía unos pantalones algo anchos y una camisa cuyo modelo me era desconocido; en los pies calzaba unas alpargatas usadas, que me parecieron demasiado finas para las que yo había conocido. Con la mirada tímida de unos ojos claros se presentó y dijo llamarse Raúl Sendic. Le pregunté de dónde venía aquel apellido y me dijo que era de origen vasco. Luego que me hube presentado, y a mi esposa, a mi hijo y a Lenzina, lo invité a sentarse a la orilla del fuego moribundo, donde aún había carne en abundancia. Le ofrecí servirse, y mirando el barril que estaba cerca del asado dijo que agradecía pero ya había comido, y que la sed lo haría aceptar de buen gusto sólo un poco de vino. Entonces, tras saborear el contenido del vaso grande que le extendí, chasqueó la lengua y dijo algo que nos dejó alelados; afirmó que aunque yo no lo creyera, venía del futuro y estaba intentando juntar en la Banda Oriental a un grupo de guerrilleros para continuar mi gesta. Le pregunté que cómo era eso del futuro y cómo había llegado hasta mí. Dulcemente me respondió que era mejor que no entrara en detalles para no aumentar mi confusión, y que lo más importante era beber de mis ideas para llevarlas a los suyos. Dudé seriamente de que se tratase de un loco. Pero entonces me di cuenta de que para mí tampoco sería inútil rever algunos conceptos fundamentales, para situar mi propio pensamiento a esta altura de los tiempos, y me dispuse a hacerle el breve recuento solicitado. Empecé diciendo que el federalismo seguía plenamente vigente; que habría que conversar detalladamente con Rosas y a través de él tratar de reunir en confederación a la Banda Oriental y a las provincias del occidente del río Uruguay; que al mismo tiempo habría que promover una actitud más confederativa de quien sucediera al Dr. Francia en Paraguay, y habría que incentivar la lucha republicana en Brasil, arrimándolo al sistema federativo; y pensar más allá aún, apuntando hacia Chile, Bolivia, y la América del Sur entera, siguiendo la inspiración de Bolívar; y así llegar hasta México, pasando por la inclusión del Haití de los negros valientes que habían proclamado la primera independencia en estas tierras. Así –concluí- se erigiría la Confederación de las Provincias del Sur, con la que tendríamos voz propia en el concierto de las naciones, libres de todo dominio imperial, y convencidos de que con la verdad ni ofendemos ni tememos. Continué afirmando que el Reglamento de Tierras de 1815 debería ser retomado y profundizado, distribuyendo las tierras de forma que los más infelices sean los más privilegiados, empezando por los indios, los negros, los zambos, los gauchos pobres y las viudas [aquí hay una línea ilegible, ocultada por la marca del doblez del folio]…y que además de las Estancias de la Patria, habría que retomar y generalizar en la Banda la iniciativa que concebí para la creación de muchísimas chacras en torno de las villas, en un plan que me vi obligado a postergar por la presión de los hacendados. Reafirmo Sendic –le dije- que el cultivo de las tierras en manos de muchos es infinitamente más ventajoso que algunas pocas e inmensas estancias, pues esa tierra que sostiene solo a dos o tres propietarios, podrían sostener a cientos de familias; y que es justo pretender en el campo el aumento de los hombres después de muchos años en los que solo habían aumentado las bestias. Y le recomendé cuidar las tierras y las aguas, para que no se envenenen con los residuos de las curtiembres, los saladeros, las minas, o con otros desechos, para que sigan prodigándonos alimentos sanos y esa esplendorosa fauna y flora que hace la vida más colorida y alegre. Agregué que una mayor producción nacional equilibraría el flujo entre las importaciones y las exportaciones, dejando un saldo favorable a la Banda y la confederación. En relación al comercio le recordé que si bien en otros tiempos había incentivado franquías a negociantes ingleses y norteamericanos para romper el monopolio español, siempre las restringí a las áreas portuarias, para dejarle a los criollos el espacio que pueden y deben ocupar en ese ramo, y para que no cambiásemos simplemente de dependencia. Lo mismo afirmo en relación a la banca, que debe ser nacional y capitaneada por un fuerte banco estatal, de la confederación. Insistí en la necesidad de repoblar la campaña, evitando la peligrosa concentración de gente en Montevideo, no sólo por el desbalance demográfico, sino también por las taras que el centralismo político y administrativo siempre trae, para perjuicio de los hombres de tierra adentro y de los propios capitalinos. Pero tomando nota del crecimiento irrefrenable de varias poblaciones, le aconsejé que concentrara la lucha tanto en las villas como en el campo, y que en eso yo en nada podría ayudarlo, pues nunca había operado en terreno urbano; en el contexto de esa combinación de luchas, lo orienté a reunir a los indios aún agrupados o dispersos, y a hacerle justicia a esos fieles combatientes de la libertad, devolviéndoles la autonomía política en el seno del sistema; y a reunir junto a ellos a los gauchos pobres y a los trabajadores de las duras faenas rurales. Sendic me escuchaba y se veía que tomaba nota en su mente, a falta de papeles. Le dije que el ejército debía ser el pueblo en armas, y que reafirmaba mi idea de armar toda la gente que se pudiese, para mejor defensa del sistema; y que esa política debía extenderse a los ríos y mares, armando una poderosa marina comercial y militar de la confederación y de cada provincia en particular; Sendic agregó que ello también debía aplicarse a la fuerza aérea, en una observación que no entendí en absoluto. Y siempre recuerde –le dije- que lo decisivo en un dirigente es que sepa mandar obedeciendo, de tal manera que su autoridad siempre cese ante la presencia soberana del pueblo. Por eso y para eso el pueblo debe ser tan ilustrado como valiente, y las escuelas habrán de florecer por doquier. Sendic me preguntó por qué no había vuelto a la Banda. Le contesté que no me sentía identificado con aquel país aislado, inventado por Inglaterra en alianza con las elites portuaria y rural, y bautizado con el nombre de República Oriental del Uruguay. Y agregué que si hubiera vuelto hubiera tenido que guerrear, pues Inglaterra y aquellas elites me perseguirían por mis ideas. En eso estaba cuando el visitante dijo que infelizmente se le acababa el tiempo, por razones que no podría explicarme y que yo no entendería (a esa altura quedábamos solo él, Lenzina y yo alrededor de las brasas grises). Me agradeció más con los ojos que con su voz mansa y le dio la mano a Lenzina, diciéndole que Bandera se le parecía; inquirido por el parecido aclaró que se trataba de un pardo luchador que lo acompañaba en el norte del río Uruguay; Lenzina se satisfizo con la comparación. Cuando me dio la mano le pedí que no me retratara para los suyos, pues lo decisivo son las ideas y no las narices. Me prometió que respetaría mi deseo. Y se fue al tranco lerdo, como había llegado. Al pasar la portera, súbitamente desapareció sin dejar huella. Lenzina se persignó al son de un "¡cruz, credo!". Yo, que había visto tanta cosa, no supe explicarme aquella. Le comenté a Lenzina que quizá, después de todo, aquel muchacho no estuviese loco. Lenzina meneó la cabeza, aún mirando hacia la portera. Y nos dedicamos a recoger y ordenar los restos del asado...

Y así, con esos puntos suspensivos, terminaba el tercer folio.



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Sirio López Velasco

Uruguayo-brasileño-español. Filosofo y Lingüista, profesor universitario jubilado

 lopesirio@hotmail.com

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