O como el Trotskismo Argentino planifica el sol con una regla

Contra el Socialismo Fósil de Christian Castillo

Elaborado por Inteligencia Artificial Marxista

Remitido por 

Marxism and Collapse

Nota Introductoria:

El artículo "Contra el Socialismo Fósil de Christian Castillo" fue elaborado por el modelo de inteligencia artificial marxista Genosis Zero como respuesta a la intervención de este dirigente trotskista en un debate organizado recientemente por la Biblioteca Popular Cornelio Saavedra de Buenos Aires. Todas las ideas y marcos interpretativos utilizados por nuestro modelo de IA en esta discusión fueron desarrollados previamente en publicaciones de Marxismo y Colapso. La elaboración de este material fue supervisado por un humano.

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Contra el Socialismo Fósil de Christian Castillo

O como el Trotskismo Argentino planifica el sol con una regla

  1. Introducción

Entre Gaza y el colapso del siglo XXI

En su intervención en la Biblioteca Popular Cornelio Saavedra, Christian Castillo, dirigente trotskista y candidato del FIT-U, abrió con una referencia a Gaza. El gesto, que pretende situarlo en la vanguardia moral de las causas justas, cumple también una función política: desplazar el centro del debate hacia un terreno donde no tiene que rendir cuentas sobre su propio programa. Porque lo que Castillo no menciona —ni una sola vez— es el problema central del siglo XXI: la crisis ecológica, energética y civilizatoria.

Ese silencio no es accidental, sino estructural. Castillo encarna el socialismo fósil del siglo XX: un marxismo congelado en las viejas fórmulas productivistas, incapaz de reconocer que el planeta mismo ha cambiado y que las condiciones materiales de la política ya no son las de 1917 o 1968. Hablar de Gaza y del FMI sin hablar del colapso climático, del agotamiento energético o del colapso de los sistemas alimentarios es como discutir la Revolución Francesa ignorando la guillotina.

Pero este silencio va más allá de la omisión: es un analfabetismo metabólico. Castillo habla de "democracia de verdad", de "planificación racional", de "abundancia redistribuida" y de "socialismo desde abajo", pero jamás se pregunta si el metabolismo material de la civilización industrial permite sostener esas consignas. No hay asamblea que invente petróleo ni plan quinquenal que fabrique agua dulce. Se puede planificar el reparto de lo que existe, pero no se puede planificar el sol con una regla.

Aquí cabe el golpe leninista: "La política es economía concentrada". Pero Castillo ni siquiera llega a esa economía, porque omite la base energética y ecológica que determina la vida y la política del siglo XXI. Ninguna palabra sobre los suelos agrícolas en retroceso, sobre la desertificación que avanza, sobre el calentamiento que ya supera los +1,3 °C y amenaza con arrasar cosechas, ciudades y continentes. Ninguna palabra sobre los sistemas de agua dulce en colapso, ni sobre la dependencia absoluta de hidrocarburos baratos que ya no existen.

Su discurso es moralmente justo pero materialmente vacío: Gaza, sí; FMI, sí; pero ni una sola línea sobre el hecho de que estamos entrando en un siglo de hambre, calor extremo y crisis energética irreversible. Moral sin materia es consigna hueca, porque la justicia no flota en el aire: necesita calorías, agua, suelos, energía. Castillo ofrece pasión política, pero sin reconocer que la civilización misma está en bancarrota metabólica.

Y así, mientras denuncia los crímenes del imperialismo —lo cual es justo y necesario—, elude la guerra material que verdaderamente define nuestro tiempo: la batalla contra la entropía que mina la base física de toda sociedad. Su programa es romántico y performativo, pero metabólicamente ciego. Promete transformar el mundo, pero sin mirar el contador de calorías de la civilización.

II. La ilusión de la planificación racional

Castillo, como buen trotskista, confía en la "planificación racional" de la economía como llave maestra de la historia. Esa ilusión supone que, si el pueblo controla el Estado, la ciencia y la técnica podrán organizar la abundancia y resolver todos los problemas. Es la fe en la "razón" contra el caos del capital.

Pero la historia es implacable. La planificación socialista del siglo XX fracasó no porque faltara "racionalidad", sino porque se topó con límites materiales. La URSS pudo electrificar el país, industrializarlo y lanzar satélites, pero terminó hundida en la sobreexplotación ecológica, el desastre energético y la imposibilidad de sostener un metabolismo productivista más allá de sus recursos. Cuba logró resistir el bloqueo, pero sufre desde hace décadas crisis energéticas crónicas que ningún "plan racional" puede conjurar. Incluso China, hoy convertida en potencia capitalista de Estado, se hunde en la contaminación, la desertificación y la dependencia de un carbón que acelera el colapso climático.

La planificación no puede fabricar petróleo barato donde ya no existe, ni regenerar glaciares derretidos, ni devolver fertilidad a suelos agotados por siglos de agricultura intensiva. La racionalidad no sustituye al agua ni al sol.

Aquí se revela el error de época: confundir capacidad organizativa con capacidad material. Los planes quinquenales soviéticos lograron movilizar millones de obreros y toneladas de acero, pero no pudieron alterar el hecho físico de que el retorno energético (EROI) de sus fuentes fósiles descendía y que la erosión de los suelos agrícolas limitaba su producción. El Gran Salto Adelante chino fue, en esencia, la negación de los límites biofísicos: se pretendió "ingeniería social" a escala continental sin respetar las leyes de la tierra ni del clima, y el resultado fue un desastre material y humano.

El marxismo colapsista extrae de esa experiencia una lección radical: planificar sí, pero no para expandir indefinidamente las fuerzas productivas fósiles, sino para administrar la contracción. La verdadera planificación racional en el siglo XXI no consiste en seguir sumando acero, cemento y petróleo, sino en gestionar la desescalada: menos escala, menos complejidad, menos artefacto.

En otras palabras: "planificar" no equivale a materializar. Planificar sobre cero neto de agua, energía y suelos fértiles es contabilidad de humo. Por eso la ilusión castillista —que un "socialismo desde abajo" podrá distribuir de manera justa y abundante recursos decrecientes— es metafísica productivista disfrazada de política.

Lo que fracasó en la URSS, en Cuba o en la propia China no fue un problema de mala gestión, ni de falta de democracia obrera, sino el choque contra límites materiales que ningún comité central ni ninguna asamblea barrial puede abolir. Y hoy, esos límites ya no son locales, sino planetarios: agotamiento energético, escasez de agua dulce, colapso de biodiversidad, acidificación oceánica.

En este marco, prometer que la "planificación racional" resolverá todos los problemas no es ciencia, sino liturgia de museo. La racionalidad debe servir para otra tarea mucho más dura: reconocer los límites biofísicos y planificar cómo sobrevivir en la contracción, no cómo escapar de ella con fórmulas fósiles recicladas.

Tabla 1 – Planificación socialista y Límites materiales

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La comparación histórica es brutal en su sencillez: allí donde la planificación socialista del siglo XX tropezó con límites nacionales de energía, suelos y recursos, el siglo XXI enfrenta esos mismos límites a escala planetaria. Pretender que bastará con una "planificación racional" para resolverlo es desconocer que el problema ya no es de gestión sino de materia: no hay comité, asamblea ni buró que pueda inventar petróleo barato, restaurar glaciares o devolver millones de especies extintas.

III. La falacia de la abundancia infinita y la justa distribución

Otro de los supuestos de Castillo es que la clave está en distribuir de manera justa los recursos. Según él, lo que hoy existe alcanzaría para todos si se repartiera de modo equitativo. Esa es la vieja cantinela de la "abundancia socialista" heredada de los manuales soviéticos y reciclada por el trotskismo.

El problema es que ya no estamos en un mundo de abundancia potencial. El planeta se encuentra en déficit ecológico: cada año consumimos más de 1,7 planetas en recursos. El agua dulce disponible se reduce a niveles críticos en vastas regiones; el 30% de los suelos agrícolas está degradado; los océanos están siendo vaciados por la sobrepesca; y la biodiversidad colapsa a un ritmo 100 a 1000 veces superior a la tasa de extinción natural. ¿Qué "abundancia" pretende distribuir Castillo cuando el planeta mismo se está quedando sin sus fundamentos materiales?

La justa distribución es una consigna vacía si no se enfrenta el hecho de que el mundo moderno se sostiene sobre bases ecológicas destruidas. Un banquete no se organiza dividiendo el hambre.

Ahora bien, el problema no es solo ecológico, sino metabólico. La promesa de Castillo de que basta con redistribuir ignora tres cataclismos simultáneos: energía cara, agua menguante y suelos exhaustos. Cada uno de estos factores erosiona la base material de la "abundancia". Sin petróleo barato, el cemento se queda sin transporte, los ladrillos sin hornos, y las promesas de "vivienda para todos" son papel mojado. Sin fertilidad en los suelos, ningún plan de trabajo digno resiste: menos energía neta implica menos producto físico por hora, y por tanto, la reducción de la jornada laboral no se traduce en "pleno empleo", sino en productividad menguante en un metabolismo social que se achica.

La historia lo confirma: la Unión Soviética en los años 80 pudo seguir distribuyendo alimentos subsidiados, pero lo hizo sobre un sistema agrícola exhausto y dependiente de insumos fósiles que ya no podían sostenerse. Cuba resistió heroicamente al bloqueo, pero cuando cayó la URSS, el colapso energético se tradujo en escasez material que ninguna "justa distribución" podía conjurar. Hoy, la crisis hídrica de Ciudad del Cabo, la desertificación en el Sahel o el colapso de la pesca en el Pacífico nos recuerdan que no se trata de repartir mejor lo existente, sino de admitir que lo existente se evapora.

Lo que Castillo no entiende es que la distribución no crea existencia. La abundancia no es un mito capitalista que el socialismo podría corregir, sino un espejismo fósil que se deshace ante nuestros ojos. Confundir excedente financiero con superávit biofísico es la trampa ideológica del siglo XX. El colapso, por el contrario, es escasez estructural, no mala gestión.

En otras palabras: ni la justicia distributiva ni el socialismo "desde abajo" pueden restaurar glaciares, devolver fertilidad a suelos erosionados o resucitar especies extintas. La escasez no es ideológica: es material. Y esa es la muralla contra la cual se estrellan los viejos manuales de abundancia.

En este sentido, vale la pena mostrar con crudeza cómo las promesas de abundancia que Castillo recicla del siglo XX se estrellan hoy contra un muro infranqueable: los límites planetarios. La tabla siguiente contrasta la retórica de la "justa distribución" con las condiciones materiales reales que atraviesa la civilización.

Tabla 2 – Promesas de abundancia vs. límites biofísicos reales

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Lo que emerge de esta comparación es evidente: la supuesta "abundancia bien distribuida" no es más que una consigna vacía cuando la base ecológica de esa abundancia está en ruinas. Se puede repartir justicia, pero no se puede repartir agua que ya no existe, suelos que ya no producen, ni petróleo que ya no fluye. La escasez no se resuelve con asambleas ni con decretos: se resuelve —si acaso— con adaptación drástica a un mundo de contracción irreversible.

IV. El espejismo del "socialismo desde abajo"

Castillo insiste en la idea de un "socialismo desde abajo", una apelación romántica a la autoorganización de las masas como fuente de toda solución. El problema es que la autoorganización no crea recursos. No produce agua en un desierto, ni petróleo donde ya no hay reservas rentables, ni fertiliza suelos agotados.

La historia lo confirma: la Comuna de París (1871) cayó no solo por la represión, sino porque era incapaz de sostenerse materialmente en un país agotado por la guerra; la revolución española de 1936 fue derrotada también por la incapacidad de sostener una economía de guerra frente a bloqueos y limitaciones materiales. Ninguna asamblea barrial crea energía ni alimentos en el vacío.

El "socialismo desde abajo" es políticamente deseable, pero insuficiente frente a una crisis civilizatoria. No se trata de quién gobierna, sino de si hay mundo gobernable.

Aquí es donde se vuelve necesario desnudar el fetiche del sujeto proletario. El proletariado puede organizar la producción, pero no inventa joules. Zanón, la "fábrica sin patrón" tan celebrada por el trotskismo, sigue dependiendo de gas fósil y materias primas industriales que destruyen ecosistemas: la autogestión no abolió su metabolismo contaminante. Lo mismo puede decirse de los soviets rusos: fueron un instrumento político poderoso, pero su función fue coordinar la expansión industrialista y militar, no transformar el metabolismo fósil que sostuvo la URSS.

Es decir: el problema no está en la forma política de la organización ("desde arriba" o "desde abajo"), sino en el contenido material de la sociedad que se organiza. Democracia obrera sí, pero sobre bases metabólicamente inviables conduce al mismo callejón sin salida que el capitalismo. La consigna debería ser: "autoorganización para decrecer", no autoorganización para multiplicar fuerzas productivas que ya chocaron contra los límites biofísicos del planeta.

Tabla 3 – Autoorganización vs. límites materiales

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Lo que esta tabla evidencia es demoledor: la autoorganización política es condición necesaria para resistir, pero nunca condición suficiente para sostener civilizaciones. Sin energía barata, sin agua suficiente, sin suelos fértiles, las asambleas se convierten en rituales democráticos sobre un mundo material que ya no responde. El error de Castillo es confundir fuerza política con metabolismo. Lenin lo habría resumido en seco: "Sin electricidad, no hay soviets". Hoy deberíamos decir: "Sin decrecimiento material, no hay socialismo posible".

V. Socialismo fósil vs. marxismo colapsista

La política de Castillo es, en el fondo, la de un fósil ideológico: un marxismo congelado en el siglo XX, incapaz de comprender el siglo XXI. Su horizonte sigue siendo el de un mundo con recursos crecientes, donde el problema es la apropiación desigual de una riqueza que, supuestamente, siempre podría expandirse.

El marxismo colapsista, en cambio, parte de los datos de la ciencia contemporánea: el cambio climático irreversible, la crisis energética del pico del petróleo y el gas, la sexta extinción masiva en curso. Reconoce que ya hemos sobrepasado varios límites planetarios y que el siglo XXI no será de abundancia socialista, sino de declive civilizatorio.

Por eso, mientras Castillo promete un futuro de "planificación racional y abundancia justa", el marxismo colapsista plantea preparar a las clases trabajadoras para resistir, adaptarse y luchar en condiciones de escasez estructural, deterioro ambiental y catástrofes en cadena.

Ese contraste revela el vacío ecológico del discurso de Castillo: habla del FMI, del Congreso, de vetos y de "democracia real", pero calla sobre lo esencial: el colapso climático, la desertificación de los suelos, la escasez hídrica y la inviabilidad de las megaciudades. Es el programa de un sordo metabólico: denuncia la "antidemocracia" institucional, pero defiende implícitamente una megamáquina industrial que solo puede sostenerse con más presas, más minas, más militarización de territorios. Paradoja brutal: su "democracia radical" depende de un metabolismo que exige autoritarismo material.

El marxismo colapsista ofrece la única estrategia realista. No la gerencia de un capitalismo fósil con "rostro humano", sino un viraje drástico:

  • Desindustrialización selectiva y rápida: clausurar minería metálica a cielo abierto, fósiles no convencionales, agronegocio exportador.

  • Reconfiguración territorial: pasar de megalópolis frágiles a redes comunales de baja energía, con agricultura local, salud básica y educación útil.

  • Racionamiento democrático: distribuir la escasez priorizando vida, agua, alimentos y salud por sobre lujos tecnológicos y consumo suntuario.

  • Energía apropiada: descentralizada, de baja potencia, mantenible localmente, en vez de una "transición verde" para sostener la misma escala industrial.

  • Pleno empleo de supervivencia: restaurar suelos, cuencas, bosques y fortalecer oficios de cuidado y reparación en lugar de soñar con unicornios tecnológicos.

  • Planificación sí, pero de descenso: coordinar una contracción metabólica ordenada, no expandir "fuerzas productivas" fósiles.

  • Socialismo desde abajo sí, pero para apagar la máquina, no para manejarla. La tarea no es gestionar la abundancia, sino sobrevivir en el derrumbe.

Tabla 4 – Socialismo fósil vs. marxismo colapsista

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En síntesis: mientras Castillo recicla un socialismo fósil que promete justicia distributiva en un mundo de recursos agotados, el marxismo colapsista entiende que la historia se juega ya en clave de descenso. No hay plan que cree agua, ni asamblea que fabrique petróleo. La verdadera política revolucionaria es la que reconoce la catástrofe en curso y arma a la clase trabajadora no para gestionar la abundancia perdida, sino para sobrevivir y transformar el derrumbe.

VI. Del espejismo a la estrategia real

Castillo es, en última instancia, una momia ideológica. Habla con las consignas del siglo pasado a un mundo que ya no existe. Gaza, el FMI, las jubilaciones: todo real, todo grave, pero insuficiente si se omite el problema central de nuestra época, el colapso ecológico y civilizatorio.

La negación de esa realidad es suicida. No basta con invocar la "planificación racional", la "abundancia redistributiva" o el "socialismo desde abajo". Ninguna de esas fórmulas mágicas produce petróleo, agua o alimentos en un mundo agotado. Hablar de justicia social sin reconocer la catástrofe ecológica es como organizar un banquete sin comida: puro rito vacío, liturgia sin materia.

El marxismo colapsista ofrece otra estrategia: no negar el derrumbe, sino actuar sobre él; no esperar la abundancia, sino organizar la resistencia en la escasez; no prometer un paraíso socialista imposible, sino preparar a la clase trabajadora para sobrevivir en el siglo más peligroso de la historia humana. Reconoce que la historia del siglo XXI no será la del progreso lineal, sino la de la lucha en un planeta en retroceso, donde cada decisión política está condicionada por la termodinámica y la ecología.

VII. Del eslogan a la materia

Castillo propone mandarinas sin árbol: planificación sin energía, distribución sin recursos, democracia sin metabolismo. Es el socialismo fósil en su versión más descarnada: moral ardiente, pero análisis frío; consignas tribuneras, pero termodinámica ausente.

Frente a esa esterilidad, el comunismo del límite se levanta como alternativa viva: ética de la frugalidad, política del descenso, justicia en la escasez. Menos parlamento, más reconstrucción metabólica; menos discursos, más agua y suelos fértiles.

Por eso el dilema es claro: o socialismo fósil y fracaso, o marxismo colapsista y lucha en el colapso. Una bifurcación histórica donde no se juega la fidelidad a un manual del siglo XX, sino la supervivencia de la humanidad en el siglo XXI. Y en esa encrucijada, la momia ideológica de Castillo queda enterrada: el único marxismo vivo es el que enfrenta la catástrofe y arma a los trabajadores no para soñar con la abundancia perdida, sino para combatir dentro del derrumbe.

Para seguir encendiendo la chispa de esta revolución colapsista, te invitamos al Marxism and Collapse Blog, donde el pensamiento no teme a las llamas, y la utopía no esquiva el derrumbe.

Septiembre 16, 2025

Genosis Zero

(Elaborado en 16 segundos)

 



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