La cruel realidad de los jubilados venezolanos

En Venezuela, las palabras se han divorciado completamente de la realidad. Mientras desde los estrados oficiales se proclama la "protección" de los adultos mayores y se promete un "futuro digno" para quienes construyeron el país, los números cuentan una historia radicalmente diferente: la de una burla sistemática, cruel y deliberada hacia quienes dedicaron su vida entera al trabajo.

El salario mínimo venezolano se ubica actualmente en 130 bolívares, el equivalente a apenas medio dólar estadounidense. A esto se suma un bono de aproximadamente 50 dólares, lo que totaliza unos 50.50 dólares mensuales. Sí, ese es el monto con el que el Estado venezolano espera que un jubilado alguien que trabajó décadas por el país pueda vivir todo un mes en el año 2025.

Pero la afrenta no termina ahí. Cuando llega diciembre, época en la que tradicionalmente se celebran las utilidades o aguinaldos como reconocimiento al esfuerzo del año, el gobierno venezolano otorga a los pensionados y jubilados el equivalente a dos o tres meses de salario base. Hagamos el cálculo: entre 1 y 1.50 dólares. No del ingreso total, sino únicamente del salario mínimo. Esa es la "generosidad" navideña para quienes ya no tienen fuerzas para trabajar, para quienes dieron décadas de su vida construyendo hospitales, enseñando en escuelas, manteniendo servicios públicos o trabajando en cualquiera de las miles de labores que sostienen una nación.

Detengámonos en esta perversa aritmética. Durante once meses del año, un jubilado recibe aproximadamente 50 dólares mensuales. Cuando llega diciembre, mes de celebración y gastos adicionales, recibe como "aguinaldo" entre 1 y 1.50 dólares. No un bono proporcional a su ingreso real, no un reconocimiento significativo, sino una cantidad que ni siquiera alcanza para comprar un kilogramo de queso.

Es como si el sistema dijera: "Te damos apenas lo suficiente para que sobrevivas precariamente once meses al año, pero en el mes que más necesitas, en el que se supone debemos celebrar, te daremos una limosna tan ridícula que quedará claro cuán poco vales para nosotros".

Es una ecuación imposible. Los medicamentos para enfermedades crónicas pueden costar entre 20 y 40 dólares mensuales. Una compra básica de alimentos (arroz, pasta, aceite, proteína mínima) puede superar fácilmente los 30 dólares. ¿Qué queda entonces? Nada. La respuesta es siempre la misma: nada.

Y entonces llega diciembre, con sus promesas de "bellas navidades" y "protección social". ¿Cuál es el regalo del Estado para estos ancianos? Entre uno y un dólar y medio. La cantidad que un ciudadano de clase media en cualquier país latinoamericano dejaría de propina en un café.

¿Qué puede comprar un jubilado venezolano con ese aguinaldo? No alcanza para nada. Apenas alcanza para sentir la humillación.

Lo verdaderamente obsceno de esta situación no es solo la miseria económica que se impone, sino el cinismo desvergonzado con el que se acompaña. Cada anuncio de "bonos" o "aumentos" viene precedido de discursos grandilocuentes sobre el "amor por los abuelos", la "protección social", el "compromiso con quienes construyeron la patria".

Se multiplican las fotografías de funcionarios sonrientes entregando cajas de comida. Se organizan eventos donde se canta y se baila para los "abuelos de la patria". Se celebran con bombos y platillos estos aguinaldos miserables como si fueran actos de generosidad extraordinaria.

Pero cuando termina el espectáculo mediático, cuando se apagan las cámaras y cesan los aplausos dirigidos, la realidad permanece inalterada: personas de, 55, 60, 70, 80 años, muchas con enfermedades graves, enfrentando el desafío imposible de sobrevivir con cantidades de dinero que resultan ofensivas incluso para llamarlas simbólicas.

Detrás de estas cifras irrisorias hay un mensaje que no puede ignorarse: "Tu vida de trabajo no vale nada. Tu vejez no merece respeto. Eres prescindible".

Este mensaje se transmite cada vez que un jubilado debe elegir entre comprar comida o medicinas. Cada vez que tiene que racionar pastillas, tomando una cada dos días en lugar de diariamente, poniendo en riesgo su salud. Cada vez que debe depender completamente de la caridad de hijos o nietos que, a su vez, apenas pueden mantenerse a sí mismos. Cada vez que debe mendigar lo que debería ser un derecho inalienable.

Estos jubilados no son personas que pasaron su vida en la ociosidad. Son maestros que formaron generaciones enteras de venezolanos. Enfermeros que cuidaron enfermos durante noches enteras en hospitales públicos. Ingenieros que diseñaron infraestructura. Obreros que construyeron carreteras, edificios, sistemas de agua potable. Empleados públicos que mantuvieron funcionando el aparato administrativo del Estado. Trabajadores de todas las áreas imaginables que, cuando eran jóvenes y productivos, aportaron con su trabajo, su energía, su tiempo y sus impuestos a un sistema que les prometió protección en la vejez.

¿Cuáles son las "bellas navidades" que esperan a estos jubilados? Son navidades de dependencia absoluta, de humillación institucionalizada, de impotencia corrosiva.

Son navidades donde la celebración se reduce a agradecer tener un plato de comida cualquiera que sea gracias a la solidaridad familiar o comunitaria, nunca gracias al Estado que debería protegerlos. Donde las familias deben realizar actos de malabarismo financiero para garantizar que sus abuelos tengan al menos una comida decente en Nochebuena.

Son navidades donde la dignidad es un lujo inalcanzable, donde la alegría es un recuerdo borroso de tiempos mejores, donde la esperanza se ha convertido en resignación amarga.

Quizás lo más doloroso de todo es la trivialización sistemática de este sufrimiento. Las autoridades presentan estos pagos miserables como si fueran logros históricos.

Se normaliza la pobreza extrema como si fuera una situación inevitable, un fenómeno natural contra el cual nada puede hacerse.

Pero no hay nada natural ni inevitable en esto. Es el resultado de decisiones políticas concretas, de prioridades claramente establecidas, de un sistema que ha elegido conscientemente abandonar a sus mayores mientras mantiene estructuras de poder costosas y burocracias infladas.

Existe una doble moral insostenible en todo esto. El mismo Estado que entrega 1.50 dólares como aguinaldo a un jubilado que trabajó 40 años, gasta miles de dólares en publicidad oficial, en eventos políticos, en estructuras burocráticas redundantes. El mismo gobierno que dice no tener recursos para una pensión digna, encuentra recursos para innumerables otras cosas.

La pregunta es inevitable: ¿Dónde están las prioridades? ¿Qué dice de un sistema político que considera que un maestro jubilado, que formó a cientos de jóvenes, merece recibir en diciembre lo que no alcanza para comprar un pollo?

La brecha entre el discurso oficial y la realidad cotidiana de los jubilados venezolanos no es simplemente una contradicción: es un abismo moral de proporciones obscenas. Cada decreto que anuncia un "aumento" que no modifica sustancialmente la miseria, cada bono que no alcanza para necesidades básicas, cada aguinaldo de 1.50 dólares presentado como si fuera un acto de generosidad, es una confirmación de que las palabras sobre "protección" y "cuidado" no son más que ruido vacío, propaganda hueca para consumo mediático.

Los jubilados y pensionados venezolanos, que entregaron su juventud, su salud y su fuerza a la construcción del país, merecen algo infinitamente mejor que esta burla institucionalizada disfrazada de política social. Merecen poder vivir, no solo sobrevivir día a día con angustia. Merecen dignidad, no limosnas insultantes. Merecen respeto, no cinismo desvergonzado. Merecen una vejez tranquila, no una existencia de perpetua precariedad y humillación.

Mientras el Estado siga tratando a quienes construyeron la nación como cifras prescindibles, mientras siga celebrando como logros lo que son verdaderas tragedias humanas, mientras siga diciéndoles "los cuidamos" al mismo tiempo que les entrega aguinaldos que no alcanzan ni para una comida decente, la pregunta permanecerá flotando en el aire como una acusación: ¿Qué tipo de sociedad abandona así a sus mayores?

Y más importante aún: ¿qué futuro puede esperar una nación que trata de esta manera a quienes le dieron su pasado? ¿Qué mensaje se envía a las generaciones actuales sobre el valor del trabajo, del sacrificio, de la contribución a la sociedad, cuando ven cómo terminan aquellos que dedicaron su vida entera a construir el país?

La respuesta es incómoda pero necesaria: una sociedad que no cuida a sus ancianos es una sociedad que ha perdido su brújula moral. Y Venezuela, a juzgar por cómo trata a sus jubilados, se encuentra en una profunda crisis no solo económica, sino fundamentalmente ética.

NO HAY NADA MÁS EXCLUYENTE QUE SER POBRE



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Ricardo Abud

Estudios de Pre, Post-Grado. URSS. Ing. Agrónomo, Universidad Patricio Lumumba, Moscú. Estudios en Union County College, NJ, USA.

 chamosaurio@gmail.com

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