La violencia, sin afeites

Lo que voy a decir es casi una obviedad. Pero lo obvio, aparte de que difícilmente puede ser percibido del mismo modo que un anciano de 87 años como quien suscribe este texto, a menudo es lo más difícil de explicar. Principalmente porque, en ocasiones —y en algunas, imposible, como en la que aquí se trata—, no hay voluntad alguna, en el individuo, de ver las cosas sin ideología y sin pasión. Y menos aún cuando se trata de una confrontación crónica y gravísima. El foco de la información se dirige siempre a la última barbaridad, de uno u otro bando.

Discernir, pensar, reflexionar con el mayor grado posible de neutralidad —es decir, con auténtica objetividad— sobre la situación bélica en Oriente Medio, no solo hoy sino desde tiempos inmemoriales, es prácticamente imposible. Cualquier noticia, por aséptica que pretenda ser, está inevitablemente impregnada de una u otra dosis de violencia guerrera.

Mi conclusión es que existen dos formas de reflexionar: una propia de los tiempos de paz y otra de los tiempos de guerra. Del mismo modo, hay una moral para la paz y otra, distinta, para la guerra. Ignorar esta dualidad es condenarse a la ingenuidad. Qué tiempo malgastado el de Kant al volcar tantas energías en escribir La paz perpetua en 1765. Es imposible erradicar la predisposición humana hacia la violencia, la ambición y la degradación. El verdadero avance de la genética —y de las ciencias en general— estaría en localizar primero el gen de la violencia y, después, erradicarlo. Y por último, impedir que quienes lo lleven en su naturaleza puedan dirigir a otros. Algo, lo sé, por ahora impensable, pero que, como dijo Sócrates a sus discípulos al distinguir las tinieblas del paraíso, "vale la pena pensarlo así".

Toda lucha contra estas inclinaciones, ya sea desde una religión o desde una ética, será vana en el plano colectivo. Solo tiene sentido desde la perspectiva individual. Y si un pueblo o una nación lograra desterrarlas, tendría que carecer de riquezas para no ser atacado… o entregarlas dócilmente a quien estuviera dispuesto a arrebatárselas.

La condición humana, en lo colectivo, no ha cambiado ni cambiará. Únicamente el individuo puede aspirar a perfeccionarse si vence en sí mismo ese instinto destructor y expoliador. Pero los pactos, tratados y acuerdos entre naciones son, por experiencia histórica, inútiles: casi siempre concebidos para maniobrar y, finalmente, violarlos.

En el llamado "conflicto" entre Palestina e Israel se condensa, como en un laboratorio a cielo abierto, toda esta realidad. No es solo una cuestión de diferencias religiosas, históricas o territoriales: es la eterna pulsión humana por imponerse y dominar. Ninguna negociación ha perdurado. Ningún alto el fuego ha resistido. Cada pacto se concibe como una pausa estratégica antes de la siguiente ofensiva. Aquí, como en tantas otras guerras, no existe un camino verdadero hacia la paz, sino solo treguas frágiles, sostenidas por el cansancio o la conveniencia momentánea. La historia demuestra que, mientras la condición humana siga siendo la misma, Oriente Medio será el espejo más nítido de nuestra incapacidad colectiva para vivir sin guerra.



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Jaime Richart

Antropólogo y jurista.

 richart.jaime@gmail.com      @jjaimerichart

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