Un sistema nuevo

En la cultura occidental todas las generaciones vienen estando atrapadas en su época. Prácticamente hasta el siglo XX, nadie universalmente conocido razonaba y publicaba sin la noción Dios. Podría arremeter de manera furibunda contra la Iglesia, pero no prescindía, explícita o implícitamente, de dicha noción. Y el que osaba hacerlo, lo pagaba con la locura o con la vida. Pues bien, con el capitalismo y con los bancos ocurre lo mismo. Se pide o se exige depurar el sistema capitalista, pero no se propone otra fórmula que no sea más capitalismo con más bancos beatíficos, los cuales no existen. Ni con leyes ni sin leyes. El Interés es el rey y la desigualdad el motor. Los dirigentes que intentan algo diferente lo pagan asimismo con el fracaso o con su vida.

Occidente está pidiendo a gritos un nuevo sistema. El capitalismo ya no sirve. El capitalismo es un sistema de organización de la sociedad basado en la primitiva idea de que la sociedad en su conjunto sólo puede prosperar si las diferencias naturales entre los individuos que la componen son superadas por el esfuerzo de cada individuo por separado, siendo la suma de esfuerzos individuales lo que genera prosperidad para todos.

En una primera fase, esta premisa puede aceptarse. Pero no en una fase de evolución social más avanzada. Pues lo que en principio fue un estímulo y motor de progreso, la iniciativa privada, acaba convirtiéndose con el tiempo en una continuidad cómoda de los descendientes del individuo que realizó el esfuerzo digno de ser retribuido. Esa continuidad cómoda da lugar a la invención de las finanzas. El individuo ya no realiza esfuerzo creativo alguno. Simplemente especula y maquina. Su imaginación y su creatividad no generan riqueza para todos sino que van dirigidas exclusivamente a vislumbrar la oportunidad. Ya no hay riesgo en el capitalismo de la fase posterior. O por mejor decir, el riesgo se reduce a la apuesta en el casino. Nada que ver con las justificaciones del capitalismo industrial en cuya virtud el riesgo justifica el beneficio. Toda la teoría se viene abajo y su soporte y razón de ser se sitúa prácticamente en la fuerza, manu militari, manu politiae, cuando acaba la fase de bonanza.

Pues bien, en estas condiciones generales en las que otros países del mismo sistema los capitalistas tratan de prolongar el régimen capitalista que se desmorona no abusando de sus ventajas, los capitalistas españoles y los políticos que les respaldan ahondan en cambio más y más aquellas diferencias naturales; diferencias naturales convertidas ya en diferencias plenamente sociales, institucionalizándose la pobreza no ya como un estado del individuo de circunstancias, sino como algo establecido por razón del rol que en la sociedad el individuo ocupaba cuando el cataclismo provocado por la arquitectura financiera sobrevino.

Algunos hablan de la casta refiriéndose a una porción de individuos que han propiciado o han permitido ese cataclismo y se han beneficiado de él. Pero en un sentido más amplio la situación general está muy cerca de la distribución de las capas sociales por castas, en el sentido sociológico de grupo que forma una clase separada de los demás por cualquier razón. En Europa también. Pero sobre todo en España, donde a paso acelerado se van perfilando cada vez con más nitidez dos castas especialmente: la de los que lo tienen todo y la de los que no tienen nada, la de los poseedores y la de los desposeídos, siendo la distancia entre unos y otros cada vez más insalvable.

Aunque se trata de países del sur de Europa y principalmente de España, estamos ante un franco retroceso de la civilización. No porque se haya frenado el consumo, que bien frenado está, sino porque la pobreza y la exclusión social forman parte muy acusada del panorama general en el que los dirigentes políticos, bancarios e institucionales no sufren ni comparten las consecuencias del mismo cataclismo. Grandes masas de población han de contentarse con poco o con nada, pero ellos siguen percibiendo el mismo monto de retribuciones del Estado por su condición de políticos. La incivilidad, en situaciones que se creyeron superadas para siempre, ha tomado carta de naturaleza comandada por cresos y políticos. Y todo cuanto intente hacerse que no sea para conseguirse un estrechamiento de la distancia en holgura y bienestar entre pobres y ricos es muy grave proceso involutivo. Porque aunque siempre haya sido así, la percepción general es que cada vez es más hiriente el agravio comparativo, y que el enriquecimiento injusto y el expolio extensivo, como la conquista, son avatares ya propios sólo de la barbarie aunque en este tiempo la barbarie vaya acompañada de mucha tecnología. En suma, urge acabar con el pensamiento y la acción neoliberales, una vez probado y comprobado que es otra argucia del capitalismo para sucederse a sí mismo y para enriquecer más a unos y abrir las puertas a otros puñados más de nuevos ricos del globo. Y mientras tanto España empobrece de manera irreversible y parte de su población sucumbe, física o moralmente, por causas directas o colaterales.
No se sabe cuál acabará siendo el sistema de reemplazo, pero parece inevitable que cualquiera que sea pasará por una socialización generalizada de los servicios básicos. Y, llámese como se llame la pirueta, el desafío estará en revertir el máximo poder político y económico al Estado. En todo caso, evitemos llamarlo comunismo que tan malas resonancias tiene para los que hasta ahora han dominado el mundo; evitemos llamarlo socialismo por razones parecidas. Pero hay que encontrar a todo trance la fórmula que evite que la Europa Vieja, España y el planeta sigan en manos de los acaparadores de la riqueza, de los depredadores y de los dedicados a la explotación en beneficio propio de los bienes y frutos colectivos. Pertenece a esa acción una sumaria y urgente reeducación que propicie el desarrollo del nuevo sistema. A fin de cuentas todo lo mejor que el conjunto de la sociedad ha disfrutado hasta ayer, había sido generado por el Estado y ha salido del Estado. Me refiero a ese Estado que ahora en España muestra una patente obsecuencia frente a los intereses de grupos nacionales emparentados muy de cerca con intereses internacionales y que, por el contrario y para compensar aquella debilidad, se hace fuerte frente a los más débiles estrujando o suprimiendo derechos ciudadanos adquiridos, justo para impedir que esos inconmensurables intereses se vean mermados o afectados negativamente.

En todo caso la clave del cambio no está en la macroeconomía, por más que las cifras, la contabilidad y los balances manejados por economistas y políticos se impongan a la fuerza dentro del expolio practicado y las maniobras especulativas de un capitalismo financiero feroz (lo que significa una concentración cada vez más masiva del dinero en pocas manos), sino sobre todo en los principios humanistas, cristianos y razonables que sitúan al individuo aislado en el centro de atención y preocupación por parte del Estado. La clave, más allá de la política y la economía, está en el plano sociológico y antropológico: en el ideal que planteaba Voltaire: que no haya nadie que sea tan rico que pueda comprar a otro, ni tan pobre que se vea en la necesidad de venderse...

Jaime Richart
1 Setiembre 2014



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Jaime Richart

Antropólogo y jurista.

 richart.jaime@gmail.com      @jjaimerichart

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