La Mariscala

Nos cuenta Don Francisco Herrera Luque:

Es o era costumbre castrense española que la mujer de un oficial fuese nominada con el mismo título de su marido.

Según el historiador español Luis Bermúdez de Castro, las viudas o madres de los oficiales muertos en combate, recibían de por vida tanto el título como el sueldo y los honores correspondientes a su rango. La madre o la viuda, “tenía derecho a usar en las bocamangas los áureos entorchados y a ser recibida por los guardias de plaza, cuando pasase a su inmediación, con los honores de arma brazo y toque de llamada.”

Olvidémonos por los momentos de estas costumbres y hablemos de una mujer llamada Manuela.

Nació en una capital de provincia a mediados del siglo XVIII.

Nunca supo quiénes fueron sus padres.

En una noche oscura, una madre soltera la depositó con gran sigilo en el atrio de una iglesia parroquial, como solía hacerse en aquellos tiempos, tanto en Venezuela como en España, con los hijos problemas.

Ama: ¿Quién llama a estas horas? ¡Jesús, pero no es nadie! Llanto de recién nacido. ¡Pero sí es, un crío!

Párroco: ¿Qué pasa, María José?

Ama: ¡Otra desdichada, señor cura, que nos ha dejado por prenda el fruto de sus amores… ¡Ay, pero si es una chica!

Párroco: Abrígala bien, mujer, y mañana la llevas al convento…

Y Manuela, por esta vía, pasó a ser una de las tantas niñas y niños que, por abandono de sus padres, fue criada por la Iglesia.

De ahí su apellido de la Iglesia. Manuela de la Iglesia, como se la conocería.

Ser una expósita o una inclusera era un serio baldón para hacer buen matrimonio, por limpia y agraciada que fuese, como era el caso de Manuela.

Sin embargo, la muchacha tuvo suerte… o mejor dicho un poco de suerte… y no por mucho tiempo.

Un hidalgo de gotera, es decir un noble de ínfima calidad, pero noble al fin, se casó con ella.

El marido de Manuela, aunque era alegre y decidido y tenía tumba antigua en la iglesia de la parroquia, no daba golpe —como dicen los españoles— o era más flojo que el carrizo —como diríamos nosotros.

Hidalgo: ¿Trabajar yo? Pero qué cosas las que se te ocurren, mujer. Trabajar es tan feo que por eso pagan… Un hombre de mi clase debe estar pronto para servir al rey… Aparte irme de cacería, que sirve para el yantar, y cantar algunas trovas en la taberna, que alcanzan para unas copas, no puedo hacer más nada…

Manuela: Tú eres como un chico grande… Tu alegría me hace feliz… pero necesitamos dar de comer y vestir a los chicos… Déjame emplearme, por lo menos…

Hidalgo: ¿Mí mujer trabajando? ¡Ni hablar! Sería mi deshonra… No desesperes, mujer y confía en mí…

Manuela, a pesar de las privaciones económicas, amaba al alegre hidalgo y a los tres hijos que le había dado.

Pero un día…

Vecino: ¡Manuela, Manuela…!

Manuela: ¿Qué sucede? ¿Por qué traéis esa cara?

Vecino: Una gran desgracia, Manuela. A tu marido… Lo han matado de una puñalada…

La pobreza en la que siempre había vivido se hizo más espesa. Ya no era la privación sino la miseria absoluta la que envolvía aquella casa, desde que murió el hidalgo alegre y soñador. Manuela se hizo sirvienta en casa de un oficial del Rey. Su juventud y belleza se disolvió en oficios de fregona y en triste soledad de viuda. Una luz de esperanza brillaba, sin embargo, en sus ojos. Su único hijo, un hermoso y robusto niño, con la ayuda de su patrón, logró entrar a un reputado y recién fundado instituto de marina mercante. Cuando la melancolía caía sobre ella y le dolía el cuerpo de tanto fregar se consolaba al decir… Cuando mi hijo sea capitán…

A los quince años, el chico concluyó sus estudios. Su alegría fue efímera:

Niño; Madre debo marcharme a Indias…

Manuela: (Con dolor) ¿A Indias? ¿Quiere decir que nunca más he de volverte a ver?

Niño: Madre, no digas tal. Volveré rico y poderoso… Nada te habrá de faltar… Dejarás de ser fregona en el momento mismo en que reciba mi primera paga…

El hijo de Manuela cumplió su palabra; salvo una mísera cantidad que reservaba para él, el resto de su sueldo se lo enviaba a su madre. El muchacho hizo carrera. Luego de una serie de vicisitudes se transformó, aquí en Venezuela, en un próspero comerciante que le hacía llegar a su madre fuertes remesas de dinero para que disfrutase en su ancianidad de todo cuanto había faltado hasta entonces. Me imagino que ya ustedes sospecharán el nombre de este personaje.

Se llamaba José Tomás Boves… y de la Iglesia, el hijo de la inclusera.

Hasta las vísperas de su muerte, el Urogallo vivió pendiente de que a su madre no le faltase nada. La última remesa de dinero que envió a doña Manuela fue de doscientos pesos. En octubre, Boves fue ascendido a coronel por el Rey; en diciembre ya estaba muerto. Por disposición expresa de la ley, los militares muertos en combate eran ascendidos al rango superior inmediato.

Por eso doña Manuela Boves y de la Iglesia, la dulce y abnegada inclusera, la que fue sirvienta y fregona, recibió, por obra de su hijo, el rango de mariscala, con una pensión de 8.250 reales de vellón. ¿Qué pensaría la sufrida anciana cuando, al término de cada mes, al trasponer las puertas del cuartel para cobrar su mesada, la guardia de honor, al grito de un oficial, le rendía a la pobre sirvienta honores de mariscala?

Hasta la Victoria Siempre y Patria Socialista.

¡Venceremos!

manueltaibo1936@gmail.com


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Manuel Taibo


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