Mi Comandante inmortal Hugo Chávez fue un ser humano de honor

El honor no es algo que esté de moda. Es un valor que hemos olvidado casi por completo. La palabra “honor” ya casi ni se pronuncia. Sin embargo, es frecuente observar como muchas personas se llenan la boca pregonando sobre “la dignidad humana”. Aparte de que cada uno entiende esta dignidad a su manera – generalmente para exigir algún reclamo – nadie se toma tampoco el trabajo de explicar exactamente en qué consiste y cómo se fundamenta esa dignidad.

En lo fundamental, el concepto del honor descansa sobre el respeto. Muy básicamente, el honor de una persona consiste en ser lo que es y en ser reconocido y respetado por lo que es. Mi honor reside en ser lo que soy y en que mis semejantes me reconozcan y me respeten por lo que soy. El corolario necesario de esto es que toda persona debe tener un comportamiento que le haga posible respetarse a sí mismo, asumiendo al mismo tiempo el compromiso de respetar a quienes se respetan.

En buena medida, la dificultad de explicar y definir el honor reside en que es un valor fuertemente autoreferencial. O bien se explica por si mismo, o bien resulta muy difícil de describir. Tratar de explicarle el honor a un corrupto o a un codicioso ególatra es como tratar de explicarle los colores a un ciego, o la música a un sordo. Dado esto, se comprende por qué todo lo relativo al honor se vuelve rápidamente circular: somos dignos de respeto si nos comportamos con honor y nos hacemos honorables respetando nuestra propia dignidad.

Una de las cosas importantes es comprender que la dignidad no es un atributo automáticamente adjudicable a cualquier persona como muchos sostienen o, al menos, pretenden sostener. La pura y triste verdad es que hay personas indignas. Porque la dignidad hay que ejercerla como lo está haciendo nuestro gobierno BOLIVARIANO SOCIALISTA; al respeto primero hay que merecerlo y luego ganarlo. Es muy encomiable eso de que hay que respetar a los demás y respetar la dignidad de los demás. Pero ¿qué hacemos con quienes no se respetan ni a sí mismos? ¿Qué dignidad vamos a respetar en quienes no tienen dignidad? ¿Acaso es posible rendirle honores a alguien que no tiene honor?.Ustedes intuirán a lo que me refiero.

Hay quienes afirman que el honor y la dignidad son producto de la educación y del medioambiente. Realmente no lo creo. En todo caso, o bien nuestra educación es un fracaso colosal, o bien muy poco es lo que puede o sabe hacer en materia de honor y dignidad. Elijan ustedes la opción que más prefieran, pero la corrupción y la deshonestidad generalizadas que hoy existen en nuestra civilización y de las cuales todos nos quejamos amargamente son una prueba bastante evidente de que en materia de decencia, con nuestros sistemas pedagógicos los cuales estamos tratando de cambiar y la burguesía no lo quiere por nada del mundo hemos logrado poco .

Creo que al cultivo y al ejercicio del honor lo promovería mucho más un buen sistema de premios y castigos que una sofisticada teoría educativa. Y no estoy pensando en castigos inhumanos, flagelaciones públicas, penas de muerte, o barbaridades por el estilo. En lo que pienso es en un sistema que promueva la honorabilidad y le ponga barreras prácticamente infranqueables a la deshonestidad. Mientras premiemos a los especuladores, a los arribistas y a los oportunistas sin escrúpulos con los puestos más altos de la escala social y mientras castiguemos a los simples honrados profesionales y trabajadores con los últimos puestos, poca esperanza tengo de que consigamos construir una sociedad basada en el honor y en el respeto a la verdadera dignidad. Será una opinión muy personal mía, pero creo más en un buen criterio de selección que en la supuestamente infinita educabilidad del ser humano.

Antiguamente se afirmaba que el honor se posee porque es un “patrimonio del alma”; pero el individuo puede perderlo al mancharlo con sus actos siendo que el árbitro, el otorgador y el protector del honor es Dios. Simultáneamente, se hacía la distinción entre “honor” y “honra”, afirmando que esta última es un bien que se adquiere y hasta se hereda siendo su árbitro, dador y protector el Rey.

Roque Barcia, en su “Diccionario de Sinónimos Castellanos” decía todavía hacia fines del Siglo XIX: “... el honor es una honra de sentimiento presente, nuestra. Es el caudal que hemos de legar a nuestros hijos. La honra es un honor tradicional, histórico, heredado; es el caudal que nos legaron nuestros padres. De modo que elhonor es una virtud. La honra viene a ser una razón de estado, casi una jerarquía. El honor se tiene. La honra se hereda.” [1]

De lo dicho creo que se desprende con bastante claridad que el honor no es una posesión garantizada. No es algo que se tiene, sin importar lo que uno haga en la vida. Puede perderse y, de hecho, las generaciones pasadas opinaban que es como la virginidad: se tiene o no se tiene y se puede perder una sola vez. Hoy en día quizás no seríamos tan estrictos. Considerando como están las cosas en el mundo, creo que deberíamos ser algo más indulgentes y admitir que hasta una persona honorable puede tener un momento de debilidad, o cometer un error grave del que no se sentirá precisamente orgulloso por el resto de su vida. Pero, de todos modos, tampoco exageremos demasiado con eso de la indulgencia y la tolerancia. Porque lo cierto es que la deshonestidad es un tobogán por el cual, una vez que alguien se deja deslizar, resulta muy difícil volver para atrás. Den ustedes un paso hacia la corrupción y la deshonestidad y, si consiguen deshacer el camino inmediatamente, quizás logren continuar siendo personas con honor. Pero si llegan a dar el segundo paso muy probablemente habrán perdido el honor para siempre. El deshonor es un pozo sin fondo del que no se sale. Por lo menos, no sin ayuda. Recuerden lo que dijimos acerca de quién es el que, según la tradición, otorga el honor.

Y esto es así porque, una vez perdido el honor se pierde también el respeto por uno mismo y por los demás. Y, habiendo perdido ese respeto, las personas pierden su dignidad. Entre otras razones, por eso les decía antes que hay personas indignas. Una persona deshonesta no es digna de respeto y una persona que no es digna de respeto es una persona indigna. El razonamiento es de hierro y no hay escapatoria. Es inútil perorar sobre una “dignidad humana” que se presupone en cualquiera por el sólo hecho de ser un miembro de la clase zoológica denominada homo sapiens. Hay personas que han tirado esa dignidad a la basura, o ni siquiera tienen noción de que existe en absoluto, y la sociedad no gana absolutamente nada siendo tiernamente condescendiente con ellas. Es más: la experiencia actual – e incluso 10.000 años de Historia – demuestran que ese criterio solamente sirve para disparar una decadencia que muy fácilmente puede llegar a volverse irreversible.

Entiéndase bien: no es cuestión de ser inhumanamente crueles con las personas indignas. La cuestión es bloquearles terminante y definitivamente los puestos más altos de la estratificación social, especialmente los relacionados con aquellas funciones que afectan a todo el organismo social o, al menos, a un conjunto importante de seres humanos. No creo que el corrupto y el deshonesto merezcan necesaria y forzosamente la lapidación, la horca o el garrote vil. Pero sí creo que merecen el desprecio que generan y por cierto que no creo que hasta merezcan ser premiados con los niveles de status más altos de nuestra civilización. Especialmente no con aquellos niveles en dónde pueden luego tomar decisiones que nos afectarán a todos.

Y por último hay una interrelación que no podemos pasar por alto. Es la que existe entre el honor y el deber.

Cumplir con nuestras obligaciones no es lo mismo que cumplir con nuestro deber. El cumplir con una obligación es una cuestión de responsabilidad. Cumplir con un deber es una cuestión de honor. Las personas responsables cumplen con sus obligaciones; las personas de honor cumplen con su deber.

La diferencia es enorme, aunque no lo parezca a simple vista. Una obligación es algo que le debemos a los demás. El deber nos lo debemos a nosotros mismos. La obligación puede exigirse y muchas veces tiene contrapartida o contraprestación. El deber es lo que se espera de uno más allá de si hay – o no – una contrapartida o contraprestación. Es lo que uno hace “porque sí”. Porque uno es como es, y es lo que es. O lo que se abstiene de hacer porque una persona de honor no hace esas cosas. La norma del deber es nuestra propia conciencia. La norma de la obligación son las leyes, los usos, las costumbres y los compromisos asumidos.

Por ello es que Séneca decía que “el honor es aquello que prohíbe las acciones que la ley tolera”. Porque el sentido del deber es mucho más amplio y mucho más imperativo que la obligación. Y no sólo en el sentido restrictivo en el que la frase de Séneca lo formula sino en el mucho más importante de exigir positivamente determinada actitud o determinado comportamiento. Para el honor, es generalmente mucho más importante lo que el deber comanda que lo que prohíbe.

Para el médico, tratar de curar al enfermo es un deber. Hacerlo a conciencia según sus mejores conocimientos y tomando todos los recaudos adecuados es una obligación. Pero también es su deber ver en el paciente a un ser humano que sufre y no sólo una oportunidad para cobrar honorarios por consultas inútiles. No obstante, mantener el secreto profesional es su obligación.

De cualquier modo, el honor reside siempre en aquello de lo cual nos sentimos orgullosos o de lo cual creemos que nos podemos sentir orgullosos. No para restregárselo bajo la nariz a todo el mundo haciendo una ostentación tan innecesaria como improcedente de nuestro orgullo. Es simplemente aquello que constitutivamente nos pertenece y nos satisface; nos describe y nos place como nos describe; nos representa y encontramos adecuado que nos represente.

Nuestro honor está en lo que auténticamente somos. Define cómo deseamos vernos a nosotros mismos y como deseamos ser percibidos, reconocidos, respetados y tratados por los demás, al mismo tiempo en que define también cómo deseamos percibir a los demás para reconocerlos, respetarlos y tratarlos dignamente.

El honor es lo que convierte a las mujeres en damas y a los hombres en caballeros.

Y esas categorías, digan lo que digan, no dependen de las modas.

Son condiciones que jamás pasarán de moda.

El honor es aquello que prohíbe
las acciones que la ley tolera.
Séneca

El honor es la conciencia externa,
y la conciencia, el honor interno.
Arthur Schopenhauer

En un espíritu corrompido
no cabe el honor.
Tácito

No se me escapa que hablar de honor en los días que corren es casi algo así como un anacronismo. Decididamente, el honor no es algo que esté de moda. Es un valor que hemos olvidado casi por completo. La palabra “honor” ya casi ni se pronuncia. Sin embargo, es harto frecuente observar como muchas personas se llenan la boca perorando sobre “la dignidad humana”. Aparte de que que cada uno entiende esta dignidad a su manera – generalmente para exigir algún reclamo – nadie se toma tampoco el trabajo de explicar exactamente en qué consiste y cómo se fundamenta esa dignidad.

En lo fundamental, el concepto del honor descansa sobre el respeto. Muy básicamente, el honor de una persona consiste en ser lo que es y en ser reconocido y respetado por lo que es. Mi honor reside en ser lo que soy y en que mis semejantes me reconozcan y me respeten por lo que soy. El corolario necesario de esto es que toda persona debe tener un comportamiento que le haga posible respetarse a si mismo, asumiendo al mismo tiempo el compromiso de respetar a quienes se respetan.

Así y todo, sería un error confundir el honor con la reputación, con la fama, o con la notoriedad. En una persona realmente íntegra, la reputación no es sino la consecuencia de una honorabilidad intrínseca reconocida por sus semejantes. A las personas de reputación intachable se las honra; a las que se destacan por una honorabilidad excepcional se les rinden honores. Y esto corresponde aunque sean adversarios o hasta enemigos declarados. Cuando en la Primer Guerra Mundial los británicos consiguieron derribar a Manfred von Richthofen – más conocido como el legendario “Barón Rojo” alemán por el color de los aviones que piloteaba – los mismos británicos lo sepultaron con todos los honores militares. Su ataúd fue cargado por seis miembros del escuadrón 209 inglés y soldados australianos presentaron armas y lanzaron tres salvas en su honor. En la lápida de su tumba, que aún hoy está en el mismo lugar en que cayó, sus enemigos hicieron grabar las siguientes palabras: "Aquí yace un valiente, un noble adversario y un verdadero hombre de honor. Que descanse en paz".

Sucede que el honor no sólo se afirma sobre el respeto sino que impone respeto y, en las personas con honor, este respeto trasciende todas las fronteras y todas las líneas divisorias. No hay barreras para el reconocimiento del honor aún entre personas de escalas de valores diferentes. El caballero teutónico o el gentilhombre español le habrían rendido honores al samurai japonés aún sin compartir el código de honor de este último que le imponía el suicidio ritual a la muerte de su Señor. El pobre respetará al rico si éste es honrado y el rico respetará al pobre si éste es honrado. Entre personas de honor, débiles y poderosos se respetarán mutuamente porque el honor trasciende condiciones sociales, niveles económicos y jerarquías establecidas. Honor y respeto son valores que no se dejan embretar en estructuras convencionales. Están más allá de cualquier estructura social, económica o política porque son inherentes a la parte más noble de la condición humana. Y esa nobleza impone un reconocimiento aún entre personas de distintas culturas o civilizaciones.

La única verdadera Internacional es la de los Hombres de Honor.

Y no es que los miembros de esa cofradía sean “iguales” en el sentido que el igualitarismo actual le otorga al término. Antiguamente se hubiera dicho que son “pares”. El honor no nos hace iguales. Nos hace igualmente respetables.

En buena medida, la dificultad de explicar y definir el honor reside en que es un valor fuertemente autoreferencial. O bien se explica por si mismo, o bien resulta muy difícil de describir. Tratar de explicarle el honor a un corrupto o a un codicioso ególatra es como tratar de explicarle los colores a un ciego, o la música a un sordo. Dado esto, se comprende por qué todo lo relativo al honor se vuelve rápidamente circular: somos dignos de respeto si nos comportamos con honor y nos hacemos honorables respetando nuestra propia dignidad.

Una de las cosas importantes es comprender que la dignidad no es un atributo automáticamente adjudicable a cualquier persona como muchos sostienen o, al menos, pretenden sostener. La pura y triste verdad es que hay personas indignas. Porque a la dignidad hay que ejercerla; al respeto primero hay que merecerlo y luego ganarlo. Es muy encomiable eso de que hay que respetar a los demás y respetar la dignidad de los demás. Pero ¿qué hacemos con quienes no se respetan ni a si mismos? ¿Qué dignidad vamos a respetar en quienes no tienen dignidad? ¿Acaso es posible rendirle honores a alguien que no tiene honor?

Otro aspecto importante es que el honor, como muchos de los demás valores que veremos luego, constituye una avenida de doble mano. Es un valor que está en uno mismo y que se reconoce en el otro. Sin embargo, aun si la avenida es de doble mano, la circulación no es automática. El valor está en uno mismo sólo si se lo cultiva y se lo ejerce. Y se reconoce en el otro sólo si el comportamiento de este otro permite inferir o deducir un valor similar. Un honor sin el comportamiento correspondiente es pura fanfarronería vacía de contenido real. Si me descuelgo con el proverbial “hijo mío, haz lo que te digo y no lo que yo hago” estaré dando, quizás, un buen consejo. Pero no por ello lo que hago se va a convertir en un comportamiento honorable.

Si todos tenemos – o no – la misma capacidad para ser honorables, eso es algo que admite el debate y puede discutirse. Personalmente, debo confesar que no creo que eso sea cierto, por más antipática que resulte la afirmación. He conocido en mi vida personas tan indignas y tan vacías hasta de la más elemental noción del honor que ni aún con la mejor buena voluntad del mundo he conseguido imaginarme cómo podrían haber seguido un camino diferente. Hay quienes afirman que el honor y la dignidad son producto de la educación y del medioambiente. No lo creo. Realmente no lo creo. En todo caso, o bien nuestra educación es un fracaso colosal, o bien muy poco es lo que puede o sabe hacer en materia de honor y dignidad. Elijan ustedes la opción que más prefieran, pero la corrupción y la deshonestidad generalizadas que hoy existen en nuestra civilización – y de las cuales todos se quejan amargamente – son una prueba bastante palmaria de que, en materia de decencia, con nuestros sistemas pedagógicos no hemos logrado gran cosa.

Creo que al cultivo y al ejercicio del honor lo promovería mucho más un buen sistema de premios y castigos que una sofisticada teoría educativa. Y no estoy pensando en castigos inhumanos, flagelaciones públicas, penas de muerte, o barbaridades por el estilo. En lo que pienso es en un sistema que promueva la honorabilidad y le ponga barreras prácticamente infranqueables a la deshonestidad. Mientras premiemos a los especuladores, a los arribistas y a los oportunistas sin escrúpulos con los puestos más altos de la escala social y mientras castiguemos a los simples honrados profesionales y trabajadores con los últimos puestos, poca esperanza tengo de que consigamos construir una sociedad basada en el honor y en el respeto a la verdadera dignidad. Será una opinión muy personal mía, pero creo más en un buen criterio de selección que en la supuestamente infinita educabilidad del ser humano.

Antiguamente se afirmaba que el honor se posee porque es un “patrimonio del alma”; pero el individuo puede perderlo al mancharlo con sus actos siendo que el árbitro, el otorgador y el protector del honor es Dios. Simultáneamente, se hacía la distinción entre “honor” y “honra”, afirmando que esta última es un bien que se adquiere y hasta se hereda siendo su árbitro, dador y protector el Rey.

Roque Barcia, en su “Diccionario de Sinónimos Castellanos” decía todavía hacia fines del Siglo XIX: “... el honor es una honra de sentimiento presente, nuestra. Es el caudal que hemos de legar a nuestros hijos. La honra es un honor tradicional, histórico, heredado; es el caudal que nos legaron nuestros padres. De modo que elhonor es una virtud. La honra viene a ser una razón de estado, casi una jerarquía. El honor se tiene. La honra se hereda.” [1]

De lo dicho creo que se desprende con bastante claridad que el honor no es una posesión garantizada. No es algo que se tiene, sin importar lo que uno haga en la vida. Puede perderse y, de hecho, las generaciones pasadas opinaban que es como la virginidad: se tiene o no se tiene y se puede perder una sola vez. Hoy en día quizás no seríamos tan estrictos. Considerando como están las cosas en el mundo, creo que deberíamos ser algo más indulgentes y admitir que hasta una persona honorable puede tener un momento de debilidad, o cometer un error grave del que no se sentirá precisamente orgulloso por el resto de su vida. Pero, de todos modos, tampoco exageremos demasiado con eso de la indulgencia y la tolerancia. Porque lo cierto es que la deshonestidad es un tobogán por el cual, una vez que alguien se deja deslizar, resulta muy difícil volver para atrás. Den ustedes un paso hacia la corrupción y la deshonestidad y, si consiguen deshacer el camino inmediatamente, quizás logren continuar siendo personas con honor. Pero si llegan a dar el segundo paso muy probablemente habrán perdido el honor para siempre. El deshonor es un pozo sin fondo del que no se sale. Por lo menos, no sin ayuda. Recuerden lo que dijimos acerca de quién es el que, según la tradición, otorga el honor.

Y esto es así porque, una vez perdido el honor se pierde también el respeto por uno mismo y por los demás. Y, habiendo perdido ese respeto, las personas pierden su dignidad. Entre otras razones, por eso les decía antes que hay personas indignas. Una persona deshonesta no es digna de respeto y una persona que no es digna de respeto es una persona indigna. El razonamiento es de hierro y no hay escapatoria. Es inútil perorar sobre una “dignidad humana” que se presupone en cualquiera por el sólo hecho de ser un miembro de la clase zoológica denominada homo sapiens. Hay personas que han tirado esa dignidad a la basura, o ni siquiera tienen noción de que existe en absoluto, y la sociedad no gana absolutamente nada siendo tiernamente condescendiente con ellas. Es más: la experiencia actual – e incluso 10.000 años de Historia – demuestran que ese criterio solamente sirve para disparar una decadencia que muy fácilmente puede llegar a volverse irreversible.

Entiéndase bien: no es cuestión de ser inhumanamente crueles con las personas indignas. La cuestión es bloquearles terminante y definitivamente los puestos más altos de la estratificación social, especialmente los relacionados con aquellas funciones que afectan a todo el organismo social o, al menos, a un conjunto importante de seres humanos. No creo que el corrupto y el deshonesto merezcan necesaria y forzosamente la lapidación, la horca o el garrote vil. Pero sí creo que merecen el desprecio que generan y por cierto que no creo que hasta merezcan ser premiados con los niveles de status más altos de nuestra civilización. Especialmente no con aquellos niveles en dónde pueden luego tomar decisiones que nos afectarán a todos.

Y por último hay una interrelación que no podemos pasar por alto. Es la que existe entre el honor y el deber.

Cumplir con nuestras obligaciones no es lo mismo que cumplir con nuestro deber. El cumplir con una obligación es una cuestión de responsabilidad. Cumplir con un deber es una cuestión de honor. Las personas responsables cumplen con sus obligaciones; las personas de honor cumplen con su deber.

La diferencia es enorme, aunque no lo parezca a simple vista. Una obligación es algo que le debemos a los demás. El deber nos lo debemos a nosotros mismos. La obligación puede exigirse y muchas veces tiene contrapartida o contraprestación. El deber es lo que se espera de uno más allá de si hay – o no – una contrapartida o contraprestación. Es lo que uno hace “porque sí”. Porque uno es como es, y es lo que es. O lo que se abstiene de hacer porque una persona de honor no hace esas cosas. La norma del deber es nuestra propia conciencia. La norma de la obligación son las leyes, los usos, las costumbres y los compromisos asumidos.

Por ello es que Séneca decía que “el honor es aquello que prohíbe las acciones que la ley tolera”. Porque el sentido del deber es mucho más amplio y mucho más imperativo que la obligación. Y no sólo en el sentido restrictivo en el que la frase de Séneca lo formula sino en el mucho más importante de exigir positivamente determinada actitud o determinado comportamiento. Para el honor, es generalmente mucho más importante lo que el deber comanda que lo que prohíbe.

Para el médico, tratar de curar al enfermo es un deber. Hacerlo a conciencia según sus mejores conocimientos y tomando todos los recaudos adecuados es una obligación. Pero también es su deber ver en el paciente a un ser humano que sufre y no sólo una oportunidad para cobrar honorarios por consultas inútiles. No obstante, mantener el secreto profesional es su obligación.

De cualquier modo, el honor reside siempre en aquello de lo cual nos sentimos orgullosos o de lo cual creemos que nos podemos sentir orgullosos. No para restregárselo bajo la nariz a todo el mundo haciendo una ostentación tan innecesaria como improcedente de nuestro orgullo. Es simplemente aquello que constitutivamente nos pertenece y nos satisface; nos describe y nos place como nos describe; nos representa y encontramos adecuado que nos represente.

Nuestro honor está en lo que auténticamente somos. Define cómo deseamos vernos a nosotros mismos y como deseamos ser percibidos, reconocidos, respetados y tratados por los demás, al mismo tiempo en que define también cómo deseamos percibir a los demás para reconocerlos, respetarlos y tratarlos dignamente.

El honor es lo que convierte a las mujeres en damas y a los hombres en caballeros.

Y esas categorías, digan lo que digan, no dependen de las modas.

Son condiciones que jamás pasarán de moda.

El honor es aquello que prohíbe
las acciones que la ley tolera.
Séneca

El honor es la conciencia externa,
y la conciencia, el honor interno.
Arthur Schopenhauer

En un espíritu corrompido
no cabe el honor.
Tácito



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Yrne Gil Mata

Físico. Dr. en Educación. Miembro de la Milicia Bolivariana.

 yrnegil@gmail.com

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