¡Que 5 de marzo tan terrible! ¡Qué jornada tan triste!… y agotadora. Todavía eran las 11 de la noche y yo en la Plaza Bolívar, con algunas decenas de pendejos igual que yo. Nos dábamos el pésame mutuamente, porque aunque tú no puedas llamarte muerto, tampoco yo puedo evitar el dolor. Por eso me acosté a las 12:30 de la noche, borracho del cansancio y del sueño. Creo que ni me cepillé los dientes.
Y así de súbito, abrí los ojos sin saber si había dormido. Pero sí, eran las 4:30 de la madrugada y de inmediato me vino tu rostro a la mente. Había dormido cuatro horas. “No puedo llegar a Aquí no es así con las manos vacías, para hablar de alguien que siempre luchó para llenárnosla”, me dije. Y aún no eran las cinco cuando comencé a escribir. Es decir, hace apenas dos horas. Y no sabía qué escribir. Ni siquiera sabía si quería escribir. Porque cuando el dolor y la angustia son tan profundas Hugo, termina uno sintiendo que las palabras están de más. Y en el momento Hugo en que lo que quieres es estar en tu intimidad, sintiendo tu propio dolor, soltando tus propias lágrimas, llega la realidad con su más cruda crueldad y te obliga al deber. “Pero tú eres periodista”, me dije. Y mis lágrimas no se detenían. “Tienes que ir”, me dije. Y mis lágrimas eran más constantes. “La gente te escuchará y se acompañarán en el dolor”, me dije. Y entonces me di cuenta que no sabía que el dolor dolía tanto, Hugo. Y hago un esfuerzo por escribir; y escribir aunque sean incoherencias, cosas que tal vez no se entienden porque solo es dolor. Dolor de perderte, por haberte conocido, por haberte seguido, por reconocerte, por haberte amado. Ni siquiera todo ese dolor lo puedo juntar en uno solo, para que tal vez doliera menos.
Y sé que debo ir para hablarle a la gente, a mis amigos incansables, fieles, entrañables de todas las mañanas, para que me oigan decir “muy buenos días Carabobo y gente de la región central del país”, pero no quiero. Quiero sufrir y llorar mucho en mi intimidad porque tal vez en las lágrimas se vaya el dolor. Tantas cosas que te escuché decir que guardo en mi memoria. Tantas cosas que te escuché decir que me sonaron tan extraordinarias. Tanto folclorismo, tanta erudición, tanta sapiencia, tanta enseñanza. Tanto sudor. Tanto hombre y mujer con olor a todos los días. Tanto obrero con olor a camisa de kaki. Tanto niño con olor a sonrisa, a dientes de leche, a cuadernos garabateados. Tanto rostro con pintura de sonrisa, pintura que ahora se degrada porque las lágrimas no se detienen.
Cómo Hugo, cómo tienes la osadía de partir cuando más te necesitamos, cuando más falta hace tus enseñanzas, tus profundos conocimientos de historia, tu infinita capacidad de preguntar, tu indetenible capacidad de hablar. Cómo se te ocurre dejarnos.
Son las 5:40 de la mañana, y siento el deseo de tener aliento de pintura metida en un sprait y escribir tu nombre en un muro de luz para que nunca se borre.
He dicho siempre que la casualidad no existe, pero uno de los seres que más te amo, Lina Ron, partió un día como ayer dos años atrás, igual que tú. Se habrán encontrado para continuar la lucha… y se toparán con José Stalin con la misma fecha de partida, para comenzar el nuevo debate sobre el socialismo, esta vez el del siglo XXI.
Ahora deseo estar en una sabana llanera, que huela a mastranto, a bosta de vaca, donde el canto de los pájaros acompañe la soledad y haga más llevadero el inclemente solo. Allá, cerca del Capanaparo; porque estoy seguro que te encontraré como si nada, echado en un chinchorro, escribiendo tus memorias, o un nuevo Plan de la Patria, la patria que nos hace gritar ¡hasta la victoria siempre!