Caracas,
25 Feb. ABN (Emma Grand).- Alexis viajó de Portuguesa a Caracas el 28
de febrero de 1989. Su madre lo había llamado por teléfono desesperada
porque ese día había corrido la noticia de que estaban liberando a los
presos del Retén de Catia para masacrarlos a la entrada del internado,
donde su otro hijo cumplía condena. Ya se hablaba de una gran cantidad
de reclusos muertos.
“Cuando traté de acercarme al retén, junto a otras personas, para
averiguar sobre nuestros familiares presos, nos dispararon”, cuenta
Alexis, quien después acudió con su madre a la Fiscalía General de la
República para buscar el nombre de su hermano en los listados de los
asesinados en las cárceles venezolanas.
Para alivio de Alexis y su progenitora, en las interminables listas de
internos muertos, el nombre de su familiar no apareció. Y es que en
medio de la reyerta, él prefirió no intentar salir del extinto retén,
por lo que sobrevivió a la masacre. Seis años después obtuvo la
libertad.
“Había una gran cantidad de muertos que ni siquiera se sabe dónde los
enterraron. Me imagino que en La Peste, que fue el gran cementerio que
se creó aquí durante el gobierno de Carlos Andrés Pérez (CAP)”,
recuerda Alexis.
Una situación similar ocurrió en esos días en otros puntos de la ciudad
contra familias enteras. Ejemplo de esto lo pueden corroborar los
habitantes de la parroquia 23 de Enero, quienes debieron resistir por
casi una semana a las balas que disparaban contra ellos los efectivos
del Ejército y de la Policía Metropolitana (PM).
“Cuando el gobierno de CAP decretó el toque de queda nos pusieron un
tanque de guerra frente al Bloque Uno con militares adentro”, cuenta
Tirsia, habitante de Monte Piedad.
Tanto fue el miedo que se impuso durante esos días que el apartamento
de muchas personas se redujo al espacio del baño, a un estrecho pasillo
o a un rincón de la sala, donde pernoctaban, para no ser alcanzados por
las balas. “Uno no se podía ni asomar por la ventana, hubo apartamentos
que los dejaron como un colador de las balas”, comenta Tirsia.
“En esos días me asomé para guindar ropa en el tendedero. Cargaba
puesto un reloj que brillaba con el reflejo del sol. Seguro la policía
y el Ejército pensó que era un arma y por eso me dispararon. La bala me
pasó cerquita, pegó en la pared y saltó. Un pedazo de la pared se
introdujo en mi brazo”.
Para comprar alimentos, los habitantes de los bloques debían salir muy
temprano para hacer las colas detrás de un camioncito de comida que se
apostaba en la Avenida Sucre “y cuando el ejército y los efectivos de
la PM empezaban a disparar teníamos que correr. Eso fue terrible, eso
fue una cosa que no puede volver más nunca”.
El tanque de guerra desapareció de la vista de los habitantes de la
parroquia el 06 de marzo de 1989, el día del cumpleaños de su hijo
mayor, recuerda Tirsia.
Estos testimonios, contados 20 años después del estallido social
conocido como el Caracazo, recogen la represión del ejército y la
policía contra el pueblo que salió a las calles para protestar las
medidas económicas implementadas por el gobierno de CAP, el
acaparamiento de productos de primera necesidad y las alzas desmedidas
en los precios.
Fueron cuatro millones de proyectiles los que se descargaron contra un
pueblo desarmado, según refleja una investigación realizada por la
revista Sic, del Centro Gumilla, lugar en el que confluyen religiosos
jesuitas formados en diferentes disciplinas, profesionales laicos
dedicados tanto al mundo académico como al empresarial, y líderes de
organizaciones populares y de la sociedad civil.
El paquete de CAP
El 16 de enero de 1989 Carlos Andrés Pérez asumió por segunda vez la
Presidencia de la República, alertando a los venezolanos que ha
recibido un país en quiebra y que había que “apretarse el cinturón”.
Un artículo de la revista Sic, de marzo de 1989, refiere que la toma de
posesión del presidente Pérez dejó a los venezolanos una imagen difícil
de digerir, pues “la austeridad predicada y necesaria brilló por su
ausencia”, además de los anuncios de las medidas económicas a
implementar.
Parte del paquete económico del gobierno de CAP, de 1989, establecía la
liberación de los precios y de las tasas de interés, aumentos en el
precio de la gasolina (en 100%), de las tarifas de electricidad y
teléfono (en 50%), así como la eliminación de subsidios y del control
de cambio.
El paquete también contemplaba endeudamientos adicionales con el Fondo
Monetario Internacional (FMI), restricción de las importaciones e
incentivos para las actividades exportadoras, entre otras medidas, cuyo
impacto se compensaría con un aumento salarial del 30% en el sector
público, extensible al sector privado por convenios a negociar.
Estas medidas buscaban someter a la economía al rigor de las fuerzas
del mercado, donde los precios los determinaría el juego de la oferta y
la demanda. La soberanía de las decisiones económicas nacionales
quedaría a merced del FMI.
“Un auténtico paquete para los sectores medios empobrecidos de
Venezuela. No hay que ser muy sagaz para prever las consecuencias
sociales de estas medidas: acentuación de la pobreza y la agudización
de las ya escandalosas diferencias sociales en el país”, sentenció el
editorial de Sic de enero-febrero de 1989.
Días previos al estallido social
Esperando la liberación de los precios, los industriales y comerciantes
mantenían acaparados algunos productos de primera necesidad. Los
principales titulares de la prensa nacional de los dos primeros meses
del ‘89 destacaban la ausencia de leche, café, sal, arroz, azúcar,
papel higiénico, detergente y aceite de los anaqueles de los abastos y
supermercados de todo el país.
“Cinco horas para comprar dos potes de leche popular”, era uno de los titulares de esos días del diario El Nacional.
Aunada a esta situación de acaparamiento, el asesinato del estudiante
de Ingeniería Eléctrica de la Universidad Central de Venezuela (UCV),
Dennis de Jesús Villasana Motaño, por parte de dos funcionarios de la
PM, generó protestas en esta casa de estudios.
En la primera manifestación por la muerte de Dennis, falleció el
empleado de la Facultad de Medicina de UCV, Carlos Yépez, a
consecuencia de una bala en la cabeza disparada por otro efectivo de la
PM.
La Universidad de Carabobo y la Universidad de los Andes se sumaron a
las protestas en solidaridad por la muerte del estudiante y del
empleado de la UCV, y en rechazo al denominado “paquetazo” de CAP.
El ministro de Educación de Pérez, Gustavo Roosen, había anunciado que
dentro de las medidas económicas de ese gobierno estaba contemplada la
privatización de la educación superior, y que los maestros no serían
beneficiados con el decreto de aumento salarial del 30%, lo que generó
también disgustos en el gremio y un paro de 48 horas.
El Caracazo
El aumento del precio de la gasolina se estableció el domingo 26 de
febrero. Ante esto, los transportistas le exigieron al gobierno
incrementar el costo del pasaje. Y así se dio: se les concedió un 30%,
pero al siguiente día los usuarios se encontraron con un incremento de
hasta un 80%.
El 30% del aumento salarial decretado por CAP aún no se había
concretado para los empleados públicos, y Fedecámaras sólo querían
negociar 6% del aumento en el sector privado. Ese lunes se generaron
las primeras protestas, que se acentuaron en la ciudad capital, y que
se conocieron posteriormente como “El Caracazo”.
El diario El Nacional describió lo que sucedió el 27 de febrero en una
fotoleyenda de la siguiente manera: “Una ola de violencia y agitación
sacudió ayer el país, en protesta por el alza de las tarifas de
pasajes, gasolina y alimentos”.
Todo empezó en los alrededores del Nuevo Circo, cuando los usuarios de
la ruta Caracas-Guarenas-Guatire se enteraron de las nuevas tarifas que
deseaban imponer los choferes, mucho más altas que las aprobadas por el
nuevo gobierno, y aún no publicadas en Gaceta Oficial.
Desde las 6:00 de la mañana decenas de pasajeros decidieron tomar la
Avenida Lecuna, para protestar el alza, hasta la Avenida Bolívar, narró
en un artículo Fabricio Ojeda, periodista de El Nacional, el 28 de
febrero de 1989.
A medida que pasaba la tarde, seguía aumentando el número de personas
que salían de sus casas espontáneamente para protestar. Todos los
comercios cerraron sus puertas. En varios puntos de la ciudad se
reportaban saqueos a camiones de comida y supermercados.
La situación se agudizó con la quema de autobuses y, en horas de la tarde, la PM ya había recibido instrucciones de reprimir.
El periodista de El Nacional Humberto Álvarez describió la situación de
la siguiente manera: “En una acción de protesta por el alza inusitada
del pasaje, el pueblo de Guarenas se lanzó ayer a la calle, saqueó y
quemó más de 100 comercios, incendió 10 vehículos causando pérdidas
millonarias, a la vez que colocó barricadas y mantuvo durante 7 horas
incomunicada a Caracas con el oriente del país”.
El ministro de Defensa del gobierno de CAP, Italo del Valle Alliegro,
anunció la noche del 28 de febrero, por decreto número 49, la
suspensión de las garantías constitucionales.
Los derechos a la libertad y seguridad personal, a la inviolabilidad
del hogar doméstico, a transitar libremente por el territorio nacional,
a la libertad de expresión, a reunirse en público y a manifestar
pacíficamente estuvieron suspendidos en esos días.
En una nota de marzo de 1989, el semanario Tribuna Popular denunció los
abusos criminales perpetrados por efectivos de las Fuerzas Armadas
Nacionales (FAN): “Hechos que cabe atribuir no ya al nerviosismo o la
inexperiencia de algún recluta, sino a una decisión de castigar de la
manera más violenta a un pueblo que protesta, legítimamente, ante una
situación insostenible e insoportable de degradación de sus niveles de
vida”.
En el editorial del semanario se agregó: “No pueden existir excusas, en
un régimen que se proclama democrático, para el ametrallamiento de
edificios, bloques, ranchos y barriadas enteras”.
Por otro lado, el editorial de Sic de abril de 1989 también describió
los sucesos de entonces: “Durante la semana del 27 el pueblo actuó
desarmado… La cuestión no eran los ricos sino las cosas que necesitaban
y con las que siempre habían soñado y en definitiva la cuestión eran
las reglas de juego que no sólo los condenaban en el presente sino que
les mataban la esperanza”.
CAP refirió que el estallido social se debió a una guerra de los pobres
contra los ricos, cuando en realidad la protesta se produjo porque el
pueblo estaba pasando hambre: familias venezolanas se alimentaban con
“perrarina” y a los más pequeños les hacían teteros con agua de
espaguetis.
El editorial de la revista SIC continúa así: “Los de mayor poder
adquisitivo, sin embargo, se vieron a sí mismos como los enemigos del
pueblo: unos abandonaron inmediatamente el país, o al menos pusieron a
sus hijos a salvo, y otros se aprestaron militarmente para la
autodefensa. No hubo, claro está, ningún ataque del pueblo, como
habrían señalado altos funcionarios de aquel gobierno.
La arremetida vino por la acción combinada de la policía y el Ejército
porque el enemigo era el pueblo. De hecho, todos los muertos eran
civiles. Se dispararon más de cuatro millones de balas. Porque el
objetivo no era controlar la situación sino aterrorizar de tal manera a
los vencidos que más nunca les quedaran ganas de intentarlo otra vez”,
citó el editorial de Sic.
Las víctimas de un brutal genocidio
Según la cifra oficial emanada por el gobierno de CAP, los sucesos de
febrero y marzo de 1989 dejaron un saldo de 276 muertos, numerosos
lesionados, varios desaparecidos y cuantiosas pérdidas materiales.
Sin embargo, estos números de víctimas quedaron desvirtuados por la
posterior aparición de fosas comunes como La Peste, en el Cementerio
General del Sur, donde aparecieron otros 68 cuerpos sin identificar,
fuera de la lista oficial.
“Nunca pudo conocerse la cifra exacta de civiles muertos en estos
sucesos”, según se cita en el portal del Comité de Familiares de las
Víctimas (Cofavic), de los sucesos ocurridos entre el 27 de febrero y
los primeros días de marzo de 1989.
En esta organización no gubernamental sólo se reunieron 42 familiares
de fallecidos y desaparecidos y otras tres víctimas que quedaron
incapacitadas, no obstante, la cantidad de civiles masacrados el 27 de
febrero de hace 20 años y los días que siguieron es incalculable. De
hecho, se habla de entre 2.000 y 3.000 personas asesinadas, aunque el
entonces ministro Ítalo del Valle Alliegro contaba poco más de 300.
En el libro Desaparición Forzada, sus autores, Yahvé Álvarez y Oscar
Battaglini, señalan que las acciones por parte del gobierno de CAP el
27 de febrero alcanzan proporciones que las acercan al más brutal
genocidio de la historia venezolana.
Un fallo de la Corte Interamericana de los Derechos Humanos, 10 años
después de la masacre al pueblo venezolano, ordenó al Estado venezolano
indemnizar a los familiares de 45 personas asesinadas durante la
revuelta social, todas representadas por Cofavic.
Todavía no se conoce el número exacto de muertos, heridos y
desaparecidos en esos día de febrero y marzo de 1989. Aunque los hechos
ocurrieron mucho antes de su mandato, el Gobierno del presidente Hugo
Chávez reconoció la responsabilidad del Estado venezolano y en el año
2006, a través de su Ministerio de Interior y Justicia, anunció
mecanismos para indemnizar también a las víctimas que no tuvieron
acceso a la Corte Interamericana.