Socialismo Reflexivo (XII)

Es necesidad destacar que el brazo de aquellos inmigrantes y la ideología
calvinista ya penetrada en sus entrañas hacen ya de la sociedad
norteamericana para 1776, el año de la declaración de la independencia, la
más rica del orbe tal y como lo constató nuestro generalísimo Francisco de
Miranda cuando asombrado visitaba Pensilvania. Ese ascenso de Estados Unidos
que, en dos siglos de 1620 a 1820, remontan cuestas y responden desafíos
hasta sentarse en la cúspide, nos muestran históricamente el papel que han
de jugar las ideologías en los tiempos modernos. Sin una ideología, ayer
capitalista, hoy socialista, no hay progreso. Es así, como podemos observar
que la ideología es en el fondo, un conjunto de mitos, en el sentido
soreliano de la palabra, que lanzan a un pueblo, a una clase social, a un
grupo hacia una tarea dejando en ella la vida, si fuere necesario. La
ideología con la cual creció la sociedad norteamericana tenía un mito
cardenal, piedra angular de todo aquello: la libertad astrosa (vil,
despreciable). Los peregrinos de 1620 abandonaron a Europa porque allí
encontraban… ¡según lo contaron! dificultades o frustraciones que vedaban la
realización de sus sueños. Necesitaban una tierra vigorosa, virgen,
despoblada para procurarse oportunidades a su propósito histórico.

Pero por todos los poros del alma norteamericana se escapó el calvinismo que
entronizó la religión del éxito, que creyó en la predestinación, que ensalzó
el esfuerzo y que destacó ante todo el individuo como si las sociedades
fueran una sumatoria de cifras humanas.

Esta apariencia de estar sirviendo ideales de liberación social en todo el
mundo por la repercusión del mito en lo más variados ámbitos recibió un
aparente espaldarazo con la incorporación a Estados Unidos, durante el siglo
XIX, de gente proveniente de toda Europa que aspiraban a sumarse a aquella
experiencia. Desde el hombre primitivo, jamás contempló la historia una
inmigración a través del océano que pudiera medirse por su magnitud con esta
que cruzo el atlántico para acomodarse en La América del Norte. De países
envilecidos como Polonia, por una opresión descomunal, de países
atormentados por el hambre como Irlanda, de países obsesionados por su
atraso como Italia, marcharon a Estados Unidos docenas de millones de
emigrantes, y allá, entre Nueva York y San Francisco, el susurro calvinista
como cultura dominante les hizo empapar el suelo con el sudor creativo. A
fines del siglo XIX estaba ya forjado el impero yanqui que nada tenia en
común con todos los que le antecedieron en la historia universal. El imperio
norteamericano tendrá un final como el de Roma y será en este milenio y no
va a ser por sus contradicciones internas como lo analizó el viejo Marx, no,
sino por la resistencia de los pueblos colonizados o acechados, tal y como
ya se ha iniciado. Carlos Marx creyó que Estados Unidos iba a albergar la
primera revolución proletaria de la historia, porque toda esa masa de
desheredados que desde Europa fue a acampar en La América del Norte,
aquellos millones de explotados que habían perdido su condición de alemanes
o irlandeses para ser Estados Unidos unos simples proletarios “asaltaron el
cielo”. Marx confiaba tanto en esa esperanza que sugirió el traslado de I
internacional a Nueva York para impulsar el gran vagido que acabaría con la
burguesía cuando los obreros, de la que ya era en 1880 la primera nación
industrial de la tierra, levantaran su puño vengativo.

El fundador del socialismo científico Marx y Engels tenían la presunción de
basarlo todo en la ciencia como si la sociedad fuera un laboratorio y murió
alojando en su alma la ilusión de aquel parto revolucionario. La historia
que es irónica con todo el mundo hizo por el contrario de Estado Unidos el
baluarte de la reacción, la ciudadela de la burguesía mundial, la cuna del
capital, la reencarnación de aquellos Dioses del dinero a quienes consagró
Shakespeare en algunas de sus mejores obras. Los millones de obreros que
iban a redondear en Norteamérica otra comuna de Paris, se transformaron en
Babbits que iban al auto mercado a tomar allí un carrito para meter las
compras de la semana. Muy poco le ha costado a la burguesía norteamericana
consolidar su dominación interior. No ha sido fácil para ella, desde luego,
llegar a la cúspide porque confrontó huelgas salvajes, de una clase obrera
animada por un espíritu de lucha, pero jamás la burguesía yanqui estuvo
entre la vida y la muerte como si ocurrió con sus congéneres de Europa.
(Continuará…)


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Víctor J. Rodríguez Calderón


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