El grito de una generación traicionada (Quiero vivir dignamente)

Un país no puede llamarse rico cuando sus ancianos mendigan lo que ya ganaron con décadas de trabajo.

Hay palabras que duelen más cuando se pronuncian en voz baja. Hay silencios que gritan más fuerte que cualquier protesta. Y hay una generación entera en Venezuela que está muriendo de pie, sosteniéndose con la dignidad que les queda mientras el país que ayudaron a construir les niega hasta el derecho a envejecer con decencia.

No hablamos de privilegios. Hablamos de lo mínimo: comer sin angustia, curarse sin arruinarse, beber agua sin agradecer como si fuera un milagro que el líquido llegue tres días a la semana. Hablamos de no tener que extender la mano hacia los hijos que tuvieron que huir para sobrevivir.

Cien dólares. Eso es lo que llega en una remesa después del sacrificio inmenso de un hijo o una hija que trabaja el doble en tierra extraña, que llora de noche extrañando su casa, que se saltean comidas para poder enviar algo más. Cien dólares que en cualquier economía normal representaría una ayuda, un respiro. Aquí se evaporan en cuestión de minutos, devorados por una inflación que no perdona y comerciantes que ajustan precios con la crueldad del que sabe que no hay alternativa.

¿Cuánto cuesta la dignidad en el mercado negro de un país en ruinas? Al parecer, más de lo que una pensión miserable puede pagar. Más de lo que las remesas pueden cubrir. Más de lo que el orgullo de toda una vida puede soportar.

Hoy tomo medicinas para la tensión, mañana no, para que me duren el mes. Hoy pago la luz antes de que corten el servicio, en unos días el teléfono si queda algo. La comida es el mismo juego perverso de racionamiento: hoy como, mañana menos, pasado mañana ajusto las porciones hasta que parezcan de niño. Esta es la realidad degradante de millones de venezolanos: vivir jugando a las prioridades imposibles, donde cada decisión es una renuncia dolorosa.

¿Compró el medicamento para el corazón o pagó el agua? ¿Como proteínas hoy o guardo para la semana que viene? ¿Prendo el ventilador en este calor insoportable o ahorro electricidad para que la factura no me deje sin comer? Este no es un presupuesto: es una tortura cotidiana. Es la humillación de tener que elegir entre necesidades básicas que nunca deberían competir entre sí. Es el cálculo enfermizo de quién trabaja toda su vida para terminar contando centavos como un náufrago cuenta gotas de agua.

Ningún anciano debería tener que racionar sus medicinas como si fueran un tesoro escaso. Ningún jubilado debería tener que sacrificar su salud para poder comer. Ningún ser humano que dio décadas de su vida al trabajo debería estar haciendo equilibrio entre servicios básicos como un artista de circo en la cuerda floja. Pero esa es la Venezuela de hoy: un país donde la supervivencia es un acto de malabarismo cruel e incesante.

Costa Rica no es potencia mundial. No tiene petróleo brotando de su tierra. No se jacta de ser "el país más rico del mundo". Sin embargo, allí los jubilados viven con pensiones que respetan sus años de trabajo. Tienen un sistema de salud que funciona, no que promete. Su agricultura los alimenta, no los abandona. Sus servicios públicos sirven, no fallan. Su educación forma ciudadanos, no desertores forzados.

¿Qué tiene Costa Rica que nosotros no? Algo muy simple y devastadoramente ausente: gobernantes que resolvieron problemas en lugar de inventar excusas. Líderes que construyeron en lugar de saquear. Políticos que sirvieron en lugar de servirse.

Quienes hoy piden una pensión digna no están mendigando. Están cobrando. Cobrando décadas de trabajo, de impuestos pagados, de un país construido con sus manos. Maestros que educaron generaciones. Obreros que levantaron infraestructura. Empleados públicos que mantuvieron funcionando lo que ahora colapsa. Profesionales que dieron todos sus conocimientos creyendo en un futuro que nunca llegó.

¿Y qué reciben a cambio? Migajas. Pensiones que insultan más que ayudan. Un cheque mensual que no alcanza ni para los medicamentos que sus cuerpos cansados necesitan. La humillación de tener que pedir, de tener que depender, de tener que agradecer lo que ya era suyo por derecho.

No es justo que quienes dieron todo por el país tengan que vivir sostenidos por hijos que tuvieron que abandonarlo. No es justo que el orgullo de una vida de trabajo se ahogue en la vergüenza de la dependencia forzada, para ser mantenidos hoy.

¿De qué sirve tener hospitales si no tienen medicinas? ¿De qué sirve tener médicos si no tienen instrumentos? ¿De qué sirve tener un "derecho a la salud" escrito en una constitución si en la práctica significa morir esperando?

La salud no debería ser una lotería donde solo ganan los que tienen dólares o familiares en el extranjero. Enfermarse no debería ser sinónimo de quebrarse económicamente o resignarse a morir. Un país que no cuida a sus enfermos y ancianos no es un país: es un cementerio con pretensiones de nación.

Tres días de agua. Y debemos agradecer. Esa es la distopía: hemos normalizado la escasez hasta el punto de que recibir un servicio básico se siente como un regalo, como una concesión generosa de un gobierno benevolente.

No. El agua no es un privilegio. Es un derecho humano fundamental. Y cuando un gobierno no puede garantizar ni siquiera eso, ha perdido toda legitimidad moral para seguir gobernando.

Si los actuales gobernantes no tienen las respuestas, si no tienen la capacidad, si no tienen las soluciones, entonces tienen la obligación moral de hacerse a un lado. La política no es un título vitalicio. No es una herencia. No es un derecho divino.

Gobernar es resolver problemas, no perpetuarlos. Es encontrar soluciones, no fabricar culpables. Es servir al pueblo, no vivir de él. Y cuando un gobierno lleva décadas fallando en lo más básico, cuando sus ciudadanos huyen en masa, cuando los ancianos mueren de hambre después de una vida de trabajo, ese gobierno ha fracasado. Punto.

Que surjan nuevos cuadros. Que florezcan nuevas ideas. Que aparezcan líderes que gobiernen para el pueblo y no sobre el pueblo. Que lleguen personas con soluciones reales, no con discursos vacíos sobre riquezas que nadie puede tocar.

Ya basta de oír que somos el país más rico del mundo mientras la gente hurga en la basura. Ya basta de promesas que se las lleva el viento mientras las farmacias se vacían. Ya basta de culpar a imperios extranjeros mientras la corrupción devora desde adentro. Ya basta de estadísticas maquilladas mientras las familias se desintegran por la migración forzada.

La riqueza de un país no se mide en barriles de petróleo bajo tierra. Se mide en la calidad de vida de su gente. Se mide en la dignidad de sus ancianos. Se mide en la esperanza de sus jóvenes. Y por esos parámetros reales, Venezuela no es rica: es un país empobrecido sistemáticamente, vaciado de talento, despojado de futuro.

Vivir con dignidad no es una ambición desmedida. No es un lujo inalcanzable. Es lo mínimo que cualquier ser humano merece después de una vida de trabajo y contribución.

Es poder comprar comida sin hacer cálculos angustiosos. Es enfermarse sin que eso signifique la ruina familiar. Es abrir el grifo y que salga agua, prender el interruptor y que haya luz, llegar a un hospital y recibir atención. Es no tener que depender de las remesas de hijos que nunca quisieron irse pero no tuvieron alternativa.

Es, simplemente, vivir con el orgullo de quien se ganó su lugar en el mundo. De quien trabajó, aportó, construyó. De quien merece un país que corresponda a sus sacrificios.

Este no es un ruego. Es una exigencia. Es el grito contenido de millones que dieron todo y recibieron nada. De ancianos que levantaron un país que ahora los deja caer. De jubilados que trabajaron toda una vida para terminar siendo una carga involuntaria para sus propios hijos.

Venezuela necesita un cambio radical. No cosméticos políticos. No remiendos administrativos. No discursos grandilocuentes. Necesita un sistema de pensiones como el de Costa Rica. Un sistema de salud funcional. Servicios públicos que sirvan. Una economía que permita vivir, no apenas sobrevivir.

Y si los actuales gobernantes no pueden o no quieren lograrlo, entonces que tengan la decencia de apartarse. Que dejen paso a quienes sí tengan voluntad, capacidad y honestidad para reconstruir lo destruido.

Porque un país que no cuida a quienes lo construyeron no merece llamarse país. Y un gobierno que permite que sus ancianos mueran en la pobreza y la indignidad después de toda una vida de trabajo no merece llamarse gobierno.

La dignidad no es negociable. Y el momento de exigirla es ahora.

Este artículo es el testimonio de una generación que se niega a morir en silencio. Es la voz de quienes trabajaron creyendo en un país que los traicionó. Es el grito de quienes merecen envejecer con honor, no con humillación. Y es un recordatorio para quienes gobiernan: la paciencia de un pueblo tiene límites, y la dignidad humana no admite más postergaciones.

NO HAY NADA MÁS EXCLUYENTE QUE SER POBRE



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Ricardo Abud

Estudios de Pre, Post-Grado. URSS. Ing. Agrónomo, Universidad Patricio Lumumba, Moscú. Estudios en Union County College, NJ, USA.

 chamosaurio@gmail.com

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