El valor de un “Reportaje con la Muerte”

Nota de Aporrea: A propósito de la biografía de Leonardo Henrichsen, periordita argentino asesinado en Chile en 1973, escrita por Modesto Emilio Guerrero



Por Félix Arrieta: Camarógrafo del Noticiero del Canal 7. Buenos Aires. Autor de un reportaje al héroe militar vietnamita. Nhguyen Vo Giap; camarógrafo de la V Expedición al Himalaya; Cubrió la “Expedición Atlantis”, una travesía desde África hasta La Guaira (Venezuela) en 1985 en una balsa primitiva africana.



Reportaje con la Muerte, más que una biografía es un ensayo acerca del periodismo de riesgo. A través de la vida de Leonardo Henrichsen, el reportero argentino asesinado en Santiago de Chile mientras cubría el golpe militar del 29 de junio de 1973, nos habla de los reporteros que con su cámara al hombro, recorren el mundo detrás de acontecimientos violentos. ¿Cuáles son los motivos que los lleva a vivir peligrosamente?

Modesto Emilio Guerrero, periodista y escritor venezolano radicado en Buenos Aires, dedicó tres años a la investigación de la vida y la obra rerporteril de Henrichsen, fascinado por las imágenes que este logró y que le costaron la vida. El poder irrefutable de esas imágenes fueron asociadas por el autor como la épica del golpe de Estado latinoamericano en una relación directa con la muerte como la otra dimensión de la existencia humana. Pasaron 29 años, hasta que Guerrero decidió rastrear la vida de un reportero que se plantó como su cámara, frente a la prepotencia armada de los fusiles, exigiendo su derecho a informar.

Todos los días la televisión vomita cataratas e imágenes efímeras, olvidables. Modesto Emilio rescata las que produjo con osadía el camarógrafo argentino que filmó su propia muerte, que ese año sirvieron para mostrar la superficie membranosa del huevo de la serpiente. Dos meses más tarde el mundo conocería su criatura en la persona de Pinochet y su golpe militar ayudado por los rockets norteamericanos.

El libro, presentado en la contratapa por Rogelio García Lupo, comienza con los sucesos militares en la calle Agustinas, en Santiago de Chile, el 29 de junio de 1973. Se desliza hasta los orígenes de la familia Henrichsen, de procedencia sueca. La epopeya personal del niño Leonardo atraviesa distintas etapas, pero siempre en una afanosa búsqueda donde sus juego son preparatorios de su vida de reportero.

Nos muestra a Leonardo en su cuarto jugando con un trencito eléctrico, y 20 años más tarde, filmando una de sus primeras documentales, Un tren a las nubes. La maravillosa secuencia del tren cruzando el viaducto de la Polvorilla, a 4200 metros sobre el nivel del mar, aparece como una metáfora de su propia vida; sólida estructura reticular entre las altas montañas andinas. Leonardo construyó su vida cuesta arriba, su espíritu periodístico asemejó a la máquina que esforzadamente trepa las dificultades camino al cielo.

Esta biografía escrita por Modesto Emilio Guerrero está dividida en 56 capítulos cortos. En el N° 47, titulado Un cuarto de siglo mortal, el autor nos introduce en la historia de muerte del periodismo mundial. Su investigación documental lo llevó a demostrar que desde 1973, año del asesinato de Henrichsen, murieron 1337 reporteros alrededor del mundo en sucesos violentos, guerras, golpes, dictaduras y revoluciones, siempre a causa del ejercicio periodístico.

Guerrero nos sorprende al revelar que esa cifra representa el 90,3 por ciento de todos los caídos en situaciones similares durante todo el siglo XX. Escalofriante récord de hombres y mujeres de prensa que dieron sus vidas por el derecho democrático a informar sobre los golpes, el totalitarismo, la corrupción, guerras. También reseña los muertos por razones “ideológicas” en Chile, Argentina, Cambodia, Perú, Colombia, o religiosas en Egipto, Filipinas, Afganistán o la India, o por negarse a informar a favor de los poderes de turno en las dictaduras sudamericanas, o aquellos que murieron por denunciar silenciosos genocidios en lugares remotos como Sudáfrica.

El autor muestra, que en lo que define como “la era del imperio de la imagen”, son víctimas frecuentes los fotoreporteros y camarógrafos, aunque los cronistas siguen encabezando la tabla de víctimas, como reveló la última dictadura militar de Argentina.

Pero no son sólo cifras. En su comparación con otros oficios de riesgo, donde la muerte accidental era frecuente (electricistas, pilotos de aviones, etc) la obra señala que estos han disminuido gracias a las nuevas tecnologías y técnicas de protección del trabajo. En sentido contrario, el periodismo se tornó la profesión moderna más riesgosa, sin señales de disminuir.



Indudablemente, los camarógrafos y fotógrafos son los herederos de las artes plásticas, porque se manejan con las mismas reglas, sólo que su aparición y su desarrollo se insertan en la industria cultural, esa que permitió la reproductibilidad técnica, que es el momento en que según Walter Benjamín, “el arte pierde su áura”. Podríamos decir que la filmación realizada por Leonardo Henrichsen aquel 29 de junio de 1973 en Chile, es la continuación por otros medios de Los fusilamientos del 3 de mayo, del inmortal Francisco de Goya. Sin embargo, el punto de vista que adopta el periodista es el de las víctimas lo que indica que en su acción interviene una decisión ética. Esta complejidad entre ética y estética frente a la muerte, la función social del reportero, su erótica, entendida esta como el goce estético visual del cual disfrutamos los humanos, son temas que Modesto Emilio Guerrero desentraña en su Reportaje con la Muerte. Sus relatos y ensayos nos brindan una comprensión, no sólo de un acontecimiento singular, sino también de una profesión cada vez más emparentada con la muerte.

Este libro no se limita a retratar a Leonardo Henrichsen en sus costados anecdóticos. Lo hace también desde su generación de pertenencia, aquella que supo acuñar la frase: “Seamos realitas, pidamos lo imposible”.

Una parábola hasídica cuenta que el hombre fue creado por Dios para que pudiera contar historias; Leonardo las contaba todo el tiempo con imágenes. Aquella mañana en la calle Agustinas se enfrentó a la bipolaridad vida-muerte: la naturaleza brutal de un hombre blindado que cree decidir sobre su suerte con el seco lenguaje de las armas. Él contestó con su vida y así construyó su más grandiosa historia periodística. Justificar la existencia a veces impone una decisión, como la que tomó Henrichsen, digna del poema Prometeo de Lord Byron: “triunfante desafío temerario, que torna de la Muerte una Victoria”.

Una vida dedicada a la acción nos obliga –con su sacrificio– a la reflexión, para devolvernos nuevamente a la acción, recuperando para nosotros los periodistas, una postura ética por la cual vale la pena vivir. Modesto Emilio Guerrero nos restituye con su libro nuestro derecho a soñar con los viejos y siempre vigentes valores de respeto y dignidad.



2)


Origen y deudas





Esta biografía es un producto irremediable de dos cosas muy distintas: una investigación periodística y un breve sueño casual.

En enero de 1996 fui invitado a escribir un capítulo para el libro chileno Morir es la Noticia, dedicado a los periodistas caídos por efectos de la dictadura del general Augusto Pinochet. El reportero argentino de ascendencia sueca Leonardo Henrichsen y el norteamericano Charles Horman no eran de esa nacionalidad, pero fueron incluidos; para ambos Chile fue un destino, algo más fausto que una fuente de información perentoria. El primero se inmortalizó con su reportaje póstumo sobre el golpe fallido del 29 de junio de 1973; el segundo, fusilado en septiembre en las mazmorras del Estadio Nacional, entró en la historia por medio de la película Missing de Costa Gavras.

Escribiendo aquel pequeño relato me interné en la vida del hombre que filmó uno de los reportajes más estremecedores del siglo xx. Lo hice hasta el punto de convertirlo en mi “compañero de viaje” durante casi tres años. Por eso, y con la mejor intención, suelo decir que Ernesto Carmona, autor de Morir es la Noticia, es el verdadero homo culpae de estas páginas.

Ése fue el primer punto de partida de este libro.

El segundo fue un sueño, el menos intelectual y material de los actos humanos.

Ocurrió un domingo al mediodía del tibio otoño austral de 1996. Me había quedado dormido mientras revisaba el relato que escribía sobre Henrichsen. Tenía que enviarlo a Santiago de Chile al día siguiente. Estaba recostado sobre una cómoda poltrona en el jardín de un hotelucho al borde de uno de los brazos del río Paraná. Era un paraje tranquilo y soleado de El Tigre, donde las frondosas ramificaciones del mágico delta se desparraman como una cabellera desordenada sobre Buenos Aires. En el sueño aparecí mirando “la película” donde el oficial le dispara al reportero en plena calle de Santiago. Pero no era otoño, ni estaba en Buenos Aires. Recuerdo que desperté algo alterado.

La memoria sin tiempo del sueño me había traído (o llevado) en forma de asalto mental, a mis 17 años.

Una tarde tórrida y venteada como casi todas las del Caribe, mirando el noticiero de las siete de la tarde, vi por primera vez el reportaje fílmico donde el camarógrafo argentino hacía la crónica de su propia muerte. Algo jamás visto.

Yo no sé qué pensé en el estricto sentido intelectual. De lo que sí estoy seguro es que lo conservé como una noticia inmanente, o sea, en realidad, una antinoticia. La caja negra de mi cerebro lo guardó como si fuera una emoción visual de los golpes militares de aquellas décadas. Nunca me abandonó como sino existencial. La filosofía alemana clásica acuñó la expresión sein und zeit (ser y tiempo) para dar algún indicio de ese fenómeno. A tal punto las vivencias intensas de la vida social se confundieron en el laberinto insondable de la química cerebral, que un sueño fue pasado y presente en el mismo acto. Escribiendo un relato sobre Henrichsen veintitrés años después, una siesta logró en breves minutos lo que la memoria intelectual no había podido develar: que eran las mismas imágenes, del mismo personaje. Alguien cuyo reportaje, veintitrés años atrás, me había impactado como a tantos de mi generación. Aquella escena de muerte en un país que nos dolió tanto, me había dejado una insoportable necesidad: saber quién era ése que vemos morir detrás de una cámara; imágenes que sólo muestran al asesino y el disparo certero del fusil. Esa incógnita se arrinconó solitaria en algún lugar de mi memoria.

Así, recordé que fue a finales de septiembre de 1973 cuando vi por primera vez “la película” de Leonardo Henrichsen.

Era un momento crucial de Latinoamérica y de mi formación.

Yo exploraba los caminos de la escritura, la política y las artes plásticas. Por Venezuela transitaba la fresca y arrolladora moda del socialismo de masas en una república petrolera. Ese mes nuestros paradigmas se retorcieron y Chile era una de las razones. El dramático final de su “vía pacífica al socialismo” y las informaciones de espantosas masacres y fusilamientos fueron la “tragedia española” de nuestra generación. Por lo menos en Venezuela. Ese impacto nos sacudía tanto como el escándalo del Archipiélago Gulach, novela en boga donde el premio Nobel Alexander Solyenitzcen mostraba algunas de las locuras del “socialismo” conocido.

En el transcurso de medio centenar de conversaciones que tuve en cuatro países desde 1996, descubrí que no había nada de personal en mi relación con Henrichsen. Todos recordaban “su película” y la relacionaban con algún golpe de estado. Muy pocos sabían del autor, muchos creían que era sueco, algunos recordaban su rostro barbado en la pantalla de los aparatosos televisores de hace treinta años, casi nadie tuvo dudas de que aquel reportaje era y es una de las huellas indelebles de “aquellos años”. Una de las imágenes periodísticas más fielmente grabada en sus memorias.

Entrevisté periodistas, sociólogos, literatos, psicoanalistas, cineastas, comerciantes, amas de casa de clase media y políticos. Una frase, dicha por uno, justificó mi búsqueda: “Fue terrible ver a ese muchacho muriendo en un golpe de estado”. Una verdadera revelación. A todos les quedó la sensación de haberlo visto morir, a pesar de que el sujeto de la imagen no es él sino sus asesinos. En ese punto de la memoria colectiva nació Henrichsen como héroe de sí mismo.

Un poeta brasileño de 32 años me contó que decidió estudiar psicología cuando vio “la película”. Un psicoanalista de Buenos Aires, dedicó meses a leer sobre la muerte, desde la noche que vio ese reportaje en 1989. El cameraman argentino Sergio Pérez estaba por enrolarse en el ejército cuando conoció “la película” en Río Negro. Él se enorgullece al contar que ese día se dijo: “si hubo alguien que filmó algo así, yo quiero ser camarógrafo”. Y se dedicó a ese oficio hasta el sol de hoy.

Para unos fue una señal existencial, en el sentido heideggeriano, un paradigma óntico y deontológico. Para otros, como yo, el reportaje de Henrichsen fue eso, pero sobre la pantalla gigante de los acontecimientos sociales y políticos de las décadas de los años sesenta y setenta: sein und zeit.

Hacer esta biografía fue como recorrer la fecunda aventura de mi generación setentista, pero a partir de una casualidad: que en el otoño de 1996, un trabajo periodístico fue asaltado por un sueño.

Debo confesar que fue muy difícil construir esta historia. Muchos corresponsales y camarógrafos han muerto, otros se negaron a declarar. Algunos adujeron el comprensible hecho de no sentirse capaces de contener el llanto, y otros más, porque en su memoria ocurrió el fenómeno de la “negación” de la memoria: borrar lo que duele. Y hubo quienes lo conocieron y me respondieron: “en esos años, la verdad es que no teníamos tiempo para detenernos en un muerto más”. El resultado era que los datos estaban tan dispersos como perdidos, a pesar del poco tiempo transcurrido. Como me advirtió la periodista argentina Silvina Walger: “Fueron años de mucha muerte”.



Modesto Emilio Guerrero / Boedo, Buenos Aires año 2002.



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Modesto Emilio Guerrero

Periodista venezolano radicado en Argentina. Autor del libro ¿Quién inventó a Chávez?. Director de mercosuryvenezuela.com.

 guerreroemiliogutierrez@gmail.com

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