Retrato del inútil del celular acechando al poder en la esquina

El inútil del celular en mano es omnipresente hoy en día. Está en todas partes, erguido y atento, expectante y raudo, despierto y siempre acechante. Otea desde los balcones, mira de reojo, observa desde las veredas oscuras, cela desde las esquinas. Estar atento al acontecimiento es su razón de ser. Nada se le escapa. Para él, o ella, porque aquí no media razón de género, todo lo raro es susceptible de hacerse público, quiéralo el aludido o no. El mecanismo es sencillo: cuando el voyeur observa algún error, una pequeña cosa, un elemento sutil que rompe la monótona realidad cotidiana, desenfunda raudo sus megapixeles y captura, sin mayores esfuerzos, el momento preciso, el instante justo en que algún desdichado se resbala con una cáscara de bananos o algún simpático gato ajeno hace una gracia inesperada. Es, sin lugar a dudas, el retratista de lo curioso, lo súbito, lo inhabitual. La red es su ecosistema natural.

Pero hete aquí que el tonto inútil, el vano bailarín del tic toc, con su celular cosido a la mano y su cara de yo no fui, parado en una esquina, en su ociosa y febril carrera por la captura de lo imprevisible, se ha convertido en un poderoso e inédito actor político. ¡Quién lo iba a decir! El teléfono móvil, hasta entonces rey de la banalidad, se ha trocado, así, sin haberlo previsto, como si tal cosa, en un instrumento fiero, capaz de ejercer una función pública importantísima: la de controlar los excesos cometidos por los gobiernos. Casi nada, pues. Es una curiosa antinomia de los tiempos que corren. Y no se debe tomar por insignificante su novedoso poder de influencia. Que lo diga el magnánimo Presidente de la nación más poderosa del Mundo, el inefable Trump, quien lo ha vivido en carne propia. El crudo video de la reiterada y oprobiosa acción de un policía indolente contra un ciudadano negro que sólo pedía un poco de espacio para respirar, mantiene en vilo a un país entero y destapa viejas heridas de una sociedad desigual, racista y opresora. El estólido Trump, charlatán del twitter, se tambalea.

El efecto de los medios en la política no es nuevo. Se ha repetido en diversas ocasiones con el mismo resultado adverso para los gobernantes. Recordemos la vieja foto de los ataúdes, enrollados en la bandera americana, regresando a EEUU con los cuerpos de los soldados muertos en Vietnam; una foto; una íngrima e aparentemente inofensiva foto, que contribuyó a cambiar definitivamente la opinión pública estadounidense sobre la guerra, que parió un enorme movimiento pacifista y dio eventualmente al traste con el gobierno de Johnson. O el famoso caso las imágenes de brutalidad policial contra el moreno Rodney King, grabado por el aficionado George Holliday con su antigua cámara Sony de casete, incendió Los Angeles por 5 días, con el resultado de 63 muertos y 2000 heridos. Una muestra del poder político de la imagen. Estoy seguro que el bueno de Holliday nunca previó, ni de lejos, tamaño impacto de su acción amateur.

Hay tan sólo una pequeñita y sutil diferencia entre todos esos eventos del pasado y lo que hoy está sucediendo; nada más y nada menos que la muy presente ubicuidad del pequeño aparato inalámbrico. El aparentemente inofensivo adminículo de mano tiene la extraña capacidad de estar en todo momento, en todo lugar, como un despierto ojo vigilante a la caza de novedades. Ese pequeño detalle, que puede pasar inadvertido, lo convierten en un objeto arrojadizo contra el poder. El viejo sueño de la izquierda reivindicativa, de los defensores de derechos humanos, de la prensa rebelde, de los sindicatos combativos, hecho realidad en las manos del ciudadano común. Casi nada.

Hoy es mucho menos posible que la policía administre una golpiza a una persona sin ser observado; es muy improbable, casi imposible, que un funcionario maltrate a un ciudadano en una oficina pública sin ser registrado en vídeo, es cada día más difícil proferir insultos racistas o xenófobos sin aparecer al día siguiente en los noticieros. Hay un periodista hoy en cada poseedor de un teléfono y las noticias corren como pólvora, a la velocidad de un furioso bit viajando por la red.

Es curioso como, mientras el Gran Hermano, el omnipotente Estado, sofistica sus formas de control mediante los teléfonos y la internet, el mismo aparato que nos geolocaliza, que sabe donde estamos y qué hacemos, el mismo dispositivo que nos conoce en profundidad más que nosotros mismos, que sabe todos nuestros gustos y aficiones, filias y fobias, es el mismo instrumento con el que los ciudadanos se defienden frente a sus abusos del poder: el inofensivo instrumento de control se vuelve contra su creador. Así, sin advertirlo. A este punto hemos llegado, amigo Orwell.

Quien podría preverlo, el bobo inofensivo del tic toc, el fatuo hacedor maquinal de autorretratos, el fotografiador compulsivo de gatos se ha convertidor en un actor político, capaz de sacar los colores a los gobiernos, de generar protestas multitudinarias, de influenciar las votaciones y de controlar el uso abusivo de la fuerza.

No se tome, pues, nunca más, al tonto del celular en mano como un superfluo juguetón inofensivo. Démonos el mérito de haber convertido a nuestro inseparable celular en instrumento de defensa masivo. Quede, por fin, el otrora indefenso e históricamente vapuleado ciudadano, por un momento, reivindicado.

 



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