Quousque tandem abutaris patienta nostra

Entre otras incomodidades de los mortales, está esa ceguera del alma que hace al hombre no sólo errar, sino amar sus errores.
Séneca

En nada estimo la esperanza.

Terencio

Como sombras, vagaban los diputados por los pueblos. En burros, a pie, a través de caminos polvorientos o empantanados. Parecían fantasmas, duendes. Sólo las urracas llenaban el viento del sonido grave anunciador de inviernos y tormentas.

A poco de llegar Santander a la capital le fue informado que desaparecía la figura del Vicepresidente y se le nombró como enviado extraordinario y ministro plenipotenciario a los Estados Unidos (empleo que aceptó —un milagro— después de ciertas consultas con sus íntimos).

El tirano pensaba desarmar a los más envalentonados enemigos pero nadie convence a los “estudiantes”, mientras padecen el virus de ideas suicidas. Se cuenta que en un baile, algunos jóvenes insolentes ocuparon el asiento destinado al Libertador, y haciendo tonterías arrancaron solemnes suspiros y frenéticos aplausos del público.

Otros, beodos, mostraban armas blancas y pistolas gritando que querían hacer el papel de Bruto.

Era una situación preocupante y los amigos del tirano le pidieron que creara una policía. El déspota se negó.

Santander oía sugestiones y predicamentos airados contra el jefe supremo y para él había llegado la hora de ejercitarse como maestro de salvadores de la patria. En realidad, seres que no habiendo alcanzado posiciones relevantes durante la revolución de independencia —a excepción de Francisco— querían encumbrarse de la noche a la mañana en los agitados ensueños del poder. Eran asiduos visitantes de Santa Catalina (el tabernáculo de doña Nicolasa) un tal González, Hormet y Carujo; el segundo francés y el tercero venezolano. La consigna era: Hay que matar al tirano, a Urdaneta y a Castillo.

El ex-Vice escuchaba las amenazas pero no aseguraba su compromiso en el atentado. Argumentaba que si él se encontrara en el exterior podía ofrecer lealtad y ayuda al grupo de conspiradores, pero que estando en Bogotá y siendo el blanco de la persecución de sus enemigos, no le era conveniente participar en una rebelión. Sin embargo “convenía en la criminalidad de la conducta del General Bolívar.”

A todas estas, Francisco nunca salió a ocupar el cargo que el gobierno le había ofrecido, quiso más bien anticiparse a las reacciones inconscientes del país teniendo en sus manos las redes inmensas de la conjura. Los conspiradores contaban con él, y él en su entreverado silencio provocaba a sus aliados o les retardaba el plan según el vaivén de las circunstancias.

A tanto había llegado el poder de Santander que en Bogotá a excepción de unos pocos, lo consideraban el auténtico sucesor de Bolívar.

El atentado largamente planeado estalló el 25 de septiembre. Un grupo de oficiales atacó el cuartel donde se encontraba preso el almirante Prudencio Padilla. Los conspiradores instan al almirante a que se ponga a la cabeza de un grupo de oficiales, pero Padilla se niega. Probablemente pensaba en sus pasadas acciones porque en sus protestas había bailado al son que le tocaban los santanderistas, ahora estaba decepcionado. En todo caso le queda poco tiempo para decidir. Le han abierto las rejas y además le dicen sin tapujos: —Usted, amigo, es granadino. La revolución cuenta con un ochenta por ciento de divisiones granadinas. El golpe está preparado con la ayuda del Perú y pronto estallará en Popayán, Pamplona y Cúcuta... El pobre hombre se cree Santander II, sale de la celda y, pide una espada.

Al mismo tiempo, en el cuartel Vargas, Hormet y Carujo asaltan la casa de gobierno. Allí Carujo mata al fiel edecán de Bolívar, el escocés Fergusson.[1]

Ni Boves, ni Calzada en otros tiempos habían llegado tan cerca... Dolorosas impresiones serían las de Bolívar sintiendo los pasos asesinos de sus enemigos. Él, a solas, allí en su cuarto con Manuelita, medio enfermo, esperando entre dudas el último suspiro de Colombia. Tantas sombras grotescas habían detrás de aquel crimen y él las percibía en una sucesión de fatales pensamientos. Era la sombra de Mario revelando toda la furia de su venganza. Oh Mario, ¿te imaginas que ya te muestras al pueblo coronado con las glorias del segundo Bruto? ¿Querrás armarte de un puñal contra el nuevo Cincinato...?

En aquellos segundos, pregunta a Manuela, —“¿Y ahora qué hacemos?, ¿hacernos fuertes?”

Sabía que enfrentarlos era un suicidio. Hombres que mataban, con la mayor sangre fría y bajo una resolución loca, y absurda no se iban detener ante sus palabras, ni ante su presencia. El conocía muy bien el extremo de aquellos actos que eran prolongaciones larvadas de los trastornados realistas. ¡Oh Mario!, tu feroz ambición ha dividido los espíritus, ha sembrado la guerra civil, mostrado al crimen triunfante...

Bolívar tenía a un lado a su amante, en las manos espada y pistola; afuera enloquecidos ladraban los perros, alarma de pasos, disparos en los pasillos...

Tal vez Bolívar consideraba que se vive por un deber sagrado, por un compromiso profundo con un destino, con la naturaleza misma.

Finalmente huye por una ventana. Dime estólido sofista, ¿de qué sirven los principios de la filosofía?, ¿de qué las leyes del Senado, sino para librar el Estado de la destrucción?

Cuentan que se ocultó bajo el puente del Carmen que pasa sobre el río San Agustín. Allí pasó tres horas. El sufrimiento —dicen los santos y algunos filósofos— es el camino de la sabiduría y de la entrega a Dios. En aquellas horas debió haber alcanzado un conocimiento más complejo de sí mismo.

Se daba cuenta de que con la ausencia a su alrededor de los recursos humanos vitales, sólo quedaba un ligero hilo de vida, y una fe vaga en Dios. Era un deber vivir, él se había ganado ese derecho, pero ya representaba poca cosa; era un tormento, una pelea estéril, sin horizonte, sin soluciones posibles, sin nada.

Actitud absorta sobre un balance de sacrificios en los que percibe el desperdicio de su vida.

Conocemos el final de aquel acontecimiento. Bolívar sale del puente y es aclamado en las calles. Se muestra agradecido y torturado. ¿Había aún alguien que le amara? Abrazando, estrechando manos y recibiendo aplausos decía: —“¿Queréis matarme de gozo estando próximo a morir de dolor?”.

[1] “¡Cuánto siento a Fergusson! —habrá de decir O'Leary más tarde, desde Guayaquil—, ¡cuánto compadezco a Bolívar y cuánto envidio su gloriosa muerte! Créame V. E. —añadía— que el mayor sentimiento que tengo es el de no haberme hallado cerca de su ilustre persona aquella noche para defenderla a costa de mi vida” (Carujo tenía la mente averiada por las máximas de Bentham. Era un fanático lector de sus obras, antes había sido discípulo de Boves).


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José Sant Roz

Director de Ensartaos.com.ve. Profesor de matemáticas en la Universidad de Los Andes (ULA). autor de más de veinte libros sobre política e historia.

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