Amanecer Warao en el Orinoco

La corriente del Orinoco, nacida en las entrañas del Amazonas, corre veloz hacia la costa atlántica venezolana, y se disemina en los laberínticos caños del Delta Amacuro. Allí, los ríos dividen a la tierra en centenares de islas, donde sobreviven los indios de la etnia Warao, acosados desde siglos atrás por la colonización, la industria petrolera y los peores instintos de la civilización.

De Tucupita a Pedernales, a lo largo del Orinoco, viven los indios sobre
los llamados palafitos.

Para llegar a Tucupita, capital del estado de Delta Amacuro, se necesita recorrer 730 kilómetros de una soleada carretera, que deja Caracas y se adentra en el paisaje del oriente, sembrado de pozos y refinerías petroleras, que le disputan el espacio a una ganadería extensiva, en tierras de pocos dueños y muchas historias. Por esa región, en el estado de Monagas, siguen pastando las vacas del ex presidente Carlos Andrés Pérez, mientras la miseria de muchos campesinos e indios está enraizada en los bordes de los ríos y hasta se desborda con ellos.

Por la corriente del Orinoco, que baja a su encuentro con el mar, también navegan los misioneros de la campaña nacional de alfabetización. Se les descubre con sus gorras y franelas a bordo de las curialas, esas intrépidas canoas construidas con los gruesos troncos de cachicamo, san zafrán, samán y araguaney, árboles que señorean la tupida selva del Delta, y cortan las profundas aguas de los caños, infectadas de pirañas y mitológicas anacondas. Es un viaje al paraíso, pero también al peligro.

KAINA EKOTAKORE

Hilaria Anzolay, una anciana de Tekoborujo, dice que en lengua Warao "kaina ekotakore" significa "el fin del mundo". Allí vive hace 78 años y nunca antes vio "desembarcar" a un maestro, y mucho menos para alfabetizar a los de su tribu con un televisor y un video. Cuando le preguntamos qué ha significado eso para su pueblo, ella se queda en silencio, seca sus ojos y dice una palabra en su lengua: "Yacaré", que significa amanecer.

Hasta las tribus Warao llegó la Misión Robinson.

Como Hilaria, otros 14 000 seres humanos de Delta Amacuro anhelaban la oportunidad de aprender a leer y a escribir. Carlos Mora Dávila, gerente del Instituto de Cooperación Educacional (INCE) en el estado, asegura que de esta cifra el 85% son indígenas: "Queremos que aprendan y salgan de ese mundo de tinieblas, donde lo único que les ha sobrado es explotación y gente que se aprovechara de ellos... Todavía nos quedan aulas por abrir en otras 39 comunidades, pero no descansaremos hasta llegar al último de ellos. Vale la pena solo por verles su sonrisa".

Mientras se mece en su chinchorro, como los Warao llaman a las hamacas, Euclides Aray lee su cartilla y ríe cuando descubre el flash de la cámara. Pero su alegría es como una noche sin estrellas, porque le faltan todos los dientes, perdidos uno tras otro ante la falta de un odontólogo: "Ahora, dice, estoy aprendiendo, y cuando ya sepa escribir le haré una invitación al presidente Chávez, para que se traiga a Fidel y enseñarles a los dos cómo se llega a la Isla del Diablo, donde nacieron mis padres".

LOS VERDUGOS DEL WARAO

La tierra de los Warao fue una suerte de paraíso hasta mediados del siglo pasado, cuando dos empresas gringas —Orinoco Mining e Iron Mining— iniciaron la segunda colonización del Delta Amacuro. La construcción de un dique-carretera obligó a cerrar los caños de Mánamo, Manamito y Pedernales, tres de los principales brazos del gran río, para abrir camino a la explotación petrolera y de mineral de hierro.

Otra empresa norteamericana, la Tippets-Abbett-McCarty-Stratton, inició las obras, e introdujo de paso una intensa explotación de los recursos forestalesÁ Las comunidades Warao fueron desplazadas violentamente, se les despojó de sus territorios ancestrales y utilizaron a los indígenas como mano de obra barata. Con el río obstruido, desapareció la pesca y el estancamiento generó una gran contaminación de las aguas, provocando la muerte de cientos de indios.

Los sobrevivientes siguen ahí, subidos a los palafitos, ranchos construidos sobre pilotes en el borde de los caños, y ocupan su tiempo en el tejido y la talla de madera, mientras los más viejos de las tribus no logran concebir el mundo sin el moriche, el "árbol de la vida" del que sacan todo: madera, chinchorros, mecates, alpargatas, cestas, la fruta, una harina (yuruma) para hacer pan, y hasta los gusanos que ingieren crudos o cocinados.

A cientos de kilómetros de Tucupita, remando incansable por el caño Mánamo, va el indio José del Sol. Desde su curiala, cargada de plátano y carne de lapa, nos advierte de la presencia de un tigre que se agazapa en la orilla tras una colonia de boras, como los Warao llaman a las malanguetas o flores de agua: "Voy tarde, dice apenado ante nuestra invitación a conversar, porque en Isla del Diablo me espera la maestra. Y ese es el futuro compa, el futuro".


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Félix López y Ricardo López H.


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