El 18 de Junio de 1815

 El Papa Pío VII (Gregorio Luigi Barnaba Chiaramonti), bendijo y consagró en París el 2 de diciembre de 1804 el alba del Imperio con la coronación de Napoleón en majestad de Emperador. Con la misma devoción cristiana bendijo la caída del mismo Imperio en Junio de 1815.

 Cambronne, inventando por derrota o catástrofe el término “Waterloo”, no vivió para enterarse que con su grito anunció –sin querer o sin imaginárselo- el derrumbe de todo un sistema europeo. Había mucho llovido el día anterior y el genio de Napoleón no tenía entre sus cálculos –para ese momento- lo que el prolongado llanto de las nubes afectaría las realidades de clima, terreno y estado de ánimo de las tropas del Imperio. El Emperador nunca fue historiador, aunque llegase a sus conclusiones políticas partiendo de premisas sociológicas, sino simplemente un fundamental protagonista de la historia ganándose un privilegiado lugar como genio de la guerra. Por eso, esas realidades que se dedican andar bajo la protección de los secretos, cuando explotan se convierten en una sorpresa imposible de controlar en su marcha desaforada para huir de un destino que ya resulta insoportable. Una batalla no es cosa de hechicero ni tampoco de los que desatienden todos lo pronósticos. Napoleón, además, fue víctima del engaño de su guía, y éste –siendo siempre el menos relevante en el ardor de un combate- no pocas veces es el constructor de las tácticas perfectas que conducen a la conquista de la victoria o de las imperfectas que llevan a la derrota.

 Víctor Hugo  dice que “La batalla de Waterloo es un enigma; tan oscuro para los que la ganaron, como para el que la perdió…”  Si Europa perdió, algo debió ganar el mundo; si Francia perdió, algo debió ganar Europa; si París perdió, algo debieron ganar Roma, el Vaticano, Londres y otras pocas grandes e importantes ciudades europeas a costilla de Francia. A lo mejor, hasta ahora, sigue siendo un enigma que ya poco importa descifrar pero 33 años después (1848) comenzó hacer su recorrido –como un fantasma- el “Manifiesto Comunista” bajo el ardoroso fuego de la lucha de clases, deslindando para siempre el sueño hecho realidad para el aprovechamiento burgués de la explotación y la opresión del hombre por el hombre y el sueño de un nuevo devenir o mundo preñado en la entraña del proletariado.

 Víctor Hugo, además, sostiene que Waterloo siendo el encuentro –hasta el momento pudiéramos aceptarlo- más extraño que había tenido la historia fue una “Jornada fulminante, en efecto, hundimiento de la monarquía militar, que con gran estupor de los reyes arrastró a todos los reinos; caída de la fuerza, derrota de la guerra” Pero también creyó, el distinguido literato, que Waterloo no fue más que un ruido de sables, porque la Alemania por cima del sangriento Blücher (príncipe) tenía a Goethe y la Inglaterra por cima de Wellington (capitán de tercera categoría) tenía a Byron. Lamentablemente, sin estar desmeritando al excelso escritor, ni Goethe ni Byron representaban la salvación –por muchos méritos que poseen y perduran en el tiempo- ni de Alemania ni de Inglaterra y menos de esa Europa (arrogante en la cultura intercontinentes) que vivió durante el siglo XIX bajo las garras de dictaduras bonapartistas y monarquías que se sustentan sobre la esclavitud de sus pueblos.

 El 16 de junio de 1815 se bajó el telón, cayó el imperio de Napoleón I en una batalla en que hubo más deserción y muerte que combate. Algún historiador que pretenda especular el resultado de la batalla para engrandecer a Blücher o Wellington por su victoria sobre la derrota del genio de Napoleón, incurriría en una lisonja deformante de los hechos o de la verdad histórica. La misma historia, que nunca pierde el hilo dialéctico de su memoria, para avanzar o marchar con sus zigzags o sus flujos y reflujos estaba hastiada y rencorosa con el imperio de Napoleón, el genio del arte de la guerra pero no de toda la ciencia política.

 Víctor Hugo señala que el 18 de junio de 1815, analizando el imperio de Napoleón, el grande y genio, que no podía perdurar más allá de sus desmedidos apetitos de expansionismo y ansias de poder autocrático, “… se desmoronó en una sombra parecida a la del mundo romano expirante…”, pero agrega que su caída atrajo nuevamente el abismo como en tiempo de los bárbaros, sólo “…que la barbarie de 1815, a la cual llamaremos por su apodo – la contrarrevolución- tenía poco aliento, se cansó en breve y se detuvo… si la gloria consiste en la espada convertida en cetro, el imperio había sido la gloria misma. Había derramado por la tierra toda la luz que puede dar la tiranía, luz sombría; digamos más, luz oscura. Comparada con la del día verdadero, es la oscuridad de la noche. Pero la desaparición de esa noche produjo el efecto de un eclipse

 Si Victor Hugo hubiese sido un sociólogo, tal vez, “Los Miserables” sería una novela extraña de historiar. No por codearse con la realeza, no por haber sido par de Francia nombrado por el rey Luis Felipe, no por haber apoyado la vuelta de Luis Napoleón Bonaparte, no por haber sido diputado en la lista de los católicos conservadores, se le puede objetar sus juicios sobre el 18 de Junio de 1815 o, mejor dicho, sobre Waterloo. No olvidemos que terminó su vida abrazando la causa de los comuneros de París de 1871. Eso es prueba de una verdadera revolución en el pensamiento. Víctor Hugo, avanzó sobre la derrota de sus primeras predilecciones políticas;  en cambio, los derechos europeos se valieron de Waterloo para retroceder y no avanzar.

 Vuelto al poder Luis XVIII, como rey de Francia, puso a París en manos de los ultrarrealistas un corto tiempo después de haberse visto obligado a firmar algunos principios de la Revolución Burguesa. Dice Víctor Hugo que “El año 1815 fue una especie de abril lúgubre. Las viejas realidades nocivas y venenosas se cubrieron de nuevas apariencias. La mentira se casó con 1789; el derecho divino se enmascaró con una Carta; las farsas se hicieron constitucionales; las preocupaciones, las supersticiones y los pensamientos ocultos, con el artículo 14 en el corazón, se barnizaron de liberalismo. Fue el cambio de piel de las serpientes”. En Viena a eso se le llamó Restauración.

 Si bien el 18 de Junio de 1815 fue, de manera definitiva, el eclipse del emperador Napoleón Bonaparte, su imperio tuvo un gran significado para la historia humana. Lenin dijo: “Las guerras imperialistas de Napoleón se prolongaron durante muchos años, abarcaron toda una época, mostraron una red extraordinariamente los movimientos de liberación nacional. Y como consecuencia de todo ello, la historia se desarrolló a través de toda esa época tan abundantes en guerras y tragedias (tragedias de pueblos enteros), marchando adelante del feudalismo al <<libre>> capitalismo”.        



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Freddy Yepez


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