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Con el llamado desarrollo y progreso capitalista, el hombre perdió gloriosos placeres. Uno de ellos fue la llegada de la electricidad que llenó de luces artificiales las ciudades, y nunca más volvimos a ver los cielos estrellados. Dejamos de gozar del placer de la oscuridad en su esencia divina (y del silencio). Con la llegada de la electricidad perdimos gran parte de la comunicación con nosotros mismos, desencajados de nuestra realidad interior por la radio, el cine y la televisión. Con la llegada de la electricidad perdimos el placer de la caída natural de la tarde, y de esa llegada milagrosa de la noche con sus sutiles misterios, relajantes y envolventes.
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Luego nos fuimos habituando a los ruidos, a la esclavitud a los carros, a las motos y motores que acabaron inundando a nuestras ciudades de una de las mayores plagas de la humanidad: la sordera y la contaminación. Nos volvimos sordos para escuchar lo que importa, y nos gasolinizamos (es decir, nos drogamos sin saberlo). Y por lo mismo, acabamos siendo unos consumados consumidores de las producciones farmacéuticas. ¿Quién, hace 50 años podía llegar a imaginarse que también haríamos mercado de medicamentos? Y todo este progreso siempre atentado contra la salud mental y en contra del silencio, la quietud, la paz, el sosiego. Si no hay ruidos ensordecedores, estridentes, entonces nos sentimos desencajados, nos sentimos extraños y hasta con malas sensaciones, Con aprensión. Por eso se ha ido desarrollando una cultura de violencia, en las películas, en el deporte y en la política de partidos.
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Luego, para completar en holocausto de todos los daños provocados por los adelantos tecnológicos, nos venimos a encontrar con los efectos nefastos de las redes sociales. Estas redes han provocado la total desintegración de nuestros sentidos: nos impide la concentración en lo que más importa. Nos impide pensar y razonar por nosotros mismos y hasta nos impide amar lo real, lo concreto. Nos impide leer libros, nos impide dedicarnos con ahínco a la investigación con método y disciplina. Nos impide desarrollar nuestros propios criterios sobre lo que acontece en el mundo.
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Hace poco quedé sin carro, yo que había tenido uno desde que cumplí los veinte años. Mi vecino, el señor Gonzalo también quedó sin carro desde hace diez años: "-Lo tuve que vender para poder comer", me dice. En la torre donde vivo son muy pocos lo que tienen carro. Pero ahora yo todo lo hago a pie: las compras de la comida, las obligadas diligencias de cada día, y son kilómetros y kilómetros los que hago con bolsas y morrales. Bajo la lluvia, bajo intensos soles, destalonando zapatos, pero feliz. Paso por una Bomba de Gasolina y veo colas y me digo: "-Ya eso no me hace falta". Paso por aquellos talleres o puntos para el lavado y engrase, por ventas de repuestos o baterías, y me digo: "-Dios mío, de todo lo que me estoy ahorrando". De cuántas preocupaciones. Porque tener un carro a veces se convierte en un tormento, tomando en cuenta los peligros que representa en estas convulsas avenidas y calles atestadas de locos manejando motos o carros sin consideración ni respeto por las leyes de tránsito.
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Ahora que no tengo carro, he rebajado de peso, me siento más saludable, disfrutando de las mis andanzas, con mis pensamientos, subiendo y bajando cuestas en esta Mérida de las mil y una hondonadas. Viendo a los parroquianos, viendo al pueblo sencillo y noble, entrando en parques, plazas y centros comerciales. Tomándole el pulso a la vida que bulle en los mercados, escuchando los cuentos y los dimes y diretes de la gente de a pie. Encantando con la música de la brisa, el baile de las copas de los árboles y la sinfonía infinita de los duendes que me acompañan en mi soledad. Veo pasar las naves y me digo: "-Pobre gente que no sabe de lo que se está perdiendo", y así llego siempre feliz a casa.