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Aquel super burgués Manuel Antonio Matos (MAM) de principios del siglo XX viene a ser la versión más fiel de la actual María Corina Machado (MCM), hasta con tremendas similitudes en sus iniciales. Ambos le mienten como bellacos al pueblo, al tiempo que a sus espaldas planifican junto con los imperios europeos y Estados Unidos una invasión contra nuestra patria. Ambos proponen entregar nuestros recursos a esos imperios. MAM consigue invadir a Venezuela con apoyo de esos imperios (con armas y equipos militares suministrados por EE UU y Europa), y ambos están contentes de que Inglaterra debe quedarse con el Esequibo ("drop the issue"). Aunque hay que reconocer que con MCM ha habido una invasión silenciosa contra nuestro país con peores daños que los ocasionados por MAM, con cientos de actos terroristas, sabotajes espantosos, asedios, sanciones y bloqueos solicitados por MCM que ocasionaron cientos de miles de muertes por falta de medicinas, por apagones, por falta de técnicos, profesores, equipos, y por los millones de compatriotas que tuvieron que emigrar. Aquel MAM a la postre triunfó con la traición del abominable Jun Vicente Gómez, pero ésta, MCM, nunca irá para el baile, ni que se vista de seda…
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A finales del siglo XIX, aquel María Corina Machado se llamaba Manuel Antonio Matos, y por lo bajito se acercó al presidente para decirle: "-Excelencia, aquí para salvar a la república no nos queda otra salida que declarar el país en bancarrota". El presidente le contestó: "-Usted ocúpese de lo suyo que yo me encargo de los negocios del Estado". La trama de redes poderosas para conseguir préstamos en el exterior solamente las poseía Manuel Antonio Matos, por haberle manejado las finanzas a los ex presidentes Antonio Guzmán Blanco, Francisco Linares Alcántara, Joaquín Crespo, Juan Pablo Rojas Paúl, Raimundo Andueza Palacios e Ignacio Andrade, y mantener muy buenas relaciones con la banca extranjera y con los oligarcas criollos. A al general Cipriano Castro le fastidiaban las pertinaces e impertinentes interferencias de Matos, en todas sus decisiones económicas, porque además su revolución se sustentaba en el programa NUEVOS HOMBRES, NUEVOS IDEALES, NUEVOS PROCEDIMIENTOS, y Matos era de los políticos que traicionaron los ideales de Ezequiel Zamora. Sin embargo, necesitaba a este Marío Corino para conocer el real estado de las finanzas del país, pretendiente infalible a ministro de Haciendo como lo había sido de muchos otros presidentes. Aunque Castro estaba consciente de que jamás le iba a decir la verdad del capital del tesoro público y la situación verdadera de la deuda con usureros y explotadores alemanes, franceses, ingleses, holandeses e italianos.
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De modo pues que, en aquella Revolución Liberal Restauradora, Matos es el eslabón clave y necesario del pasado, la sombra inevitable en todo lo que ha de hacer el nuevo gobierno. Este Marío Corino, acompaña a Castro a todas partes; a su escritorio le lleva cientos de documentos y papeles sobre el cuantioso monto del más grave problema a enfrentar, precisamente el de la deuda externa venezolana, sobre la cual él es un experto. Le insistía a Castro: "—Usted no podrá solicitar un empréstito más, lo mejor es que renuncie al mando. Además, media nación está alzada contra usted. No hay salida. Nunca ha habido una salida". Castro le replica: "—¿Y por qué usted sigue aquí a mi lado? ¿Por qué usted no se aparta del gobierno y no deja tomar las medidas de emergencia bajo un estado de excepción? ¿Qué le hace pensar que usted es más fuerte que yo?" Matos se aparta apenado, calibra, medita, hace otros cálculos, y procura reducir las tensiones diciendo que existe una reserva de capital con la que se puede paliar por unos meses la grave tensión con la banca extranjera: "… no es mucho".
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Se producen docenas de alzamientos en el país, parecidos a los de las guarimbas de 20165, 2016 y 1017. Se pronuncia en Tejerías el general José Manuel Hernández, «El Mocho», quien levanta las banderas de la Revolución Nacional y tilda de traidor a Castro. Los llamados "nacionalistas" se alzan en Maracaibo. Desde la costa de Cumaná, desde los llanos hasta región central hay cientos de generales alzados, con miles de reclutas y peones. Todo esto entusiasma a Matos, pero debe actuar con suma cautela y mostrarse, de momento, adicto a la Revolución Liberal Restauradora. Eso sí, no puede mentirle a Castro, y le da una noticia mortal: "Todas las potencias de occidente nos acaban de informar que no habrá más créditos para Venezuela". Al tiempo que informaba esto a Castro mantenía comunicación con los inversionistas europeos, y éstos le hacen saber que desean tener una amistosa reunión con Castro, al tiempo (y esto lo sabe Matos) que (en septiembre de 1899), mister William H. Russell, encargado de negocios de Estados Unidos en Venezuela, solicita a su país que un barco de guerra se sitúe en La Guaira (ante cualquier eventualidad). El General Castro se entera por sus informantes que efectivamente, un buque, el Detroit, ha sido emplazado en el puerto de La Guaira junto con otro británico, el Progreso. Castro le pregunta Matos si está enterado de esos movimientos y éste responde que lo único que sabe es que son buques para proteger a los ciudadanos extranjeros. "-Protegerlos de qué", le pregunta Castro. "-Bueno –responde Matos – eso es lo que tengo entendido y he escuchado".
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El plan del Marío Corino Matos con los agentes extranjeros es que vayan mareando a Castro con maravillosas inversiones mientras se planifica toda una sublevación en el país con apoyo de Europa y Estados Unidos, y es así con en la Casa Amarilla se agolpan sin cesar los acreedores de alto pelaje, que tratan de deslumbrar a Castro con nuevos programas de desarrollo para convertir a Venezuela en una potencia industrial de primer orden. Los análisis son profundos, aunque cargados de cifras que dan vértigo. Castro anda con la mosca en la oreja: "—¿Por qué, si estamos en la ruina querrán todavía venir a ofrecernos hasta la salvación eterna?" Aquello, sin embargo, parece el Purgatorio. Castro se marea. Llama su atención que agentes de Inglaterra, Alemania, Italia, Francia y Estados Unidos, le presenten nuevas cuentas; la deuda no es como le han contado, sino que alcanza montos abismales. Mientras esto ocurre en la capital, el «Mocho» Hernández, con un ejército de mil hombres, invade Guayana. En Oriente, una avanzada, apoyada con armas norteamericanas, se propone llegar hasta Caracas.
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El canalla Mario Corino Matos a principios de marzo de 1900 va y en secreto se reúne con el ministro alemán Herr Smith-Leda, para ver de qué manera puede presionar a Castro. El 11 de abril de 1900, el gobierno alemán presenta al gobierno venezolano un ultimátum: o cancela la deuda del Gran Ferrocarril Alemán, que sobrepasa los 710.000 bolívares o habrá una intervención militar. El Marío Corino Matos es el intermediario de las compañías extranjeras ante el presidente, siempre presionando para que se produzca una coalición internacional que mediante la fuerza obligue a dimitir a al presidente Castro. El Marío Corino le dice al presidente que los europeos no pueden invertir en un país que además de quebrado es muy inestable, que él debe entenderse con los generales alzados en oriento, en los llanos, en occidente del país. En los informes que Marío Corino trasmite a los europeos, les dice que Castro de momento se muestra sordo, lento, indeciso; que no es hombre que entienda de números y que él prefiere ausentarse a Macuto por un tiempo para consultar que acciones tomar con los acreedores para que recuperen su capital. Para Matos, ya se han agotado las posibilidades de un entendimiento pacífico. Le informa a las legaciones de Alemania, Francia, Inglaterra y Holanda que a él no le va a quedar otra alternativa que asumir una insurrección general, y que para ello va a requerir de una ayuda financiera. Que él ya ha recibido el visto bueno de Estados Unidos para instaurar un gobierno que facilite los acuerdos económicos entre empresarios, prestamistas, inversionistas y banqueros nacionales e internacionales. A todos los dilomáticos europeos les dice: "—El país se nos puede ir de las manos".
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Encontrábase Matos en estos menesteres cuando Castro para someter a prueba la conspiración que se está urdiendo contra él, va y le solicita a los magnates criollos que le concedan un préstamo. La hora de las horas. Los banqueros pretenden alarmarse y «confirman» que, efectivamente, Castro está loco de atar. Le responden al presidente que ellos están arruinados, que no tienen ni para comer. Como banqueros al fin, aun «arruinados» como dicen, tienen más poder que don Cipriano. Publican por la prensa un ofensivo remitido dirigido a la opinión pública. Matos hace un malabarismo verbal tratando de llamar a la reflexión al presidente, como siempre lo había hecho en casos similares: "…por las buenas siempre todos nos entendemos"; y pide que se escuche a los hombres que producen en el país, a los que dan de comer al pueblo. Castro conoce muy bien por dónde van los tiros, y permite que hablen, que se muestren alarmados y preocupados por el destino de la nación. Es, en realidad, la representación de una paranoia que tiene un único receptor: los diplomáticos extranjeros que están a la espera de que se instaure un gobierno «que honre las deudas pendientes y nos permita seguir sirviendo a la patria de Bolívar»; y quienes pretenden intimidar argumentando que si el gobierno de Castro no sabe cumplir con tan elementales acuerdos, existen vías por las cuales se puede imponer otro.
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Castro sabe que ese empresariado del centro del país es conspirador, ladrón y mercenario. Son de los que proclaman que el dinero no tiene patria y la patria en realidad nunca ha existido para ellos; pero ahora tendrán que ajustarse a nuevas reglas. Esta vez, el jefe del Estado no se andará con rodeos. Transcurren varios días en los que Matos no deja de quejarse de las penurias que están pasando los banqueros, los grandes comerciantes, que llevan una vida incierta porque el Ejecutivo no los oye, no los ayuda y no los ocupa en los cargos que siempre han ostentado y heredado. Cuando creen que el presidente ya se encuentra maduro para comprender «el drama de la situación económica nacional», tienen la desvergüenza de exigirle que pida la renuncia de su Gabinete. Entonces, Castro se fastidia de tanto cinismo y ordena que encierren a Matos y a su grupo en La Rotunda. El intrigante y su grupo comienzan a pedir clemencia: unos sufren de reumatismo, otros de gota; necesitan médicos, medicamentos importados y que se les atienda; de los primeros clamores, pasan a un mutismo aterrador. Comienzan a enviar emisarios porque comprenden que Castro no es Ignacio Andrade o Joaquín Crespo, ni siquiera Guzmán Blanco. Proponen los banqueros un acuerdo de unidad nacional sin pedir nada a cambio. Producto de estas solicitudes, los jueces ordenan la libertad de Matos y compañía. A los pocos días todos están muy repuestos y sanos, y en el Banco Caracas organizan un espectacular sarao en desagravio «al gran Cipriano Castro». Se alzan las copas de champaña brindando por su inconmensurable gesta, sólo comparable a la de Bolívar. En el acto, Manuel Antonio Matos hace gala de una elocuencia hasta entonces desconocida: «Saludo al héroe que desde el Táchira vino respetando con severidad inaudita vidas y propiedades hasta el punto que todos deseábamos el triunfo de la Revolución Liberal Restauradora…». Brindis similares se dan en otros bancos, como el Venezuela; aquí, el orador insigne que literalmente baña a Castro de ditirambos melodiosos y honras inmarcesibles es el magnate J. J. Lasére. No es, como dicen los críticos pronorteamericanos, que Castro hizo abrir las bóvedas de los bancos a mandarriazos. No, los banqueros en La Rotunda respiraban sin dificultad; cuando llegó la orden de excarcelación, comenzaron a sentirse exultantes de alegría y las bóvedas se abrieron como por arte de magia. Le aseguraron al gobierno el otorgamiento de un préstamo por más de 900.000 bolívares.
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En 1900, reaparecerá el «genio milagroso» de Claudio Bruzual Serra, pero transformado en consultor jurídico de la New York and Bermúdez Company, otro gran problema ad portas. Bruzual presenta a Castro las mismas fórmulas, las mismas recetas salvadoras, los mismos formatos que durante décadas han desangrado al país y que lo tienen moribundo. Si no se aplican estos dolorosos paliativos —advierte— no quedará otra salida que demandar al Estado por incumplir con inversionistas que precisamente se encuentran entre nosotros haciendo ingentes sacrificios para darle aliento al progreso nacional. El general Cipriano Castro, en lugar de leer los legajos salvadores, fija su atención en la mirada del insolente Bruzual, que encubre sus intimidantes razones y ordena que lo detengan. Exige, sin pérdida de tiempo, que se le incomunique «por cuestiones de orden público». Los países civilizados, que cuentan para su protección con la acción de los poderosos bufetes nacionales, difunden por el mundo que Castro no se somete a las decisiones de los tribunales, que en Venezuela no existe división de poderes. La defensa de la patria no requería otro poder que el de la conciencia soberana. "—¿A quién consultan los gringos o los europeos cuando alguien invade o irrespeta a sus naciones? ¡Han saqueado horriblemente al país y ahora pretenden que les paguemos por todo lo que nos han robado!" El propósito de la New York and Bermúdez Company era hacerse con las minas de asfalto de Venezuela para librarse de cualquier competencia y controlar a su gusto el precio. Este trust ya era dueño del asfalto de Trinidad, y se estaba convirtiendo en el mayor latifundista de Venezuela.
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El «mundo civilizado» prepara sus ataques y decide abrirle varios frentes al «mono aindiado» de Castro. Como primer paso organiza una invasión desde Colombia a las órdenes del traidor Carlos Rangel Garbiras, quien entra en Venezuela en julio de 1901 con seis mil colombianos, provocando grandes saqueos y asesinatos. Hay que impedir, además, a todo trance, que se haga realidad esa «desquiciada aspiración de Castro», de restaurar la Gran Colombia. Castro no deja títere con cabeza. Nada molesta tanto a los imperios como que sus amenazas, planes desestabilizadores y prácticas terroristas sean derrotados o puestos al descubierto. Más si los arrincona un «mono» morosamente endeudado con la banca internacional. Pero a los agentes y testaferros les sobran ases bajo la manga: se desatan de manera frontal las reclamaciones y, tras ellas, las acciones de bloqueo. El 23 de enero de 1901, don Cipriano responde decretando que no reconocerá compromisos antes de mayo de 1899. «En ese momento, las peticiones de los imperialistas germanos atentan contra el principio de soberanía que asegura a Venezuela el derecho a establecer su propia legislación». Mientras se produce esta verdadera tragedia nacional, Rómulo Betancourt —en un juicio que lo comprometerá para siempre ante la historia— toma partido abiertamente por la New York and Bermúdez Company, dirá: «El despotismo de Castro, a fin de buscar más dinero para depositarlo en cuentas particulares en bancos del exterior y para gastarlo alegremente, emprendió la acción judicial contra la New York and Bermúdez Company. Acción irreprochable desde el punto de vista del Derecho positivo venezolano y de las normas de la justicia internacional, pero adelantado por quienes se habían conquistado el repudio de sus conciudadanos y el desprecio universal con su incalificable conducta como gobernantes». Era como susurrarle a los mercenarios yanquis: estafen, roben y asesinen, porque Castro se lo merece.
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Agregaba Betancourt: «En Washington, Elihu Root, sucesor de Hay y de Loomis en el timón de la política exterior de los Estados Unidos, declaraba por aquellos mismos días, y para regodeo del déspota vanidoso, que se habían agotado los medios en su poder para traer a Castro a la razón». Es así como va tomando fuerza la gran conjura internacional contra Venezuela. El 24 de agosto de 1901, al presentar sus credenciales, el nuevo ministro plenipotenciario de Estados Unidos, mister Herbert Wolcott Bowen, aprovecha para exigir que a su país no se le deje fuera de cualquier compromiso que obligue al presidente de la República a honrar las deudas contraídas. Bowen mira fijamente a Castro, y el jefe andino también le sostiene resueltamente la mirada; como si se retaran. Bowen lo considera un pobre bichito de «cinco pies de estatura». Bowen le ofrece la mediación de su país para tratar de resolver las diferencias con Colombia, pero Castro la da las gracias y le dice que está escaso de tiempo y que tiene en agenda otros puntos urgentes. Bowen informa a Hay que Castro tiene «ilimitada confianza en su propia habilidad para dirigir los asuntos internos y regular sus relaciones con los poderes extraños». Después de presentar sus credenciales, Bowen confirma las apreciaciones de su colega Loomis, ciertamente Cipriano Castro «tiene una o dos gotas de sangre india en las venas». Poco después, mister Bowen, se trasladó a la espectacular mansión de Manuel Antonio Matos, residencia «libre de gastos, con toda la servidumbre de criados extranjeros pagada por Washington, incluyendo a Ernest, el cocinero personal del cerebro financista de la autocracia liberal, desde Antonio Guzmán Blanco, hasta Ignacio Andrade». Lo que tratarían tenía que ver con las maneras poco finas, educadas y protocolares del «ridículo macaco». En una rápida revisión que Bowen y Matos hacen de nuestra historia encuentran que ciertamente por primera vez Venezuela está siendo regida por un plebeyo de marca mayor. Según ellos, ni Páez, ni José María Vargas, Soublette o los Monagas, incluso Julián Castro, mucho menos Antonio Guzmán Blanco, Crespo, Rojas Paúl, Andueza Palacio ni Andrade, mostraban el grado de mulataje o indianaje que reverbera en las venas de Cipriano.
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Por otro lado, un signo vital que los países civilizados tienen para medir la calidad de los gobernantes en los países atrasados, es su capacidad para acatar en todo las directivas y mandatos emanados de la banca internacional. El «mono» es «díscolo», es «bruto», «bestia», «incontrolable». La Conferencia Internacional Americana, reunida en México, emite una declaración solicitando que Colombia y Venezuela lleguen a un acuerdo equitativo. El canciller nuestro, Eduardo Blanco (autor de Venezuela Heroica), recibe la siguiente instrucción: «El gobierno conservador de Colombia ha tenido siempre una funesta función sobre la genitora de su libertad e independencia, lo que es inaceptable por degradante. Es un gobierno que vive del terror, de la miseria y del oscurantismo». Eduardo Blanco tiembla, se muestra vacilante, no sabe qué hacer, y tiene que renunciar. Pronto, pues, se va a desatar la primera gran guerra mediática mundial contra Venezuela. El conductor de este proceso sería el mayor palangrista de la época, el francés A. J. Jauret. Este periodista es empleado de Manuel Antonio Matos y su trabajo es enviar notas de prensa al The New York Times, New York Herald y Associated Press, que presentan a Castro como un abominable incorregible que desprecia los valores más sagrados de las naciones civilizadas. En nombre de la libertad de expresión —que no es otra cosa que libertad de presionar—, Cipriano va apareciendo como el ogro más despreciable. El presidente Castro exige que se apliquen las leyes de la República y que se expulse del país a Jauret. Esta expulsión será el detonante para que los grandes centros de información vayan intensificando su insidia publicando a diario insolentes caricaturas y bochornosos artículos contra el primer mandatario.
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Ante el fracaso de tantos diálogos, de tantas propuestas pacíficas, civilistas e institucionalistas, Washington decide invitar a Matos para concretar planes más precisos, que permitan devolverle a Venezuela un gobierno serio y justicia social. O sea, una democracia presidida por él, por Marío Corino Matos. El plan no es otro que el de una invasión. Matos comienza entonces a unificar a su alrededor a todos los caudillos frustrados que no hallaban cómo volver a sus viejos privilegios y oscuros negocios. Así que, con unos cuantos dólares, Matos va a ponerlos a bailar como focas. Son los caciques de Trujillo, de los Andes, Oriente, Guayana y los llanos. Entre los generales montoneros invitados al gran diálogo para la salvación nacional, están: José Manuel Hernández el «Mocho», Nicolás Rolando, Zoilo Vidal, Juan Pablo Peñaloza, Horacio Ducharme, Doroteo Flores y el propio Antonio Paredes. Son 200 mil dólares oro los que ordena entregar el Departamento de Estado a Matos para iniciar la regeneración nacional. Parte de estas «donaciones» (más de 130.000 dólares oro) es entregada por la New York and Bermúdez Company, Orinoco Shipping Company, Intercontinental Telephone Company, American Telephone Company, Asphalt Company of America, Norddeutsche Bank, Pennsylvania Asphalt Paving Company, The New York Trinidad Asphalt Ltd., The Avenidme Steam Navigation Company, Credit Lyonnaise and Baber Asphalt Paving. Sin muchos aspavientos, ni yéndose por las ramas, Cipriano Castro declara a Matos, reo de alta traición a la patria. A Matos eso ni le va ni le viene, porque su verdadera patria está en los dólares del Tío Sam y, además ya no se encuentra en Venezuela. Es un protegido del imperio y, como tal, puede ser todo lo impúdico y demócrata que le venga en gana. Todo el mundo sabía que Matos era un general de monigote, sin coraje para asumir una guerra contra Castro, pero que, como estaba apoyado por Estados Unidos, podía darse al menos el lujo de encabezar una rebelión, en la que morirían centenares de estudiantes y profesionales; jóvenes calvinistas que realmente creen que el verdadero progreso de una nación está en obedecer y seguir lo que dictaminen los hombres más ricos, porque Dios les ha dado a ellos el don o la virtud de producir, de generar empleos y riqueza para la patria. Acumular riqueza significaba practicar en grado sumo el más fervoroso patriotismo. Estaba tomando cuerpo aquella máxima gringa en la que se sugiere que cuando se viese a un banquero tirarse por una ventana, había que ir tras él porque de seguro era un buen negocio.