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Lo cierto es que al famoso alemán Alejandro Humboldt, hay que comenzarlo a leer con lupa, a partir de todo lo que sobre él dice Bartolomé Tavera Acosta, Este sabio venezolano, nació en Carúpano el 24 de marzo de 1865 y muere en Maracay el 8 de febrero de 1931. Vivó, pues, apenas, 66 años para la obra monumental, extraordinariamente importante que realizó, como historiador, etnólogo, lingüista y periodista. Hijo del general Juan Bautista Tavera, natural de Ajaccio (Córcega) y de Rosa Acosta Peña, hermana del general José Eusebio Acosta Peña. Dirigió la Comandancia de Armas del Gran Estado Bermúdez en 1890. Se enroló en la Revolución Legalista combatiendo a favor del gobierno anduecista bajo las órdenes del general Domingo Monagas en 1892. Sale de Carúpano, y en 1895 lo encontramos asentado en Ciudad Bolívar. Llega a ser Gobernador del territorio Amazonas en 1900. Es muy probable que hay conocido por esa época a Rufino Blanco Fombona. Pasó más de 20 años en Guayana, donde realizó un formidable trabajo de investigación etnológica e histórica de la región. Se le considera uno de los precursores del estudio moderno de la etnología y de la lingüística en Venezuela. Realizó análisis comparativos de los petroglifos de las diversas regiones del país, buscando comprobar un parentesco entre el arte rupestre y las lenguas indígenas americanas con las lenguas de Asia. Su importante recopilación Los petroglifos de Venezuela, fue publicada después de su muerte por la Universidad Central de Venezuela en 1956. Es importante destacar el trabajo que sobre los petroglifos de Venezuela realizó también J. E. Ruiz Guevara. En una ocasión, el doctor Carlos Chalbaud Zerpa me mostró un trabajo de Tavera Acosta sobre el general Piar, que no se muestra en su bibliografía publicada por la Fundación Polar, y que sería muy importante buscarla para su divulgación. Una de las fuentes para el trabajo sobre Piar del historiador Asdrúbal González fue Tavera Acosta, sobre el cual se basaría Francisco Herrera Luque para escribir su novela sobre Piar. Desgraciadamente, la enorme biblioteca del doctor Carlos Chalbaud fue saqueada, junto con muchas de sus valiosas reliquias de varios siglos. La referida biografía sobre Piar escrita por Tavera Acosta, estaba escrita a máquina.
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En el Capítulo VII, de su obra Ríonegro, Tavera Acosta se refiere ampliamente al asunto de la supuesta antropofagia de nuestros indígenas. En ese capítulo lleva los siguientes subtítulos: PRETENDIDA ANTROPOFAGIA DE LOS INDIOS – MÁS CUENTOS DE CAMINO Y AVENTURAS NOVELESCAS CONSEJAS DE LOS FRAILES REPETIDAS POR HUMBOLDT Y MÁS TARDE POR BARALT, LETRONNE, CODAZZI, FELIPE PÉREZ, MODESTO GARCIA Y RAFAEL REYES – REFUTACION. Escribe Tavera Acosta: "Sobre el canibalismo de los indios del Nuevo Mundo, cabe aquí decir que es al célebre Barón Alejandro de Humboldt a quien, por su no común sabiduría, se debe la creencia de la supuesta antropofagia de los indios de estas regiones, Aunque él no la afirma categóricamente, no la niega tampoco, dando así ocasión a que otros geógrafos y hombres de relevantes dotes intelectuales hayan repetido la especie. En efecto, aquel notable pensador se hizo cargo de las narraciones exageradas de los primeros conquistadores, repetidas por los que les sucedieron, para creer en el canibalismo de los indios antillanos; así como también de los relatos de algunos misioneros (Casani, Gumilla, Gilij) para hacer alusión a la antropofagia de algunos de los indígenas del Orinoco, Rionegro, Casiquiari, etc.; esto aparte de haberse dejado engañar por la astucia de los indios (Yavita, v. gr.), quienes, como se sabe, para intimidar a los blancos les contaban cosas horribles con el propósito de que no se quedasen en sus localidades o de que desistieran de sus incursiones entre ellos, pues bien se sabe que a los blancos es a quienes miran con más recelo".
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Nos sigue diciendo Tavera Acosta: "Ninguno de los conquistadores ni ninguno de los misioneros vieron a estas tribus comer carne humana, y si nos referimos a toda la América, podemos decir que sí pudieron haber presenciado entre algunas de ellas escenas sangrientas y feroces que suspendieran el ánimo, como quemar hombres vivos, destrozarlos, asarlos en pedazos (como hacía, a su vez, el Santo Oficio en España e Inglaterra), aniquilarlos cruel mente, etc., y todo en guerra o en represalias, debido a su infeliz estado social. Pero de eso a mirarlos comer carne humana hay una diferencia inmensa". Agregando: "Los cronistas del siglo XVI …, y que escribieron sobre antropofagia, lo hicieron: o para cohonestar los crímenes horrendos cometidos por sus compatriotas contra la raza americana, o sugestionados por las narraciones fabulosas de los primeros conquistadores, ignorantísimos de suyo, y cuanto a los que les siguieron repitiendo la conseja, también por ignorancia lo hicieron por pura conveniencia, a fin de no tener competidores en la espantosa influencia que ejercieron en los siglos XVII y XVIII sobre los pobres indígenas, a quienes, si bien ya no podían vender como esclavos, los mantenían en condiciones de terrible servidumbre".
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Añadiendo: "Además de aquellos a quienes ya hemos nombrado, puede también afirmarse que ni Acuña, ni Molina, ni Neira, ni Monteverde, ni Cobarte, ni Rivero, frailes que estuvieron en el Meta, Casanari, Bichada, Uaviari, Apure, Orinoco, etc., desde los primeros años del siglo XVII hasta el primer tercio del antepasado; ni Caulín, que acompañó a la Expedición de Límites; ni los jesuítas Gumilla y Gilij, que nunca pasaron de los raudales; ni Casani, el historiador de las misiones de Nueva Granada; ni Manuel Román, Superior de las misiones del Alto Orinoco; ni Bernardo Rotella, José Antonio de Xérez, Andrés de Antequera, Felipe de Málaga, Olmo, González, Mancilla, Cerezo, Morillo y Bueno, frailes todos, que estuvieron por estas regiones, jamás vieron comer carne humana. Así como tampoco Solano y sus oficiales, cuyas relaciones poseemos; ni el mismo Humboldt; ni Bonpland; ni Nicolás Soto; ni Fray Bernardo Zea, quien también fue su compañero de viaje; todos los que escribieron o contaron de antropofagia fue por referencias de todo punto sospechosas. Además, ni el medio en que vivían los indios los reducía al canibalismo, pues las соmarcas que habitaban eran (y aún lo son) de las más ricas y espléndidas del mundo, tanto en cacería como en pesca".
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Nos acota Tavera Acosta: "Y esto que decimos acerca de la supuesta antropofagia de los indios de Venezuela podemos aplicarlo también a todas las tribus indígenas del Nuevo Mundo: para la época en que llegaron los castellanos no había caníbales en este continente. Acaso porque a algunos españoles, enloquecidos por el hambre, se les acusó de tales, podría dárseles a todos el calificativo de antropófagos? De ninguna manera. Hasta en lo que le escribió al Rey el Licdo. Pérez de loga en 1516 acerca de que los indios no comían carne de los españoles porque les amargaba es una prueba fehaciente contra su supuesto canibalismo. Valiéndose los indígenas de esa frase, con ella simulaban el hábito de la antropofagia, creencia que aun algunas de las mismas tribus fomentaban entre los blancos para infundirles terror, pues sabían que los conquistadores a lo que más miedo tenían era a que sus uayanos cuerpos sirvieran de alimento al estómago de los indios. Siendo de advertir que mientras más valientes, más independientes y más orgullosos fueran éstos, más antropófagos o caribes eran, según el criterio de la codicia o de la crueldad conquistadores, o de su pavor o ignorancia. Un ejemplo: el Licdo. Rodrigo de Figueroa, quien de resultas de las informaciones obtenidas por él de algunos de sus compatriotas dictó una estrafalaria sentencia contra ellos en 1520, siendo Justicia Mayor de la Española y repartidor de indios.
En ese documento, para autorizar más el espantoso salteamiento de aborígenes y poder esclavizarlos y venderlos a menudo, se aumentó a discreción el radio donde dizque moraban los caníbales, y así por dicha ley eran antropófagos todos los que poblaban las Antillas, con excepción de los de las islas Lucayas, Barbadas y Gigantes (que para ese año parece ya no eran caníbales, pues debe recordarse que, según Colón y sus marineros, estaban infestadas), Margarita y Trinidad".
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Sostiene Tavera Acosta: "Eran antropófagos los que residían desde las costas de Paria hasta el delta del Orinoco. Eran antropófagos los que habitaban las provincias de Taurapes y de Olleros, que no sabemos cuáles son. Eran antropófagos los de la provincia de Maracapana hasta la de Paria. Y eran, finalmente, antropófagos los que ¡residían internados! A la simple lectura de esa sentencia injusta y arbitraria resalta, además del móvil que la dictó, la ignorancia del Licenciado Figueroa en asuntos de geografía local. ¡Cuántas inexactitudes! ¡Cuánta perversión del sentido moral! Y ya calificados por el negociante de indios como caníbales aquellos pobres seres, dice: «Debo declarar e declaro que los chripstianos que fueren en aquellas partes, con las licencias e condiciones e instrucciones que les seran dadas, pueden ir e entrar e los tomar e prender e cautibar e hacer guerra e tener e traer e poseer e vender por esclabos los indios de dichas tierras e probincias e islas así por carive declaradas,..".
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Agrega este sabio: "Algunos cronistas han hablado de cuartos de hombres asados en barbacoas... ¡Error! No eran miembros humanos, sino de araguatos, asados a fuego lento o ahumados, como lo usan todacía hoy en barbacoas o palos aguzados, o cuando no, en grandes salcochos aderezados en pailas o marmitas con una buena provisión de ají molido al lado del cazabe.
Juzgamos parecida impresión la que recibirían aquellos blancos a la que experimentamos la primera vez que vimos
araguato muerto y preparado para el almuerzo de los indígenas tripulantes que llevábamos en 1900. Era exactamente
igual a un muchacho de catorce a dieciséis años, y su aspecto, el de un perfecto cuerpo humano sin movimiento. No quisimos presenciar la autopsia, que diríamos, y nos retiramos a la embarcación. Nos hallábamos fondeados a lag márgenes solitarias y silenciosas del Alto Orinoco, arriba de los raudales, y nuestro pensamiento voló a la época, cerca de cuatro siglos antes, cuando remontaron los españoles por vez primera el mayor de nuestros ríos, ignorantes de la existencia de aquellos simios tan semejantes físicamente al hombre. Cuando salimos de nuevo a tierra la ilusión fue completa: nos pareció que era un ser humano a quien los indios tenían descuartizado. En una de las notas que tiene el Mapa-itinerario, tercer tomo de la obra de Humboldt, Viaje a las regiones equinocciales del nuevo Continente, se lee que la región comprendida entre los ríos Atabapo, Rionegro e Inírida (zona desconocida aún o no explorada todavía} estaba habitada para 1800 por antropófagos (según los frailes, decimos nosotros), y en otros puntos del libro, que lo eran los Cabres, los uaipunabis (como si cabres y uaipunabis del Inírida no fueran unos mismos),
los uainimanabis, daricabanas, manetibitanos '(como si manetibitanos y daricabanas o dariuabanas no fueran los mismos uainimanabis del Uåinía-Rionegro y sus afluentes Mani y Daríua), los mandauacas. los pasimonabiš y putchirinabis del Casiquiari, etc. Para tal afirmación trae los informes de algunos religiosos y lo que le contó el capitán indio llamado Yavita, quien, al decir del célebre viajero, era de "mucho vigor de espíritu y de cuerpo. ¡Cómo se reiría del sabio el astuto indígena brasilero!"
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Agrega Tavera Acosta: "Sin embargo, el mismo Humboldt asegura (y repiten luego Baralt, Codazzi y otros) que los caribes del Continente - únicos indios que por fin habían quedado con el calificativo- no eran antropófagos como los de las Antillas... Y es de advertir, antes de continuar estas observaciones, que los maravitanos, marepizanos, manetibitanos, marapiza- nos, marebitanos, uainoas, banibas y uainimaneвеs son unos mismos habitadores del Rionegro y sus caños o afluentes. Humboldt, desgraciadamente, pasó por estas regiones como a un relámpago: el 15 de abril llegó de Sanfernando de Apure los raudales de Atures y regresó a ellos el 31 de mayo del mismo año 1800. En mes y medio hizo todo el inmenso trayecto del Orinoco, Atabapo, Pimichín, Uainía-Rionegro y Casiquiari, para descender por el Alto Orinoco, que es mucho andar de prisa. No tuvo, pues, tiempo de tratar esas tribus, ni mucho menos estudiar sus costumbres, ni aun siquiera verlas. Se contentó con los informes romancescos suministrados por los frailes, pues no está de más advertir que desde que llegó a Venezuela desde el mar Caribe hasta el Rionegro (Sancarlos, de donde no pasó), se hospedó ordinariamente en sus conventos o monasterios. ¿Se contaminó acaso con la creencia de los Reverendos. Capuchinos? Tal pregunta se nos ocurre al ver que no rechaza categóricamente la afirmación frailesca de la antropofagia, condición étnica que nunca han tenido aquellos aborígenes, ni razonablemente confirmada ha sido entre ninguno de los de toda la América. Siquiera el mito de El Dorado de Berrío y de Raleigh dejó de ser una quimera con el descubrimiento de las minas del Yuruari en 1849, después de más de tres siglos de desastrosas expediciones en su busca. Pero el mencionado canibalismo aún no ha sido ratificado; antes bien, ya ha sido desmentido concienzudamente. Véanse: la obra de Michelena y Rojas titulada Exploración Oficial; la de Washington Irwing, Vida y viajes de Colón; los Estudios americanistas, por Juan Ignacio de Armas; la del doctor A. Sthal, la de Girgois, etc. Y cabe aquí anotar una singularidad entre los dos grandes mitos de la Conquista: casi al mismo tiempo en que, debido a los esfuerzos de la ciencia, aparecía el primero, en cierto modo, con la riqueza aurífera de El Callao (río Yuruari), se desvanecía el otro al soplo poderoso de la investigación y de la verdad histórica".