Cuando me fui para Caracas y me quedé. JPC (“Jodío” pero en Caracas)

"La renta se produce en un sitio pero se invierte en otra". Caracas siempre ha sido la ciudad "chula de Venezuela". Eso lo determinó la economía de puerto.

Monagas y Anzoátegui por años fueron y todavía son, centros donde se producía buena parte de la renta petrolera venezolana. Igual que el Zulia.

Por eso hay una gaita que canta, más o menos así:

"Maracaibo ha dado tanto

que debería tener

carreteras a montón

con morocotas de canto."

Aunque ella debería mencionar de igual manera a Cabimas y otros sitios del Estado que han producido tanto al ingreso nacional.

Pero, si algo es cierto de todo lo que hablan los políticos, es que la renta del petróleo ha quedado, primero en manos de los inversionistas extranjeros, ingleses y gringos; luego en manos del Estado y en muy buena medida en el bolsillo de los "empresarios venezolanos" que se la sacaban al segundo para importar cuanta cosa nos ponían a consumir sin que la produjésemos. Esa cifra, según la cual, el 97,5% de las divisas que entran al país las produce el petróleo y otras actividades oficiales es tan vieja como la nación misma. Por eso, con justicia, hasta los adecos y de eso hay irrefutables pruebas, llamaban también a la gente de Fedecámaras, clase parasitaria.

Y en esa economía mono exportadora e importadora hasta del modo de caminar, la renta no se invertía donde se producía, sino donde la gente se acumulaba. Y este fenómeno se daba alrededor de los grandes puertos, como La Guaira y Puerto Cabello. Es decir donde estaban "los caja e´ machete", los linces dueños del país o los chulos de Venezuela, distintos aunque descendientes de aquellas "Águilas Chulas" de las cuales habló Herrera Luque. Por eso, mientras el resto del país se atrofiaba, incluyendo el Zulia, ciudades como Caracas, Maracay, Valencia crecían desmesuradamente. Estaban cerca de los puertos por donde entraban las mercancías y luego los productos a medio terminar para la industria ensambladora que también en esas ciudades se instaló.

Mientras que para ir de una ciudad petrolera a otra, dentro del oriente del país, sólo habían caminos y carreteritas de última categoría, porque los gringos mandaban su petróleo por tuberías que viajaban kilómetros y kilómetros para llegar al puerto que el combustible llevaría al exterior para que entrasen los dólares, en el centro y centro occidente del país, donde no se producía uno, nacían autopistas y avenidas de cuatro y seis canales.

Esas circunstancias determinaron pues una migración interna intensa. Todo el mundo, desde los llanos, Guayana o la costa oriental, tenía necesidad, por una razón u otra, de trasladarse a esas ciudades.

Miles – digo miles porque los venezolanos éramos pocos – cada año tomábamos rumbo desde el pueblo hacia donde parecía producirse el milagro. Donde parecía que caía el arco iris. Al andino le daban por la cabeza y le decían "vete para Caracas". Así mismo al oriental, "muchacho coge tu cachachá y vete a Caracas, aquí pierdes el tiempo", mientras le empujaban por las nalgas. Nunca he sabido por qué los padres gochos a los muchachos empujaban por la cabeza y los orientales por los glúteos.

Y Caracas, esa pequeña ciudad que apenas llegaba hasta Chacaíto, pues lo demás era monte y culebra, donde el frío del Ávila, el mismo bello cerro que ahora llaman Guaraira Repano, bajaba para hacernos la vida agradable sobre todo a quienes habíamos vivido por años atormentados por el excesivo calor del sol, nos parecía una bendición. Tan bella y agradable era, sin atracadores, asesinos, aunque con mucho fiscal y policía matraqueros, alguien la llamó "la sucursal del cielo".

Y en verdad era bella y agradable. Tanto que uno, el pendejo, que en Caracas pasó hambre por montón, por carecer de familia donde guarecerse, ni tener padres que una mesada enviase desde donde lo que los caraqueños llamaban despectivamente el interior, viviendo una semana en una pensión sin derecho a comida y tener que fugarse de madrugada con la maleta bajo el brazo, solía pese eso, decir "aquí en Caracas, "Jodío" Pero Contento (JPC). Tampoco uno, muy muchacho, entonces estaba formado para el trabajo sino para estudiar y en la ciudad tampoco abundaba mucho la demanda de trabajadores de esos que el maestro Gallegos llamó "toeros".

Recuerdo todavía como me embobaban la abundancia de luces, de automóviles - en mi pueblo apenas había cuatro o cinco - y el cambio de luces en los recién instalados semáforos. Y ese esperar de la gente y de los conductores por la señal y con ella su turno para avanzar en las esquinas. Una vez que regresé al pueblo, después de tres meses en Caracas, la primera noche, apenas en horas tempranas, la mortecina luz de los viejos postes de madera y el silencio, me produjeron pánico y al día siguiente me volví a Caracas.

Además, no es habitual que uno al irse con la convicción que "se va a comer el mundo" y estimulado hasta por sus íntimos con lo de "vete porque aquí no hay vida y un tipo como tú por allá te la comes", regresé con la misma maleta y tristeza de antes. Y al llegar, que es también un regreso de una aventura que terminó en el fracaso, se reencuentra uno con el pueblo en la misma oscuridad y precariedad en que estaba cuando se fue. Por eso, aunque sea jodido o jodiéndome, opté por quedarme. Volví cuando de las sobras del Estado algo quedó para que el pueblo de donde salí creciese un poco, lo suficiente para quedarme en él. Pero también, con la madurez y el tesoro de convicciones que me regaló la vida, hallé motivos para quedarme y no volver a soñar con espejitos y luces de colores.



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Armando Lafragua


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