La eventual elección de José Antonio Kast como presidente de Chile representaría, para amplios sectores democráticos de América Latina, una señal de alarma más que una alternancia política legítima.
No se trata únicamente de una disputa ideológica contemporánea, sino del peso simbólico y real que arrastran sus orígenes familiares, su matriz doctrinaria y su reivindicación explícita de uno de los períodos más oscuros de la historia chilena: la dictadura de Augusto Pinochet.
El linaje Kast no es un dato anecdótico. La llegada de su familia a Chile desde la Alemania de posguerra se dio en un contexto donde el Cono Sur se convirtió en refugio para quienes escapaban de responsabilidades políticas y judiciales tras la caída del Tercer Reich. Existen antecedentes documentados que vinculan a su padre, Michael Kast, con el Partido Nazi; un hecho que no puede ser relativizado cuando se analiza un proyecto político que hoy exalta el orden, la obediencia y la represión como virtudes supremas.
En el caso de Kast, no existe una ruptura ética clara con ese pasado. Al contrario, se observa una continuidad discursiva que encuentra en el autoritarismo su eje gravitacional. América Latina ha sido, históricamente, un escenario de impunidad donde ideologías criminales han mutado para encontrar nuevas formas de expresión. Kast es la manifestación de esa mutación.
Kast no oculta su admiración por Pinochet ni condena de forma categórica el terrorismo de Estado. Al reducir las desapariciones, la tortura y las violaciones sistemáticas de derechos humanos a simples "excesos", no incurre en ignorancia, sino en un negacionismo deliberado. Esta es una estrategia para reescribir la historia desde la perspectiva de los verdugos y legitimar la violencia estatal como herramienta política.
Su visión de país es excluyente: criminalización de la protesta, "mano dura" selectiva y una concepción del Estado al servicio de la jerarquía. Este discurso bebe de las mismas fuentes que alimentaron al fascismo europeo y a las dictaduras regionales del siglo XX: el miedo al "enemigo interno" y la exigencia de una obediencia ciega.
La elección de un pinochetista declarado no sería una señal de fortaleza democrática, sino de su avanzado deterioro. La democracia no se destruye únicamente con tanques; también se erosiona desde adentro, mediante votos que validan el desprecio por los derechos humanos. Cuando el autoritarismo se normaliza y se presenta como una opción legítima en el mercado de ideas, los consensos mínimos construidos tras décadas de lucha ,verdad, justicia y memoria, comienzan a resquebrajarse.
Las políticas migratorias de José Antonio Kast replican mecanismos históricos de persecución que el mundo ya conoce demasiado bien. No es una metáfora exagerada ni un recurso retórico fácil: es una constatación política. Señalar a un grupo humano como amenaza, asociarlo de manera sistemática con el delito, imponer castigos colectivos, y promover su expulsión por el solo hecho de existir en determinado territorio es exactamente el mismo patrón que utilizaron los regímenes fascistas del siglo XX.
Así comenzó la persecución en la Alemania nazi: no con cámaras de gas, sino con lenguaje deshumanizante, con la idea de que ciertos grupos "alteraban el orden", "abusaban del sistema" o "ponían en riesgo a la nación". Primero fue la estigmatización. Luego la exclusión legal. Después, la violencia normalizada. La historia es clara, y quien no quiera verla está eligiendo no hacerlo.
Cuando Kast propone expulsiones masivas, plazos arbitrarios para abandonar el país y una narrativa que convierte a las personas migrantes en sospechosos por defecto, no está hablando de política pública, está hablando de purga social. No hay evaluación individual, no hay debido proceso real, no hay humanidad. Hay un "ellos" que debe irse para que un supuesto "nosotros" esté a salvo. Eso no es seguridad, no es orden, es autoritarismo con ropaje legal.
Decir que estas ideas recuerdan a la Alemania fascista no es una exageración, es una advertencia. Porque el fascismo no se presenta diciendo su nombre: se presenta prometiendo orden, fronteras duras y enemigos claros. Siempre empieza igual: criminalizando al más vulnerable y pidiendo aplausos por hacerlo.
No se puede ser sutil con Kast porque su discurso no lo es. No se le puede tratar con pinzas porque sus propuestas atropellan principios básicos del derecho internacional, de la dignidad humana y de la memoria histórica. Quien propone zanjas, expulsiones colectivas y lenguaje de exterminio social no está defendiendo una nación, está erosionando la idea misma de humanidad.
Chile, que durante años fue un referente regional de transición democrática, enfrenta hoy un retroceso histórico. La reivindicación del pinochetismo desde La Moneda sería un ataque directo a la memoria colectiva. Es una advertencia para toda la región: el autoritarismo no murió; se camufló y regresó por la vía electoral.
Recordar los orígenes y denunciar las continuidades ideológicas no es un acto de revanchismo ni de odio; es un deber democrático y una obligación ética frente a las generaciones que pagaron con su vida y dignidad el precio de la dictadura. La historia ya nos ha enseñado que cuando el fascismo deja de avergonzarse y empieza a gobernar, el silencio es el preludio de la tragedia.
Y la historia ya demostró, con sangre y cenizas, a dónde conduce ese camino.
NO HAY NADA MÁS EXCLUYENTE QUE SER POBRE.