En cada época histórica, los que detentan el poder sobre las gentes se han reforzado en el mandato basado en un modelo de fuerza reconocida por las gentes, usando la doctrina para consolidarlo. Se trata de un producto de sesgo intelectual que pulsa la tendencia humana a las creencias para aliviar la tarea de pensar sobre la existencia, conduciéndola en una dirección mental preconcebida por otros, cuyo principal argumento de razón es el sofisma. Aunque resulte paradójico, en la época del progreso tecnológico, el avance humano acusa sensiblemente el peso de la doctrina de la época, asistida por la intolerancia que la caracteriza. No obstante, el panorama ha mejorado sensiblemente, comparativamente hablando,puesto que la infidelidad con la doctrina ya no lleva a la hoguera, sino que, en el peor de los casos, conduce al encierro, dejando a salvo la vida. A pesar de este desprendimiento de tolerancia, algunos podrán decir que lo acertado es no complicarse la vida y dejarse llevar por la corriente del momento, dedicándose a practicar el lema de la obediencia al que manda.
Examinando la doctrina que se impone en la actualidad, lo que se observa es que ya no vende parcelas de goce de ultratumba, sino que se queda aquí mismo, a ras del suelo. Para alcanzar, al menos el bienestar, sin pretensiones de goce, y de manera temporal, basta con ser obediente y cumplir las normas del bien-vivir que dicta el mercado y ampara la política. Esto es lo que mandan los que disponen de la fuerza que conduce el mundo, los ocultos señores del gran capital. En general, al que más o al que menos el adoctrinamiento le resulta asumible en cuando no supone demasiado esfuerzo cumplir sus preceptos, porque dispone de altos contenidos de hedonismo, anima al narcisismo, llena los espacios vacíos de la existencia y permite autoconcienciarse de que todo aquello que exige es solamente fidelidad al sistema dominante a cambio de bien-vivir..
Entre lo más significativo de su decálogo, dicen los dueños del mercado, en su condición de nuevos dioses, que se debe consumir, por tu bien y el tuyo, incluso si no dispones del instrumento de intercambio comercial al uso. Previsor en este caso, ha diseñado, para los cortos de medios económicos, un aparato estatal benefactor, encargado de suministrar efectivo para animar el mercado que demanda el mayor número de asistentes. Para incrementar la presencia humana, incluso ha desarrollado un proyecto, toda una realidad de presente, acogiendo a los ajenos a eso que un día se llamó la patria para diluirla en el consumo alimentado por los consumistas. Junto con el generoso paternalismo estatal, los encargados de las finanzas hacen su papel, venden crédito para que nadie sea privado de sus caprichos o necesidades, hasta podía decirse que concede avales comerciales casi gratis, según la publicidad. El caso es que entre uno y otros el negocio del mercado marcha. A cambio, la doctrina exige que la savia existencial del momento fluya totalmente en la dirección del mercado, es decir, que no haya ahorro, porque apropiarse con una parte de lo que entra en el bolsillo, negándoselo al mercado, es un pecado grave, que debe corregirse con la inflación. En el marco de los preceptos doctrinales, los oficiantes de las nuevas divinidades ordenan fidelidad permanente acudiendo todos los días a practicar el culto en el mercado, creencia en la publicidad y fe ciega en las consignas propagandísticas de sus mandantes locales, representantes del gran poder en una de las parcelas de su amplio territorio, a los que deben obedecer, ya que solo ellos, como peones del gran capital en esas tierras, son los únicos poseedores de la verdad.
Mas este idílico panorama dirigido a disfrutar de la buena existencia inmediata, que cuenta con una mayoría de seguidores, también dispone de detractores que muestran sus dicrepancias, forzando al aparato a erradicarlas, ya que, en caso contrario, el resto del personal puede despertar. Dentro del plano económico, esa patología que solamente afecta a unos pocos, el mal conocido como el ahorro, hay que desmoronarlo de cuando en cuando. Es obvio que la infidelidad que supone para la doctrina del consumismo quedarse en el bolsillo con parte de la paga que percibe el obligado a ser fiel al sistema tiene que ser convenientemente corregida con ayuda de la inflación, los impuestos crecientes y las tasas que sus guardianes inventan aprovechando cualquier coyuntura. Sin perjuicio, de crearse el oportuno ambiente social de emulación avanzada, auxiliada por el marketing comercial, que anima a solidarizarse con el lujo, para gastarse sin control los cuartos.
Si en el terreno económico la doctrina tiende a ser algo benigna con los infractores, porque la sangre nunca llega al rio, mayor rigor se observa en el terreno de la gobernanza. Puesto que aquí está en juego la imposición de la verdad absoluta. No obstante, tampoco se llega a los extremos del pasado con la disidencia, puesto que aquello de la hoguera o el hacha han quedado anticuados y no están bien vistos en el ambiente actual. Por tal motivo hubo que desecharlos, obligando a buscar sustitutos más acordes con estos tiempos para asegurar la obediencia. Los grandes pensadores al servicio del negocio parieron engendros y de esta manera se viene utilizando el odio, la falsa violencia, el bulo o la conspiración como elementos debidamente adaptados a los intereses del mandante para perseguir a los infieles, a los que exige amor a todo lo que se les ordena, paz para el negocio, respeto a sus verdades absolutas y, en general, fidelidad a los dogmas doctrinales, ya que en caso de no hacerlo, a los contraventores les espera la represión. Con tal instrumental es sencillo etiquetar cualquier disensión de lo oficial, por ejemplo, como odio, basta que no se mueva en línea con las consignas el mandante local o el de más arriba. Incluso que se instrumente como violencia el simple pacifismo discrepante con la oficialidad. En cuanto al bulo, que ha pasado a ser cualquier contradicción de la verdad oficial, es presentado como un gran mal social cuando tiene la posibilidad de despertar conciencias, y en este caso ac5úa la censura moderna, condenándolo al silencio de los medios tradicionales y en los buscadores de internet. También las teorías de la conspiración pueden ser un problema, si permiten revelar que las gentes son engañadas por los oficiantes de la doctrina, en este caso basta con acudir a la ciencia y sus sabios para desmontarlas, aunque siempre quede en pie la duda razonable.
El empleo espurio de tales medios de disuasión y represión, encomendados a la burocracia política local y global, pese esa supuesta bondad de la variada pena actual, al menos en algunos casos dicho sea en comparación con épocas pasadas, lo prudente y hasta razonable sería mostrar tolerancia aparente con la doctrina, para ver si es posible ese bien-vivir terrenal que los mandantes actuales prometen a sus fieles súbditos.