La siguiente pregunta, "¿Hasta cuándo Venezuela puede mantenerse fuera de la carrera de la acumulación de Oro en el mundo actual?", encierra una paradoja fundamental sobre la cual es necesario construir una respuesta crítica. A primera vista, la interrogante sugiere una ausencia, una abstención voluntaria o forzada de un país de un juego económico global. Sin embargo, un análisis de la realidad venezolana de las últimas dos décadas revela que Venezuela no está "fuera" de la carrera por el oro; por el contrario, se encuentra inmersa en una de las modalidades más salvajes y destructivas de dicha carrera, pero bajo un paradigma que difiere radicalmente del modelo de acumulación financiera y de reservas que caracteriza a las economías centrales.
La verdadera pregunta, entonces, debería reformularse: "¿Hasta cuándo podrá Venezuela sostener su participación actual en la carrera global del oro, una participación basada en la depredación ambiental, la violación sistemática de los derechos humanos y la distorsión total de su aparato productivo, sin que esto culmine en un colapso aún mayor o en una necesaria, pero traumática, reconversión?". La respuesta es pesimista, pero clara: el actual modelo está agotado y su horizonte de viabilidad es extremadamente corto, medible en años, no en décadas, debido a la convergencia de crisis internas y presiones geopolíticas externas que hacen insostenible el statu quo.
Para comprender la naturaleza particular de la participación venezolana en el mercado aurífero, es crucial distinguir entre dos lógicas de acumulación:
Por un lado, está la lógica financiera y de reservas, predominante en los bancos centrales de países como Estados Unidos, Alemania o China, e incluso en economías emergentes como Rusia. Para estas naciones, el oro es un activo de refugio, un mecanismo de diversificación de reservas internacionales que provee estabilidad frente a la volatilidad de las divisas y los instrumentos de deuda. La acumulación es sistemática, regulada y forma parte de una estrategia macroeconómica de largo plazo.
Por otro, existe la lógica extractivista de supervivencia, que es la que ha adoptado Venezuela. Aquí, el oro no se acumula principalmente como reserva de valor estratégico, sino que se extrae de manera acelerada para generar liquidez inmediata que permita paliar la aguda crisis de divisas, sostener importaciones mínimas y, fundamentalmente, mantener los mecanismos de control político y económico del régimen.
Esta diferencia de objetivos define modalidades operativas diametralmente opuestas. Mientras el primer modelo valora la estabilidad y la seguridad de custodia del metal, el segundo prioriza el flujo de caja a corto plazo, sin importar los costos sociales, ambientales o económicos de largo plazo.
El punto de inflexión que llevó a Venezuela a abrazar esta modalidad predatoria (segunda lógica de acumulación) se sitúa en la crisis petrolera. Durante el siglo XX, la economía venezolana se estructuró como un "Estado rentista", cuya fuente casi exclusiva de divisas era la exportación de hidrocarburos. La debacle de la industria petrolera nacional, que pasó de producir más de 3 millones de barriles diarios a finales de los años 90 a apenas alrededor de 400.000 barriles en 2020, según datos de la OPEP, creó un vacío fiscal y de divisas catastrófico. Ante la imposibilidad de acceder a los mercados financieros internacionales debido a las sanciones y a la propia insolvencia, el gobierno buscó desesperadamente fuentes alternativas de ingresos.
Fue así como, a partir de 2016, con la creación de la Zona de Desarrollo Estratégico Nacional Arco Minero del Orinoco (AMO), se oficializó una política de explotación intensiva de los recursos minerales del Sur del país, con el oro como estandarte. El decreto 2.248, que establece el AMO, cedió de facto el control de una vastísima zona, rica en oro, Diamantes, Coltán y Bauxita, a empresas nacionales e internacionales, muchas veces opacas, y a complejas estructuras que involucran a las Fuerzas Armadas y grupos irregulares. Como documenta extensamente la organización no gubernamental Provea en su informe "Arco Minero del Orinoco: Una mirada a sus impactos sobre los derechos humanos", esta política ha estado marcada por la militarización, la violencia y la ausencia total de controles ambientales.
Los impactos de esta carrera venezolana por el oro son devastadores y constituyen la principal razón de su insostenibilidad. En el ámbito ambiental, la minería en el AMO y en otras regiones como la Amazonía venezolana se caracteriza por el uso indiscriminado de mercurio, sustancia altamente tóxica que contamina los ríos y suelos, y se Bioacumula en la cadena alimentaria, afectando la salud de las poblaciones indígenas y locales. Organizaciones como la Red Amazónica de Información Socioambiental Georreferenciada han alertado sobre el acelerado aumento de la deforestación y la degradación de ecosistemas únicos debido a la minería ilegal y legalizada.
Socialmente, se ha generado una crisis humanitaria paralela en los territorios mineros. El informe de la Misión Internacional Independiente de Determinación de los Hechos de la ONU sobre Venezuela ha señalado la existencia de "graves violaciones a los derechos humanos" en estas zonas, incluyendo ejecuciones extrajudiciales, torturas y explotación laboral, muchas veces con la complicidad o participación directa de agentes estatales y militares. La fiebre del oro ha creado economías distorsionadas donde la vida humana vale poco y la ley es impuesta por grupos armados. Económicamente, lejos de diversificar la economía, la minería de oro ha profundizado el modelo rentista.
Los ingresos generados no se invierten en infraestructura, educación o salud, sino que, según investigaciones periodísticas como las publicadas por Reuters y el Observatorio Venezolano Antibloqueo, son canalizados a través de complejos mecanismos de evasión de sanciones para sostener al gobierno, en un circuito opaco que escapa al control del propio Banco Central de Venezuela. La propia institución ha visto cómo sus reservas de oro físico, que supuestamente custodia, han sido objeto de controversia, con denuncias de ventas y empeños en condiciones desventajosas para el país, como el caso del oro enviado a Turquía o las transacciones con la compañía dubaiti Noor Capital.
Esta dependencia del oro como salvavidas financiero choca frontalmente con el contexto global. Las sanciones económicas impuestas por Estados Unidos y la Unión Europea, particularmente las sanciones secundarias que prohíben a terceros países comerciar con oro venezolano, han cercado progresivamente el modelo. Inicialmente, el gobierno pudo sortear estas restricciones mediante intermediarios en Turquía, África y el Medio Oriente. Sin embargo, la eficacia relativa de estas sanciones ha ido reduciendo el círculo de compradores dispuestos y aumentando los descuentos sobre el precio internacional del oro que aceptan aplicar a Venezuela, lo que disminuye aún más los ya magros ingresos netos.
La creciente tendencia global hacia la trazabilidad y la certificación de minerales "libres de conflicto" o que cumplan con criterios ambientales, sociales y de gobernanza representa otra barrera infranqueable para el oro venezolano obtenido bajo las condiciones actuales. Empresas internacionales de refinación y joyería, presionadas por sus consumidores y accionistas, son cada vez más reacias a adquirir metales de origen dudoso. Esto condena al oro de Venezuela a mercados grises y de menor valor, perpetuando su condición de economía paria. La carrera global del oro, en su faceta moderna, exige transparencia y sostenibilidad, dos atributos de los que el modelo venezolano carece por completo.
Ante este panorama desolador, la pregunta sobre el "hasta cuándo" exige una respuesta propositiva que trace un camino alternativo. La sostenibilidad del modelo actual es nula. Su perpetuación solo garantiza una mayor destrucción del capital natural y social de la nación, consolidando un Estado fallido con enclaves de economía criminal. El punto de quiebre llegará, probablemente, por una combinación de factores: el agotamiento físico de las vetas más accesibles debido a la minería depredadora, el colapso total de la legitimidad del régimen ante su incapacidad de proveer bienestar mínimo, o una presión geopolítica internacional que selle definitivamente las rutas de comercialización del oro.
Por tanto, la verdadera disyuntiva no sé si el modelo caerá y su colapso, dará paso a una transición caótica o a una reconversión planificada.
Una salida propositiva requiere:
Primer lugar, un cambio radical del modelo de gobernanza. Cualquier futuro gobierno que aspire a reintegrar a Venezuela a la comunidad internacional y a la economía global de manera sostenible deberá priorizar la derogación inmediata del decreto del Arco Minero en su forma actual. Es imperativo un proceso de auditoría internacional independiente que determine el estado real de las reservas de oro del Banco Central, así como de los contratos suscritos. La recuperación de la soberanía sobre las zonas mineras implica un complejo proceso de desmilitarización y desarticulación de los grupos armados, que probablemente requerirá de apoyo y supervisión internacional.
Segundo término, es indispensable una moratoria total a la minería de oro a cielo abierto con uso de mercurio, dando paso a un marco legal que priorice la minería tecnificada, de menor impacto ambiental, y que esté sujeta a los más altos estándares internacionales. Venezuela tiene el potencial de participar en la carrera del oro de una manera radicalmente diferente: no como un proveedor de metal de sangre, sino como un productor responsable. Esto implica adherirse a iniciativas como la Iniciativa de Oro Responsable o los estándares de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos sobre la debida diligencia en las cadenas de suministro de minerales.
Finalmente, la propuesta más audaz y necesaria es la de trascender la lógica rentista. La maldición de los recursos naturales ha perseguido a Venezuela durante un siglo. La reconversión post-petrolera y post-minera no puede consistir simplemente en cambiar el Petróleo por Oro como principal producto de exportación.
Los ingresos futuros derivados de una minería regulada y sostenible deben ser canalizados, a través de un fondo de estabilización soberano transparente y blindado de la discrecionalidad política, hacia la reconstrucción del aparato productivo nacional. El objetivo último debe ser la diversificación económica, fomentando la agricultura, la industria manufacturera de bajo perfil tecnológico inicialmente, y los servicios, con especial énfasis en el Ser Social (Obreros, Trabajadores y Campesinos). La riqueza mineral debe ser el puente, no el destino, para una Venezuela que produzca bienes y servicios con valor agregado.
Como corolario, Venezuela no está fuera de la carrera global por la acumulación de oro. Está inmersa en una versión perversa y terminal de la misma. El tiempo que le queda a este modelo es escaso, determinado por la ecuación de su propia insostenibilidad interna y el cerco externo. La ventana de oportunidad para evitar un colapso ambiental y humanitario irreversible se está cerrando.
El "hasta cuándo" es, por tanto, una advertencia urgente. La supervivencia de la nación como un proyecto viable dependerá de su capacidad para, una vez superada la actual emergencia política, emprender una transición hacia un nuevo paradigma donde la riqueza del subsuelo no sea sinónimo de pobreza, violencia y destrucción, sino el catalizador de un desarrollo verdaderamente sostenible y diversificado. La carrera del oro del siglo XXI premia la responsabilidad y la transparencia; el reto para Venezuela es si tendrá la voluntad política y la lucidez para abandonar la pista destructiva en la que corre hoy y construir una nueva desde la cual competir con dignidad y visión de futuro.