La angustia de ser una "blanca de orilla"

Hasta me movió a compasión lo que decía aquella ultraoxigenada mujer a quien rendían culto dos muchachas de nuestras parroquias, que se desclasaron hace tiempo cuando se graduaron y se mudaron de San José o La Pastora; ambas relamiéndose de gusto imaginativo, parecían soñar que eran así de "finas" porque conversaban con ella, simulando glamur cada una, juntando los dedos de ambas manitas a un lado de los vestiditos que debían llevar puestos para patrocinio del programa.

Más dientes no podían enseñar entre todas, mostrando los trabajos de esforzados dentistas que hicieron costosos milagros a lo largo de varios años; obviando la regla de las mujeres serias y de sociedad (porque no la conocen, claro) de que la sonrisa más valiosa es la más discreta. En ese destello exagerado que hacían del lucimiento obligante de los vestiditos, las anfitrionas desclasadas, y con recientes líneas mal recordadas de obras de grandes maestros de la poética nacional (casi desconocida totalmente por ellas), mandibuleaban con satisfacción las frases alocadas que otra (mucho más madurita de carnes) les presentaba en el mismo auténtico lenguaje sifrino: ese que se aprende en los ghetos del este, lugar de refugio de los inmigrantes mejor acomodados, en donde no se conoce el suave acento de origen ibérico peninsular que se habla en la Caracas parroquial, la de antaño.

Manos iban y venían, dientes asomaban por doquier. Seguro las grandes señoras de la antigua Caracas, si asomaran por allí, tendrían a estas tres mujeres como el verdadero descubrimiento del pueblo llano: bonitas y "educaditas", elegantonas, asomando los callos por entre las sandalias de diseñadores, o las duras manos del inmigrante que llegó "con una alante y otra atrás". Seguro regalarían un autógrafo a estas tres como parte de un ancestral "glasnost" desarrollado en los tiempos independentistas para las "muchachas del pueblo que las quieren mucho".

Se presentó con el linaje otorgado por la pose en piyama de lujo que hizo en una revista marginal, de esas que imitan a la de verdad (la de la realeza auténtica), mostrando la decoración "kitsch" de su casa, que se veía al fondo "toda llena de coroticos"; despreciando la critica de los del gobierno; "ellos" (hombres, claro), cuyas mujeres andan desarregladas, sucias y sin maquillaje, por culpa de haber elegido a un presidente obrero (¡quién las manda!).

Las damas de alcurnia de Caracas, con casonas de cuidados jardines y muebles de origen autóctono, tallados a mano por artistas de todas las épocas, seguro mirarían a otro lado mientras se burlarían de su estilo "recién bajado del barco", casada con aquel turco viejo, político de los más sinvergüenzas, cuya familia se aventajó en negocios cuando superó la cota de las playas por donde llegaron. Dejarían bien claro que la limpieza de sangre no llega con rapidez a estas pretenciosas: los colegios de monjas no dan el roce social necesario a estas mujeres que entran a la alta sociedad dando tropiezos entre espaguettis y salsa boloña. La fineza no se alcanza en las vacaciones mayameras, ni la alcurnia entre picos y palas de carreteras.

Señora de casa con sillones ingleses comprados en un descuento de outlet, no conoce el uso que hacen del nombre las damas caraqueñas, que por mantuanas despreciaron la costumbre árabe de las españolas de llevar sólo el apellido paterno (costumbre de harenes y mujeres que comparten un mismo marido), para ostentar el muy propio, con visos romanos, el del "ubi tu caius ibi ego caia", de sumar al paterno el apellido del marido para absorber la "doñedad" de las posesiones de éste. No, la mujer en cuestión es una inmigrante que no usa estas costumbres, porque se educó entre los aeropuertos de Miami y Panamá, y de cualquier otra parte del mundo, sin parentesco con las costumbres que permanentemente busca imitar. A falta de la bisabuela que se educó en el San José de Tarbes del Paraíso para luego ser entregada en matrimonio a un hombre prominente, a ella y a su hermana "las colocaron" con unos viejos que las iban a buscar al colegio y a los que el papá no perseguía con un machete como se acostumbró con los novios de las muchachas de familias decentes, porque "tenían real y estaban en el gobierno".

Menos mal que no es buena haciéndose pasar por señora del mantuanaje; ya bastante hemos padecido con el clasismo de éste en nuestra amada tierra. La muy maquillada no se coleó con holgura entre la gente pobre de los barrios que, asumiendo el triste papel de los siempre desposeídos, abrigaron la esperanza en las palabras del opresor. Naaaaaaa... se diferencia con Maricori, la del chicharrón pelúo, en que ésta siente que los pobres son de ella, le pertenecen por derecho, sucios como están -aunque se limpie con asco la cara cada vez que los besa-. La advenediza de la alta sociedad los cree tan inferiores, que no considera su esencia humana (¿cómo pueden ofenderse las chavistas con sus palabras, si esas mujeres sucias no son venezolanas, ni son gente?).

Ver a las tres mujeres en continua pose aprendida en la academia de modelaje "Pinky and Jhon", donde borran el recuerdo de las mañanas limpiándose la garganta con fuerza en el patio de la casa, y las salidas a la bodega de la esquina en cacheteros, fue lo máximo para los estudios de la antropología cultural urbana. Ver sus risotadas simuladas por los labios pintados en exceso, observar sus costumbres de "chicas de sociedad" aprendidas en academias de Sabana Grande y pagadas por cuotas, mujeres de clase (gerencial, de pasarela, y de inversionista raspa-cupo), no tuvo precio... ¿Qué diría la magnífica y nunca bien ponderada Cinthia Machado Zuloaga (la de Roberto Malaver), sobre la inefable escena?

¡¡Vivan las mujeres revolucionarias!!, ¡¡¡Viva Chávez, Carajo!!!

saracolinavilleg@gmail.com

 

 

 



 



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Carolina Villegas

Investigadora. Especialista en educación universitaria

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