América

EL LEJANO ORIENTE

La América precolombina es el Lejano Oriente de nuestro continente. Hay una América original que es, para el mundo y para los propios americanos, una región misteriosa, escondida en la penumbra. Es la América que resistió heroicamente la arremetida conquistadora y colonizadora, que murió en Guaicaipuro, en Túpac Amaru, pero que vive en los pueblos aferrados a su cultura, frente a la cual Occidente no se ha mostrado superior, América viva en los piaroas y en todas las etnias, que todavía resisten con idéntica dignidad la acometida genocida.

Nuestro Lejano Oriente forma parte del Lejano Oriente del planeta, resumido en lo que se ha dado en llamar Tercer Mundo, la región más inteligente, puesto que no inventó la bomba atómica. Ese Lejano Oriente ha de ser reconocido algún día, saldrá de la sombra y dará origen al Nuevo Mundo. La partera quizá sea la violencia, pues como dijo Josué de Castro: “Yo, que he ganado un premio internacional de la paz, creo que, lamentablemente, no hay otra solución que la violencia para América Latina”. No obstante, hay señales de que las nuevas formas de lucha no violenta van a constituir otro aporte de la inteligencia tercermundista, a las transformaciones revolucionarias.

FIDEL CASTRO Y CRISTÓBAL COLÓN

Fidel Castro hizo en una ocasión unas declaraciones sobre el significado del “Descubrimiento de América”, que levantaron ronchas en muchas pieles sensibles y provocaron teatrales desgarrones de vestiduras. El barbudo comandante de la Revolución Cubana no ha sido el único ni el primero, en enjuiciar críticamente los acontecimientos desencadenados por aquel hecho histórico. Quienes reaccionaron con tantos aspavientos, parecen ser los mismos que se consideran dueños de la interpretación definitiva de las causas y consecuencias del proceso de conquista y colonización, abierto el 12 de octubre de 1.492.

No se puede olvidar que la participación aborigen, en la elaboración de la historia escrita de aquella época es ínfima. Hasta el presente sólo se cuenta con una versión parcial de ese proceso. La destrucción de que fueron objeto las diversas y ricas manifestaciones culturales precolombinas, junto con las poblaciones que las crearon, hace sumamente difícil la labor de recuperación, que al ser emprendidas por no indígenas, ameritan un especial esfuerzo de compenetración con la mentalidad indígena, cosa que no han conseguido hacer muchos de los más prominentes estudiosos de estas cuestiones. Afortunadamente, hay una importante corriente de rescate de este invalorable patrimonio cultural, que dará sus frutos más temprano que tarde.

Es posible obtener, entre los propios representantes del Occidente cristiano y civilizado, elementos para una valoración justa de la historia que comenzó para América, cuando Rodrigo de Triana gritó ¡Tierra!, desde una de las carabelas de la flota colombina.

FREUD Y COLÓN

El padre del psicoanálisis y empedernido fumador, Sigmund Freud, tiene un puesto indiscutible como representante de la civilización occidental cristiana. Él mismo resumió su obra, al decir que había llevado a cabo la tarea de sacar a la luz las más ruines intimidades del “alma humana”, (debió decir europea, para ser más preciso). Por eso resulta natural que viera con admiración la pureza del alma indígena, que provocó el asombro de muchos pensadores destacados de la Europa de la época colonial. Freud dijo, para defender su afición al tabaco, que era “la única disculpa a la fechoría cometida por Colón”. Seguramente se refería a las violaciones y la destrucción del “estado de naturaleza”, en que nos encontrábamos los americanos para 1.492.

Este singular representante del Occidente cristiano excusa a Colón y a Europa de su “fechoría”, porque en cambio podía satisfacer su adicción al tabaco (y a la cocaína). Con una consideración trivial sobre el tabaco, manifiesta su opinión sobre el más grande genocidio de la historia, hundiendo despiadadamente el hierro en la herida que es la causa del más profundo dolor americano irredento. En cambio, Castro se solidariza con ese dolor. Este se toma a pecho la América aborigen y el otro la menosprecia. El imperialismo lleva a último término la posición del neocolonialismo racista, con sus ataques contra los reductos indígenas.

ANTROPÓLOGOS E INDÍGENAS

Lucien Levy-Bruhl, antropólogo francés, ha desarrollado una especial sensibilidad para comprender la mentalidad indígena. Cuando se refiere a las contradicciones entre “blancos” e indígenas, por la propiedad de la tierra, dice: “...los negros no conciben que la tierra pueda ser realmente vendida. Pero los blancos no comprenden por su parte que una transacción tan simple resulte ininteligible para los indígenas. De ahí proceden malentendidos, querellas, violencias por ambas partes, represalias y finalmente exterminios de los antiguos propietarios. Cuando estalla un conflicto, los blancos, por lo general, ignoran las obligaciones místicas que los indígenas no pueden dejar de obedecer y éstos se creen verdaderamente lesionados. Enseguida se suma a este desconocimiento de la mentalidad primitiva la mala fe y el abuso de la fuerza. Este capítulo de la historia de las relaciones de los blancos con los indígenas ofrece un espectáculo tan monótono como repulsivo”.

Pero los indígenas son verdaderamente lesionados, porque se irrespetan y atropellan sus creencias y sus valores. Hay un acento trágico en calificar de espectáculo monótono, a la carnicería desatada por los colonialistas de todo tipo. En la América se cuentan por millones los indígenas masacrados durante la conquista. Añádanse los crímenes del esclavismo y el colonialismo en Asia y África y se tendrá un cuadro sobradamente repulsivo. Quizá Levy-Bruhl emplea este lenguaje en aras de la “objetividad científica”, aunque también es posible que, desde su mirador europeo, haya sentido la necesidad de ser indulgente, pero la verdad histórica debe resplandecer, para enseñanza de las generaciones presentes y venideras.

RACIONALES Y SALVAJES

Mariátegui, en sus Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana, hace una interesante reflexión sobre el proceso de conquista y colonización de América por España. El español se dedicó a destruir la economía autóctona y no fue capaz ni se interesó por sustituirla por otra que cubriese las necesidades de la población, saqueó desenfrenadamente las riquezas del suelo americano para exportarlas, sin importarle las consecuencias de su depredación: “En lugar de la utilización del indio, parecía perseguir su exterminio”, escribe Mariátegui.

Las dimensiones pantagruélicas de la masacre perpetrada en América, se revelan en los testimonios de los cronistas de la época. En cada enfrentamiento, en cada batalla, la proporción de combatientes es de un español por cada diez o más indios, pero, generalmente, las victorias españolas son aplastantes. Abundan los episodios que nos refieren a españoles heridos. Han recibido en su cuerpo diez o quince flechazos y se recuperan con algunos cuidados. ¿Serían las armas indígenas fabricadas con fines de guerra o para dar muerte a otros seres humanos? Parece que no.

Pero los indígenas fueron empujados a la guerra sin alternativas. Y su respuesta ante la agresión fue de una naturaleza tal, que permite poner en la balanza a las dos sociedades que se enfrentaron después del 12 de octubre de 1.492.

Es muy conocida la respuesta de la tribu danwish al gobierno norteamericano, cuando les propusieron comprarle sus tierras en 1.885: “El Gran Jefe de Washington manda palabras: él desea comprar nuestra tierra... Esto es muy amable de su parte, ya que nosotros sabemos que él tiene muy poca necesidad de nuestra amistad. Pero nosotros tenemos en cuenta su oferta, porque sabemos que si no lo hacemos así, el hombre blanco vendrá con sus pistolas y tomará nuestra tierra... ¿Cómo se puede comprar o vender el cielo, el calor de la tierra? Esta idea es extraña para nosotros. Cada espina de brillante pino, cada orilla arenosa, cada zumbador insecto es sagrado en la memoria y en la experiencia de mi gente... Nosotros sabemos que el hombre blanco no entiende nuestras costumbres. Para él, un pedazo de tierra es igual a otro; porque él es un extraño que viene en la noche y toma de la tierra lo que necesita. La tierra no es su hermana, sino su enemigo, y cuando la ha conquistado, sigue adelante... Su apetito devorará la tierra y sólo dejará atrás un desierto. La vista de sus ciudades duele en los ojos del hombre pielroja. Pero, tal vez es porque el hombre pielroja es un salvaje y no entiende...”

En Norteamérica tampoco quedó a salvo la reputación de Europa. Isaac Asimov, en una obra de divulgación de la historia norteamericana, pone de manifiesto las diferencias entre la conducta de los indígenas y la de sus conquistadores. Su testimonio merece transcribirse, pues proviene de un “blanco”: “Cuando los indios, acosados hasta la desesperación por las intrusiones, devolvían el golpe, lo hacían del único modo en que sabían luchar -con ataques repentinos-, y asesinaban o mutilaban a colonos, sin consideración de la edad o el sexo. Luego los blancos respondían con mucha mayor fuerza y superaban a los indios en matanzas y mutilaciones. Por supuesto, era la villanía de los indios la que provocaba la cólera de los blancos, mientras que los métodos de los blancos eran minimizados, si es que siquiera se los mencionaba”. De manera que los indios no habían desarrollado estrategias de guerra. ¿Por qué sería? Pero, la necesidad obliga, como dice un certero adagio. “José (un hijo de cristiano converso) mostró notables cualidades militares e hizo combatir a sus guerreros indios con la disciplina de soldados regulares. Consiguió resistir contra el ejército enemigo, pero comprendió que no lo podría lograr siempre. Con sólo setecientos guerreros, pudo abrirse camino a través de Wyoming y Montana, manteniendo la disciplina y tratando correctamente a todos los civiles blancos que encontró”. El balance, desde un punto de vista estrictamente humano (o deberíamos decir salvaje), favorece a los indígenas, y la historia no la escribieron ellos.

TOLERANCIA

He aquí la diferencia entre alevosía y dignidad, entre el Occidente cristiano y la América salvaje. Los indígenas nunca entendieron el ensañamiento con que los conquistadores se lanzaban contra sus pueblos. Una vez derrotados aceptaron gallardamente el dominio de sus vencedores. Aquellos extraños -pensarían- cuentan con la protección de dioses más poderosos que los nativos. “Lo incomprensible para los indios era la intolerancia de estas divinidades nuevas que exigían ser veneradas con exclusión de las demás”. Porque: “Una cosa sabemos que el hombre blanco puede descubrir algún día. Nuestro dios es el mismo Dios. Usted puede pensar ahora que es dueño de él, así como usted desea hacerse dueño de nuestra tierra. Pero usted no puede. Él es el Dios del hombre. Y su compasión es igual para el hombre blanco y el hombre pielroja”.
Pero el hombre blanco no descubrió nada, no aprendió la lección de tolerancia y convivencia de la sabiduría indígena, su soberbia era muy grande. Los europeos tenían a un John Locke, doctrinario de la tolerancia, pero no pudieron controlar la enorme carga patológica que los agobia, la alienación que desde siempre acompaña a la civilización occidental, y la descargaron con toda crueldad contra la América indígena. Por boca de Locke hablaban de tolerancia, pero “por sus hechos los conoceréis”. Los indígenas, en cambio, exhibieron una doctrina y una conducta tan hermosas, que de ellas fluye con naturalidad toda la fuerza poética que impregna la carta de los danwish.

INDEPENDENCIA Y REVOLUCIÓN

Hace más de quinientos años vino Colón a América, no en busca de tabaco. Cinco siglos hace que se inició el holocausto, la destrucción de culturas que hincaban sus raíces en la prehistoria de la humanidad y cuyos logros dejan pálidas a otras culturas coetáneas del Asia. Sólo en virtud de la fuerza vital que guardan en su seno los pueblos, el imperialismo de todos los tiempos no ha podido aniquilar lo indígena americano, como siempre quiso y quiere todavía.

En 1.825, Juan Bautista Túpac Amaru le escribió a Bolívar lo siguiente: “Si ha sido un deber de los amigos de la Patria de los Incas, cuya memoria me es la más tierna y respetuosa, felicitar al Héroe de Colombia y Libertador de los vastos países de la América del Sur, a mí me obliga un doble motivo a manifestar mi corazón lleno del más alto júbilo, cuando he sido conservado hasta la edad de ochenta y seis años, en medio de los mayores trabajos y peligros de perder mi existencia, para ver consumada la obra grande y siempre justa que nos pondría en el goce de nuestros derechos y nuestra libertad; a ella propendió Don José Gabriel Tupamaro, mi tierno y venerado hermano, mártir del Imperio peruano, cuya sangre fue el riego que había preparado aquella tierra para fructificar los mejores frutos que el Gran Bolívar había de recoger con su mano valerosa y llena de la mayor generosidad; a ello propendí yo también y aunque no tuve la gloria de derramar la sangre que de mis Incas padres corre por mis venas, cuarenta años de prisiones y destierros han sido el fruto de los justos deseos y esfuerzos que hice por volver a la libertad y posesión de los derechos que los tiranos usurparon con tanta crueldad; yo por mí y en nombre de sus Manes sagrados, felicito al Genio del Siglo de América, y no teniendo otras ofrendas que presentar en las aras del reconocimiento, lleno de bendiciones al hijo que ha sabido ser la gloria de sus padres”.

Cincuenta años debió esperar el heredero de la rebeldía inca, para entregarle a Bolívar el emblema de la América indígena, precursora de los afanes libertarios que impulsaron la guerra de Independencia. Bolívar no era, no podía ser ajeno a ninguna de las expresiones de la libertad, siempre vio con admiración los levantamientos de indígenas y de esclavos. No se sabe si El Libertador llegó a leer la carta de Don José Gabriel. Con la muerte de Bolívar, se abrieron las puertas de la que iba a ser nueva dominación de los pueblos americanos.

Para esos nobles pueblos indígenas, primeras víctimas de la desgraciada noche que cubrió a América desde 1.492, es un agravio imperdonable, una traición, hablar de celebrar el Descubrimiento del que Colón fue un instrumento. Porque la sangre indígena derramada exige el más fervoroso respeto y porque Bolívar “tiene mucho por hacer en América todavía”.



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Luis Vargas


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