Una ficción democrática

Durante muchos años creí en la integridad de las instituciones que conforman el gobierno de los Estados Unidos. Sin ser erudito en la materia pensaba que el Estado de derecho, el debido proceso y, sobre todo, el "fair play" o juego limpio regían en ese vasto país.

Naturalmente también supe desde temprano que ese imperio multifacético se fundó sobre la base de grandes injusticias. Los mismos yanquis nunca ocultaron las barbaridades cometidas para desplazar a los aborígenes norteamericanos de sus tierras. La esclavitud de los negros, el despojo a los vecinos, sobre todo a los mejicanos, la apropiación de Puerto Rico y una larga lista de rapiñas utilizando la superioridad de sus armas, constituyen hechos oprobiosos.

En todas las instancias se impuso una devoción cuasi religiosa por el lucro que parecía provenir de sus orígenes protestantes, cuya devoción por el trabajo se transforma en un afán materialista bastante alejado de lo espiritual.

Los "robber barons", señores de la tracalería, se valieron de todas las argucias para depredar el enorme país que controlaban gracias a esa filosofía que convertía el afán de lucro en una virtud.

Así nacieron grandes empresas como la Ford, impulsada por un magnate que aborrecía a los sindicatos y la Standar Oil, de los Rockefeller, convertida hoy en la Exxon. En todos los casos los gigantes industriales se levantaron a base de explotar a los obreros, depredar el medio ambiente, sobornar a sus funcionarios y los de países extranjeros, a los cuales, si no funcionaba la zanahoria, les aplicaban el gran garrote que usó el presidente Teodoro Roosevelt.

Sin embargo, por esas inocentadas que uno comete, no sospeché que la fachada democrática de los Estados Unidos fuera una ficción para consumo de los borregos. Me dejé engañar por la destitución de Richard Nixon y el asesinato de John F. Kennedy, que sembraron una apariencia de funcionalidad institucional.

Ahora pienso de manera distinta pero aún no me explico cómo los intelectuales estadounidenses no alzan sus voces al unísono, tal como lo hace en solitario el filósofo y filólogo Noam Chomsky.

Resulta sorprendente ver como todos los grandes medios de comunicación a escala planetaria ocultan de manera paladina el grotesco espectáculo de George W. Bush en estado de ebriedad en pleno estadio olímpico de Beijing.

Lo grave no es que sean muy pocos los estadounidenses que se enteren del grado de alcoholismo que afecta a su presidente. Lo verdaderamente aterrador es que lo hayan ocultado durante quién sabe cuántos años, pues lo de Bush no es nuevo, ni se trata de una intoxicación accidental durante su permanencia en China.

Ese hombre, que a la legua luce incapaz de tomar decisiones coherentes, ha sido electo y reelecto, primero Gobernador de Texas y luego presidente de la potencia imperial.

Que lo hayan amparado sus patrocinantes desde los directorios del complejo industrial militar es comprensible, lo mismo que los jerarcas del Partido Republicano. Lo que no entiendo es cómo el Partido Demócrata se hizo partícipe de esta engañifa y junto a ellos toda la comparsa de funcionarios electorales, fiscales y jueces que hicieron posible el fraude de su primera elección.

La verdad es que hasta los integrantes del "pacto institucional" de la conchupancia adecopeyana quedan como niños de pecho.

augusther@cantv.net


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Augusto Hernández


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