Complejidad de la Bioética. Ciencia y Ética (I)

"La bioética es interdisciplinar, lo repite cualquiera que se haya acercado a los problemas que plantea. No es una materia exclusiva ni del médico ni de la enfermera ni del filósofo ni del jurista, sino que exige la participación de todos. Una participación que puede contribuir a recuperar, en todos los casos, esa profesionalidad no identificada sólo con la competencia científico-técnica, muy importante, pero, como hemos visto, insuficiente. El médico, el filósofo, el jurista o el político, que se acercan a los problemas científicos o tecnológicos no renunciando a su complejidad ética, lo hacen porque quieren ir más allá de lo que la ciencia o la técnica pueden decir y aconsejar."

Victoria Camps

LOS ORÍGENES

Si la pregunta ética por excelencia es "¿qué debo hacer?", el ejercicio de la medicina como profesión que trata con la vida, la salud y la muerte siempre ha tenido una dimensión ética. Desde los problemas que puede acarrear la concepción hasta los dilemas que se presentan en las situaciones cercanas a la muerte, los médicos, como también los pacientes y sus allegados, pueden enfrentarse a cuestiones éticas difíciles. De hecho, junto con los protocolos y técnicas que el estado del conocimiento ha proporcionado en cada momento, la práctica de la medicina siempre se ha guiado por principios y reglas de carácter moral. Esos principios éticos han pretendido asegurar el recto ejercicio de una profesión que, por la particular importancia de los bienes que hay en juego y por la situación de asimetría que caracteriza la relación entre médico y paciente, necesita, quizás más que ninguna otra, de una especial prudencia y manejo de valores. Durante siglos fueron los propios médicos y no los cultivadores de la filosofía moral quienes, a través de su experiencia práctica y sentido común, cristalizaron en juramentos o códigos esas competencias y requisitos de rectitud que los colegas habían de reunir para admitirles a trabajar en los hospitales o inscribirles en las academias y sociedades profesionales. Por eso la ética médica, ese conjunto de principios éticos que rigen el ejercicio de la medicina, se ha expresado básicamente como deontología médica, cuya primera y más conocida manifestación se encuentra en el juramento hipocrático.

Los orígenes de la ética aplicada a la vida se relacionan directamente con los progresos científicos y tecnológicos de la segunda mitad del siglo XX. En las décadas de los sesenta y los setenta se produce una serie de progresos que tienen connotaciones de carácter ético, social, jurídico y religioso.

Los orígenes de la preocupación por el mal empleo de la medicina y del conocimiento científico pueden trazarse hasta épocas muy remotas. El propio juramento hipocrático, al que aún hoy se someten los egresados en medicina, es una primera señal histórica de la conciencia del poder que tienen los médicos sobre la supervivencia y bienestar de los seres humanos.

Los peligros asociados al conocimiento también nos retrotraen a períodos y textos antiguos. En el Génesis, como es bien conocido, se narra que el pecado original se instila en los seres humanos como castigo por su curiosidad. El mito de Prometeo encadenado ilustra igualmente que nos equivocamos en querer dominar el mundo y evitar nuestra extinción. En venganza por tal ansia de saber y controlar, Zeus nos manda los males del ánfora de Pandora. Para muchos pensadores a lo largo de la historia, el día en que el ser humano llegue a conocer todas las relaciones causales que gobiernan el mundo, y con ello cualquier evolución de éste, se acabará nuestra naturaleza humana tal y como la hemos conocido, pues la ignorancia del futuro es la condición de la libertad (ignorantia futurís, conditio libertatis), y ésta, por cierto, el presupuesto del juicio y el reproche moral y jurídico.

Para que ese cúmulo de preocupaciones genéricas cristalice en lo que hoy caracterizamos como "bioética", habrá que esperar a una triple circunstancia. En primer lugar, a que la medicina y la biología consigan, de manera cierta, impactar en la vida de los seres humanos, logrando que sus promesas de curación efectiva se hagan realidad, o que sean más reales sus posibilidades de hacer que la vida humana aparezca, o que su final sea postergado. Tal cosa no ocurrirá hasta bien entrado el siglo XIX. Tengamos en cuenta que el mecanismo de la reproducción humana no es bien conocido hasta entonces, y que la genética empieza a dar sus primeros pasos a mediados del siglo XIX con los pioneros trabajos de Mendel; que la penicilina o el diagnóstico por imágenes no aparecen hasta mediados del siglo pasado, y así con otros muchos avances que han contribuido, en balance, a que nuestras vidas, biológicamente consideradas, sean de mayor calidad y duración.

La segunda circunstancia es el aprovechamiento masivo de los seres humanos como sujetos de investigación biomédica. Esa fue una de las derivaciones del horror del Fercer Reich, como es bien sabido, aunque no siempre se tiene presente cuál fue el alcance de la perversión nazi, perversión de la que da buena cuenta la siguiente correspondencia mantenida entre una compañía farmacéutica y el campo de concentración de Auschwitz: "Para llevar a cabo unos experimentos con una nueva droga soporífera agradeceríamos nos proporcionaran una cierta cantidad de mujeres... Hemos recibido su respuesta, pero consideramos excesivo el precio de 200 marcos por mujer. Proponemos no pagar más de 170 marcos por cabeza. Si llegamos a un acuerdo, tomaremos posesión de las mujeres. Necesitamos más o menos unas 150... Recibido el pedido de 150 mujeres. A pesar de su delgadez y su debilidad, se las encontró satisfactorias... Se les aplicaron los tests. Murieron todos los sujetos. En breve entraremos en contacto con ustedes sobre un nuevo cargamento".

La ideología racista que alimentó estas atrocidades también propició y promovió la mejora de la especie humana mediante la mal llamada "eutanasia" de los débiles o inútiles y la práctica de la eugenesia. Se calcula que en agosto de 1941 más de 70.000 enfermos mentales y físicos habían sido víctimas en Alemania del programa eutanásico que comenzó en 1939, un conjunto de procedimientos que sólo pueden vincularse con la eutanasia porque el método de sacrificio no era tan cruento como en los campos de exterminio. Las ejecuciones se practicaron, por supuesto, sin el consentimiento de la víctima, lo cual hace que aquellas muertes fueran puros y simples asesinatos de quienes se consideraron manchones en la suprema condición aria.

La eugenesia, por otro lado, no fue un invento alemán sino un producto de las ideas de Francis Galton, un explorador y antropólogo británico que murió en 1911 y bajo cuya inspiración se pusieron en práctica políticas de mejora de la especie, de manera más o menos burda, en muchos países occidentales; en Estados Unidos la eugenesia fue refrendada incluso por la Corte Suprema. Es célebre la opinión del juez Holmes, quien, en una sentencia en la que se ratificaba la constitucionalidad de la ley que permitía esterilizar a los deficientes, afirmaba, en referencia al recurrente, que: "tres generaciones de imbéciles eran suficientes". Fue sin embargo durante el régimen nazi cuando la "depuración" del género humano, mediante la esterilización forzosa, o la prohibición de los matrimonios mixtos, fue llevada hasta sus niveles más aberrantes. Es suficientemente elocuente recordar que en el banquillo de los juicios de Nuremberg se sentaron 23 médicos, de los cuales 16 fueron declarados culpables y siete resultaron condenados a muerte. Esos médicos, bajo el "magisterio" del doctor Mengele, buscaban refinar la generación de seres humanos eliminando lo que ellos consideraban taras e impurezas. Para que esa manipulación genética fuese más operativa, sin embargo, aún no disponían del conocimiento preciso que llegaría con la descripción de la estructura del ácido desoxirribonucleico (ADN) en 1953 por parte de James Watson y Francis Crick.

La comunidad internacional, movida por este empleo de la ciencia al servicio del mal radical, promulga en 1964 la llamada Declaración de Helsinki, en la que se establece la prohibición absoluta de la experimentación con seres humanos sin que medie su consentimiento informado. Esta prohibición, que no es sino la expresión del principio de la autonomía, ha quedado incorporada en los artículos 5, 15 y 16 del Convenio para la protección de los derechos humanos y la dignidad del ser humano con respecto a las aplicaciones de la biología y la medicina (Convenio relativo a los derechos humanos y la biomedicina).

Durante los años que median entre el ocaso del régimen nazi y la Declaración de Helsinki, en los Estados Unidos se está llevando a cabo una investigación con seres humanos que no será descubierta hasta la década de los setenta y que provocará el surgimiento en 1974 de la Comisión Nacional de Bioética dependiente del Congreso. A dicha comisión le fue encomendada la redacción de un informe (conocido como "Informe Belmont") en cuyas conclusiones finales publicadas en 1978 habrían quedado señalados los principios rectores de la bioética. El experimento es el conocido como "experimento Tuskegee", pues fue en esa localidad de Mississippi donde un grupo de control de cerca de cuatrocientos africano americanos que padecían la sífilis había estado siendo sometido a seguimiento durante casi cuarenta años sin que los individuos fueran informados de ello ni, por supuesto, curados.

A finales de la década de los sesenta se produce un avance terapéutico y quirúrgico crucial en la historia de la medicina. En 1967 el doctor Barnard lleva a cabo el primer trasplante de corazón en un hospital de Sudáfrica. Mientras tanto, en Estados Unidos la perspectiva de los trasplantes de órganos había llevado a la creación del "Comité Ad Hoc de la Facultad de Medicina de Harvard para examinar la definición de muerte cerebral". El informe, publicado en 1968, fue pronto reconocido como un documento dotado de autoridad, y sus criterios para la determinación de la muerte fueron adoptados rápida y ampliamente no sólo en los Estados Unidos sino también, con algunas modificaciones de los detalles técnicos, en la mayoría de los países del mundo.

En el momento en el que ve la luz el Informe del Comité de Harvard, se están produciendo cambios notables, sobre todo en Estados Unidos, en las relaciones médico-paciente. Esas transformaciones suponen, en esencia, el abandono progresivo del tradicional modelo paternalista que había dominado secularmente la práctica médica y la consiguiente afirmación de la autonomía del paciente y de su derecho a ser informado. Tal mutación genera, por supuesto, conflictos de intereses, a veces muy profundamente éticos: el más característico y agudo es el del rechazo de tratamientos vitales y el auxilio al suicidio.

Es 1976 el año que marca el inicio de la larga singladura en pos de la afirmación de un derecho constitucional al suicidio en Estados Unidos, el año en que la Corte Suprema del estado de New Jersey tiene que decidir si se cesa el tratamiento de soporte vital a Karen Ann Quinlan, que permanecía inconsciente con un daño cerebral irreversible. Posteriormente, en 1990 la Corte Suprema pone fin a la procelosa batalla judicial de la familia de Nancy Cruzan, quien en 1983, que como resultado de un accidente automotriz, había quedado en estado permanentemente vegetativo. Aquel tribunal, en una decisión adoptada en una apretada mayoría, resuelve que la Constitución de Estados Unidos no ampara un derecho fundamental a la disponibilidad de la propia vida y que, por lo tanto, la legislación del estado de Missouri que imponía una prueba cierta de la voluntad del paciente de que le sea retirada la alimentación forzosa o medios similares de sostén viral no era inconstitucional. Luego se hizo célebre el caso del doctor Kevorkian, inventor de un método para el suicidio que le otorgó celebridad y le valió el apelativo del "Doctor Muerte", o las pretensiones de un grupo de médicos del estado de Nueva York, encabezados por el doctor Timothy E. Quill, que cuestionaron ante la Corte Suprema la legislación vigente en ese estado que hace del suicidio asistido para pacientes terminales un delito.

En Europa no tardaron en llegar este tipo de conflictos. En el año 2002 el Tribunal Europeo de Derechos Humanos se pronunció en el caso de Diane Pretty. Ella buscaba igualmente la exoneración anticipada de su marido, a quien solicitaba la ayudara a poner fin a su vida de parálisis casi absoluta.

La autonomía de los pacientes también ocupa el trasfondo del debate en torno de la licitud moral del aborto y de su despenalización, una controversia que necesariamente remite a una pléyade de cuestiones de interés directo para la bioética y el derecho: quiénes son sujetos de derechos, cuáles son los límites de la intervención punitiva del Estado, cuál es el alcance y significado, en definitiva, del valor de la vida humana. La aparición de las técnicas de reproducción humana asistida a finales de la década de los setenta y su rápida difusión desde entonces en los países occidentales han reavivado las reflexiones morales en torno a la reproducción humana. A ello se suma el extraordinario avance de la investigación en biología molecular, cuyo hito más importante es, sin duda, d de la transferencia nuclear somática mediante la cual se logra la clonación de animales. En 1961, John Gurdon, zoólogo de Oxford, lo había logrado con una rana, pero en 1996 el equipo de Ian Wilmut del Instituto Roslin de Escocia consigue clonar una oveja. La técnica empleada permite la obtención de las llamadas células troncales embrionarias, lo cual genera promesas terapéuticas colosales para el tratamiento de numerosas enfermedades y patologías en millones de seres humanos, pero también abre expectativas inquietantes sobre nuestro poder en la creación y especificación de la vida humana desde sus más tempranos inicios. La promesa de la clonación terapéutica, esto es, el trasplante de células y tejidos personalizado sin riesgo de rechazo para curar enfermedades que hoy son intratables, va haciéndose realidad a pasos de gigante, aunque también se cometen traspiés de cuando en cuando.

Ese conjunto de preocupaciones éticas, ese discurso normativo sobre la práctica de la biomedicina y la biotecnología, es el que se designa con el término "bioética", un término que, por lo que parece, surgió por primera vez en el título del libro de Van Renselaer Potter Bioethics: a Bridge to the Future (Bioética: un puente hacia el futuro), publicado en 1971 y que hoy es ya de uso frecuente.

BIOÉTICA

La ética referida a la vida y a los problemas inherentes al nacimiento, el desarrollo y la muerte se ha convertido en el motor de reflexión de la ética contemporánea, y sus efectos se han extendido por todas las éticas aplicadas, como la ética de la tecnología o la ecoética.

El desarrollo de la ética aplicada a la vida o Bioética ha tenido un efecto enormemente positivo tanto por lo que respecta a las otras éticas aplicadas como a la ética o filosofía práctica misma. Las preguntas de la bioética han sacudido los fundamentos de la ética tradicional y han puesto en crisis algunos de sus conceptos y principios elementales. En este sentido, el desarrollo de la bioética ha removido los fundamentos tanto de la ética filosófica como de la teología.

La Bioética como disciplina ha nacido por el deseo de armonizar los conocimientos científicos con el sentir humanista y con los valores compartidos por la sociedad. Con frecuencia la ciencia y el sentir humanista parecen marchar por rutas divergentes y paralelas que amenazan con no encontrarse nunca. Sin embargo, la tendencia actual de la comunidad tanto científica como humanista es a encontrarse. En un artículo publicado por John Zimann en 1998 en la revista científica Science el autor dice que "hace cincuenta años, cuando llegué al campo de las ciencias, raramente se hablaba de temas éticos entre los científicos, no porque no existiesen tales hechos o porque a los científicos no les interesaran los problemas éticos, sino porque esos temas no entraban en el discurso ordinario del científico". En la actualidad los temas éticos ocupan las primeras páginas de los periódicos y promueven debates ideológicos que llegan a ser con frecuencia promotores de violentos enfrentamientos ideológicos. Algunos de esos enfrentamientos abandonan el campo de lo racional y son fruto de luchas ideológicas o económicas de poder. Es verdad que los presupuestos que generan tales discusiones están basados en situaciones y paradigmas divergentes, aunque si examinásemos con detenimiento tales presupuestos veríamos que éstos no son tan diferentes como aparecen. La violencia procede de posturas estratégicas previas que están llenas de inseguridades y temores. A veces no son los paradigmas los que dirigen las discusiones, sino las inseguridades y los temores. Es afortunado que cada vez vayan siendo más numerosos los que tratan de examinar los hechos y mayor el número de científicos interesados en Bioética, pues esta disciplina no puede construirse sobre bases sólidas a menos que algunos de sus constructores aporten con la mayor objetividad y claridad posible los hechos sobre los que dialogar. Por supuesto que los hechos siempre van a estar imbuidos de ideología, pero los condicionamientos sociales de la ciencia ya se encargarán de depurarlos. De lo contrario puede ocurrir que se construya una disciplina como la Bioética que no tenga una clara visión del objeto de la misma. Si un dato científico es importante, antes o después, pero siempre en un corto período de tiempo, será puesto a prueba por otro científico que lo corroborará o lo desmentirá. Si no es importante pasará desapercibido y no entrará a formar el acervo de la ciencia.

En la nueva sociedad en la que vivimos los conceptos humanísticos y los científicos van a ser tan interactivos que si no quieren generar conflictos irresolubles y de ruptura de diálogo racional están condenados a entenderse. En realidad, en principio, no se ve por qué deben ser tan distintos que no puedan ser armonizados. Si no ocurre la armonización los grupos sociales se enfrentarán en una lucha cada vez más encarnizada y sin sentido. Existe el peligro de que la lucha se transforme en disputas ideológicas y abandone la atención a los hechos. Evidentemente los hechos, o datos, estarán siempre sometidos a interpretaciones, pero la ciencia y su metodología es un instrumento capaz para eliminar en un gran tanto por ciento lo que hay de subjetivo y anecdótico en la pura observación individual del caso para convertirlo en hecho universalizable cuando ha sido consolidado y corroborado. Cuanto menos traumático sea este entenderse, mejor será. La necesidad de generar entendimiento se ha convertido en urgencia porque parece que hay que introducir humanidad en una disciplina como la ciencia, que tiende a adquirir vida propia animada por el empleo de la tecnología, por las posibilidades que ofrece o pretende ofrecer, v porque a veces tiene la tendencia a entrar en el campo de lo virtual y convertir en realidad lo que no es sino especulación. Las promesas inmediatas que ofrece la ciencia-tecnología son tan fantásticas que a veces rebasan las utopías de las mentes más visionarias. Soñar es bueno, pero tiene el inconveniente de poder generar expectativas que sólo se realizarán a muy largo plazo si es que llegan a ello.

El problema con el que se tropieza la ciencia, y en concreto la biomedicina, es que lo que parece cercano se puede dilatar indefinidamente en el tiempo, mientras que lo que parece lejano puede ser una realidad muy pronto. Ese, por ejemplo, ha sido el caso de la ingeniería genética aplicada a la medicina. Se pensó que se podrían remediar enfermedades genéticas por la simple sustitución de los genes dañados. Se ha comprobado que la solución no es tan sencilla. Un problema añadido es que las realidades humanas se ven bajo el prisma de lo científico y existe una vaga conciencia, nunca formulada como tal, que propone que aquello que no se constata, o no se puede constatar por los métodos positivos de análisis no existe a ningún nivel. La ciencia tiende a establecer que existe un único sistema de entendimiento de la realidad. El conocimiento físico o biológico y su modo de entender la naturaleza se convierte así en el condicionante y modelo de actividad individual y social

La razón más profunda del interés moderno por los temas bioéticos radica en que las confrontaciones ideológicas entre las distintas visiones del mundo y del hombre no permanecen restringidas a una mera especulación sobre ideas, sino que las resoluciones tienen consecuencias prácticas. Tampoco quedan restringidas a la mera descripción estética del mundo, sino que pretenden ser capaces de dar sentido a ese mismo hombre. El sentido que se le dé a la descripción de los hechos influirá en las decisiones que se tomen. Si las descripciones no tienen consecuencias prácticas no habrá que tomar decisiones sobre ellas. El sentido de la convivencia humana ha llegado a una situación de tal tolerancia intelectual que parece que será fácil establecer una aparente concordia entre ideologías divergentes. La realidad no es esa. La tolerancia se ha convertido en muchas ocasiones en puro dejar hacer. Sin embargo, la humanidad no quiere que su futuro se dilucide solamente en el campo científico, sino que tenga una proyección fuertemente humanista además de que quiere que se rija por criterios de derecho y dignidad y no por el vigor y poder del más fuerte. No cabe duda, por ejemplo, que una visión puramente materialista del hombre como perteneciente a una especie biológica, con un grado de autonomía supeditada al bien de la especie, establecerá la existencia de unos valores específicos por los que se ha de regir la conducta humana y que estarán de acuerdo con tal visión. Una visión personalista o espiritualista dictará que la conducta humana se deba orientar por normativas en las que el grado de autonomía y valor personal predominará sobre el valor de la especie. No es lo mismo pensar que las proposiciones científicas constituyen el único lenguaje en el que se hayan de basar las premisas por las que ha de transcurrir el pensamiento humano, que suponer que la ciencia no es sino un sistema más por el que solo somos capaces de hacer una descripción histórico-temporal de los hechos, sin pretender ser el único marco de referencia ideológica ni el único lenguaje. Estamos en unos momentos en los que es necesario tomar decisiones y esforzarnos por guardar un equilibrio responsable, que es, en muchas ocasiones, el lugar donde se sitúa la verdad.

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Luis Antonio Azócar Bates

Matemático y filósofo

 medida713@gmail.com

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