Crónicas cotidianas

Ignacio

Ignacio era un simpático chofer de autobús que todos los días, tres o cuatro veces, hacía exactamente el mismo recorrido. Jamás nadie lo vio protestar, ni ofender, ni maltratar, incluso quejarse por lo destartalado de su autobús, aquellos Blue Bird trompudos en los que tanto se montó mi generación para ir a estudiar. Tenía una paciencia infinita para soportar algunas malas caras de los pasajeros, que las combatía siempre con una sonrisa, mostrando aquella plancha mal fabricada de dientes blancos, que parecía haber sido hecha por un latonero. Nunca soltaba el tabaco de su boca; y jamás se quitaba la gorra de la buena suerte, de los Leones del Caracas, con una particularidad, se la había regalado en persona el gran Antonio Armas, luego de un partido en el Universitario a finales de los ochenta. "Casi no permito que la negra me la lave para que no se me gaste. El día de ese juego, yo bajé sonriendo cerquita del dogaut, y lo esperé hasta las 12:30 de la noche. Cuando salió me sonrió y yo le llegué y me le presenté. Le dije que no traía nada para firmar, porque quería que me regalara su gorra para un niño que estaba enfermo. El niño enfermo era yo, que estaba enfermo de fanaticada, jajaja. El me la regaló y me la escribió por dentro". Era un cuento que le contaba a todo el que le hablaba de la gorra. Incluso a algunos pasajeros, en un arrebato de confianza, le mostraba lo que el líder beisbolero le había escrito.

A las 5 de la mañana, Ignacio sacaba el autobús de un gigantesco estacionamiento ubicado en Petare, y a las 5:10 pasaba por la redoma de Petare para recoger a los primeros pasajeros, todos conocidos, algunos más que otros, por esa relación de años subiendo y bajando a la misma hora con aquel enorme negro barloventeño, que no hacia otra cosa que sonreír. Ese era el inicio de su periplo, que iba a terminar en la Laguna de Catia, en aquellas rutas interminables que existían en la Caracas de esos tiempos. En el trayecto iba dejando a los primeros pasajeros, ya conocidos, ya amigos, que muy probablemente regresarían con él en su último viaje de regreso y que los veía recogiendo desde Catia hasta Petare. A las 8:30 de la mañana, estaba de vuelta del primer viaje, paraba en la redoma de Petare y se comía dos empanadas en el kiosco, propiedad de su comadre, la que vino junto con él 25 años atrás desde Barlovento. Compraba un tabaco de los gruesos y su triple de la suerte 565, el mismo que jugaba siempre porque sus tres hijos habían nacido en esas fechas: un varón, una hembra, un varón, ya hechos y derechos, casados y con hijos. "Esos nietos echan mucha vaina, pero son muy agradables. Por eso cuando están de vacaciones, me los tengo que traer porque vuelven loca a la abuela, y ella no puede controlar a esos siete diablos, jajaja. Así que se montan en el autobús y pasean de arriba abajo. A veces los dejaba con un vecino del pueblo que vive en Los Magallanes, para que hagan otras cosas", narraba el autobusero.

Se vino a Caracas en 1955, cuando se negó a sembrar y recoger cacao. Era adeco desde que conoció a Alberto Carnevalli en una reunión en su pueblo, un mes antes de que lo mataran. "Ya en Caracas, siempre iba pal´partido y me dieron mi carnet y todo. Hasta una vez llegó Rómulo Betancourt a la Casa Sindical de El Paraíso y andaba con Carlos Andrés (Pérez) y me dieron la mano, jajaja. Hablaron conmigo. Pero eso de la política no me gustaba, y un jefe sindical me consiguió un trabajo como chofer de los líderes, que tampoco me gustó, hasta que en 1960 entre en a manejar un autobús trompa larga que al principio hacía la ruta Mesuca-El Silencio y después la pusieron hasta Catia".

Ignacio tampoco escondía una brillante pepa de zamuro, que siempre colgaba de su cuello y que besaba con regularidad. La cábala que nunca soltaba, "porque hay gente mala, jajaja, y porque el diablo siempre acecha y está en todas formas", explicaba.

Cuenta la señora Ofelia, enfermera del hospital psiquiátrico de Lídice que la madrugada de aquel miércoles "fue la primera vez que, en 15 años, vi a Ignacio serio. Tenía como cara de preocupación. A veces hablábamos mucho porque yo me quedaba cerca de Pagüita para coger un autobús que subiera al hospital. Nos habíamos hecho amigos, y como de 20 personas más que también subían a la misma hora. Pero una cosa que me extrañó fue que estuvo mudo en todo el viaje y no hacía más que besar a su pepa de zamuro. Cuando me bajé le dije que se estuviera tranquilo. Pero hasta yo me fui preocupada. La primera vez en 15 años", narró Ofelia.

En el regreso de la Laguna de Catia, por la avenida Sucre, a la altura de Montepiedad, en un entonces Banco Unión, ubicado en una esquina a la altura de Monte Piedad, salieron cuatro hombres armados que eran esperados por la policía. Se produjo un enfrentamiento feroz que terminó con tres delincuentes muertos y un cuarto muy mal herido y un policía también fallecido. El autobús de Ignacio había quedado en medio de la balacera. La gente gritaba. Murió de manera instantánea de un balazo cerca de la cien. Tenía 58 años. La cabeza estaba reclinada en el volante y la pepa de zamuro apenas se asomaba por los labios. Lágrimas y gritos completaban la escena. Un hilo de sangre bajaba por los escalones.



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Rafael Rodríguez Olmos

Periodista, analista político, profesor universitario y articulista. Desde hace nueve años mantiene su programa de radio ¿Aquí no es así?, que se transmite en Valencia por Tecnológica 93.7 FM.

 rafaelolmos101@gmail.com      @aureliano2327

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