Es triste decirlo pero es la cruda realidad que se vive en Venezuela, o mejor dicho que vivimos los asalariados, con particular gravedad quienes laboramos para la administración pública y percibimos algo más que un sueldo mínimo. Y no se puede hacer referencia a un sueldo como tal, considerando que con el mísero ingreso que recibimos cada quincena, a duras penas podemos comprar algunos alimentos y poco más. Un salario, aunque sea el mínimo, debería al menos satisfacer en parte ciertas necesidades materiales, sociales e intelectuales tanto del trabajador como de su familia más cercana (como sus hijos); debería equivaler aproximadamente al costo de la canasta básica, según se expone en la propia constitución venezolana, específicamente en el artículo 91.
Entonces, ¿cómo se puede denominar al ingreso que percibimos los asalariados en Venezuela? Sin lugar a dudas se trata de una especie de colaboración que dan los patronos del sector público y del privado a los explotados de turno; una miserable “limosna” que aquellos justifican (irracional y perversamente), hoy día, por los efectos económicos de la pandemia por COVID-19, derivados de la cuarentena y la semiparalización económica global. Pudiera incluso señalarse, sin exagerar, que somos algo así como unos indigentes laborales, que trabajamos no para vivir con dignidad, sino para sobrevivir como mejor podamos. Ciertamente hay una situación económica extremadamente compleja tanto en Venezuela como en el resto del mundo, pero ni la élite política ni el alto empresariado de la nación caribeña, sufren de manera relevante las consecuencias negativas de la crisis global, que sí recaen con todo su peso sobre los pobres.
De manera que en Venezuela, un país rico en recursos de todo tipo, irónicamente la mayoría de su población vive en situación de pobreza y de miseria, percibiendo los asalariados no un sueldo como tal sino una especie de colaboración mísera, que no alcanza ni de cerca para satisfacer las necesidades básicas del trabajador y de su familia más cercana. Vivimos prácticamente en la indigencia aún como fuerza productiva, mientras que el alto funcionariado público exige nuestro sacrificio económico, en nombre de una seudorevolución en tiempos de coronavirus, con la pandemia de COVID-19 como excusa nefasta. Funcionariado para el que el artículo 91 de la constitución importa nada o casi nada, debido obviamente a que no ve afectado su bolsillo, tanto por sus ingresos salariales como por las entradas derivadas de diversas actividades oscuras e ilícitas.
Por cierto, ya que dicho artículo representa un derecho constitucional de los trabajadores en Venezuela, incumplido y violado abiertamente, no es descabellado introducir una demanda masiva laboral contra el Gobierno de Maduro, actual dirigente del Estado venezolano. En tal sentido ya algunos han planteado llevar a cabo este procedimiento jurídico, si bien es poco probable un resultado exitoso en el marco burgués del sistema judicial.
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