Bolivia: guerra del agua enfrenta a los pobres con una multinacional

El ALTO, Bolivia/AP — Martina Churata tiene seis hijos y con la menor sobre sus espaldas saca agua para cocinar de un pozo cercano a su casa. El líquido es amarillento y brota en un descampado donde las vacas, los perros y las personas hacen sus necesidades, pero es el agua que beben todos los días desde hace diez años a pesar de vivir en una ciudad.

“Hoy vendrá poca gente al pozo porque llovió anoche y todos han recogido agua de la lluvia que es más clara y mejor”, dice, mientras su pequeño hijo arrastra un cubículo de plástico con agua del pozo para la cocina.

La semana pasada Martina y sus vecinos se unieron, paralizaron por tres días la ciudad de El Alto, punto neurálgico que une La Paz con el resto del país, y obligaron al presidente Carlos Mesa a rescindir contrato con una multinacional francesa que suministra agua potable a las dos ciudades.

Pero Martina y sus vecinos no saben cuánto tiempo más tendrán que esperar para tener el líquido en su casa. Seguirán bebiendo ese líquido turbio que recogen del pozo y lavarán la ropa en el mismo lugar. Acá son frecuentes entre los niños las infecciones intestinales y los granos en la lengua.

Este es el barrio Mariscal Sucre en El Alto, una de las ciudades más pobres de Bolivia, a doce kilómetros de La Paz y habitada por migrantes campesinos y desocupados. En octubre del 2003 esta ciudad se alzó en una revuelta popular que costó 56 muertos y obligó a renunciar al entonces presidente Gonzalo Sánchez de Lozada que se negaba a escuchar su pedido: “No a la exportación del gas”.

También esta urbe es un ejemplo palpable de que no funciona una multinacional que suministra servicios básicos para gente pobrísima. No es negocio para la empresa y menos para la gente.

Si el agua parece lejana para estas familias aymaras que viven sobre los 4.000 metros de altitud y al pie de los nevados más hermosos que tiene Bolivia, el alcantarillado es un sueño lejano y del gas por tubería no han escuchado ni hablar, a pesar de que Bolivia posee las mayores reservas del continente después de Venezuela.

No tienen trabajo permanente ni un ingreso seguro y acceder al servicio potable les cuesta más de 210 dólares, casi la mitad de lo que pagaron por su terreno, o el salario de cinco meses.

“No es que no haya agua, el problema es que es muy cara. Nos cobran en dólares y nosotros no ganamos en dólares”, dice Martina, cuyo marido es chofer asalariado con un ingreso de dos dólares al día cuando tiene trabajo.

Durante años esta gente peregrinó a las oficinas de Aguas de Illimani, filial de la francesa Lyonaisse des Eaux para que les rebajara el costo de la instalación. La empresa ha llevado la red matriz hasta los barrios alejados pero cobra en dólares la instalación domiciliaria.

La compañía dice que desde 1997 aumentó sus clientes en 57% y ha realizado 45.800 conexiones en El Alto, pero esa ciudad tiene casi 750.000 habitantes y crece a un ritmo cercano al 10% cada año.

Fue Sánchez de Lozada quien en su primer gobierno (1993-1997) privatizó seis empresas estatales y los servicios básicos para acabar con la corrupción que se enquistó en las compañías públicas.

Pero el remedio resultó peor que la enfermedad. Al menos las empresas estatales instalaban piletas públicas para abastecer de agua a los barrios pobres. Aguas del Illimani cortó ese suministró para obligar a las familias a instalar el agua en sus casas pagando en dólares, una moneda que los alteños sólo conocen de vista.

Los siguientes gobiernos no lograron corregir las distorsiones que provocó la privatización de los servicios básicos y ahora el presidente Mesa se vio obligado por la fuerza a retroceder una década cuando las empresas eran administradas por cúpulas políticas corruptas ligadas a los gobiernos de turno.

La multinacional francesa sólo emitió un comunicado desde que se desató el conflicto en el que asegura que no incumplió acuerdos, pero el propio presidente Mesa dijo, la semana pasada, que la compañía se negó a revisar el contrato. Ahora negocia con el gobierno los términos de la rescisión.

Cerca del barrio de Martina, una corriente cristalina baja de la cordillera y cruza la ciudad, pero cambia de color en una playa donde la gente refriega la ropa, se asea mientras en la otra orilla unos obreros lavan autos con mangueras a presión. De un color más oscuro el agua se pierde al fondo en unos sembradíos de papas y habas.

Julio Mamani es un agricultor con tres hijos; uno de ellos se llama Clinton, y dice que prefiere venir a sacar agua del pozo a las 6 de la mañana cuando el viento cortante del altiplano se parece a una navaja. “Acá hay que madrugar para recoger agua”, relata a AP.

La gente de esta ciudad no entiende por qué debe pagar “tanto y en dólares” habiendo agua, y tampoco entiende por qué tiene que sufrir para abastecerse de gas doméstico en balones metálicos de 10 kilos que traen ocasionalmente los camioneros a un costo de tres dólares por balón.

Para estos vecinos sus marchas de protesta hacia La Paz en contra de las autoridades se han convertido en una suerte de deporte y para el gobierno El Alto es una bomba de tiempo.


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