El despertar de un sueño imperial

La clase dirigente española es incapaz de despojarse de su senil estupidez congénita para la política. A dónde vas España, a dónde vas triste de ti, los malandros que te gobiernan le están entregando tu soberanía por un puñado de dólares al imperio sión-yanqui; en caso de una guerra mundial serás la primera que volarán. ¿Será que el pueblo español cargará con ese muerto?

Remember: Cavite y Santiago de Cuba 1898.

¡Renovarse o morir!

Acontecimientos en 1898:

Sagasta se hizo cargo del Poder en España con el alma en los pies. El movimiento liberador era cada día más fuerte en Cuba. En febrero de 1898, el general Blanco, enviado por el gobierno liberal a reemplazar a Weyler, informaba a Sagasta del siguiente modo:

Después de haberse enviado 200.000 hombres y de haberse derramado tanta sangre, no somos dueños en la Isla de más terreno que el que pisan nuestros soldados. El ejército, agotado y anémico, poblando los hospitales, sin fuerzas para combatir ni apenas para sostener las armas; más de trescientos mil concentrados agonizantes o famélicos pereciendo de hambre y de miseria alrededor de las poblaciones…”

La guerra estaba perdida para la monarquía española, y ganada virtualmente por los cubanos. En Washington se estimó que había llegado el momento de ganarla para los Estados Unidos.

Falso positivo:

La historia es harto conocida. El crucero norteamericano Maine explotó en el puerto de La Habana el 15 de febrero causando innumerables víctimas. Los Estados Unidos acusaron a España; la guerra estaba en marcha. Años después pudo comprobarse que la explosión había tenido su origen en el interior del navío. Hoy en día a nadie se le ocurre discutir el caso. Pero en 1898 el agresor había encontrado “o buscado” su pretexto,

Mr. Wodoford presenta el ultimátum en nombre de su país. Fracasa el intento de Moret (ministro español de Ultramar) para obtener una mediación de la Santa Sede que les hiciese salvar a España Puerto Rico y Filipinas a cambio de ceder Cuba. Los medios políticos de Madrid (con excepción de socialistas y algunos republicanos con Pi Margal a la cabeza) son de un belicismo a ultranza que les ciega.

Los ministros de Guerra y Marina son más audaces que los jefes militares que hay en Ultramar. Uno de estos, el almirante Cervera, había escrito al ministro de Marina, general Bermejo, el 26 de febrero de 1898:

“Me pregunto si me es lícito callarme y hacerme solidario de aventuras que causaran, si ocurren, la total ruina de España, y todo por defender una isla que fue nuestra y ya no nos pertenece, porque aunque no la perdiésemos de derecho con la guerra, la tenemos perdida de hecho…

Se fue a la guerra y la primera escuadra española que se hunde fue la de Filipinas, en Cavite, el primero de mayo de 1898.

Dos meses después, Cervera pide instrucciones al Gobierno desde Santiago de Cuba. Bloqueado por la escuadra americana, ofrece la alternativa de destruir la escuadra española dentro del puerto o perderla en alta mar. El Gobierno le ordena salir. En Santiago, como en Cavite, las frágiles embarcaciones españolas, con cañones que no alcanzan a los navíos enemigos, sucumbieron acribilladas por estos, pese al derroche de valor de los marinos españoles. Después de aquel segundo Trafalgar, Cervera, prisionero de los norteamericanos, telegrafiaba a Madrid comunicando el cumplimiento de las órdenes recibidas y el resultado catastrófico. Sus últimas palabras eran: “Hemos perdido todo.”

Con los viejos buques españoles se había hundido el resto de aquel imperio que durante siglos permitió vivir en inconsciente molicie a las clases dirigentes españolas.

Los jefes militares de tierra pretendían seguir la guerra, y en este sentido el general del ejército de Cuba asaeteaba telegráficamente al ministro de la Guerra. Todavía el 17 de julio le decía: “la caída de Santiago no tiene verdadera importancia militar, y puede decirse que la guerra aún no ha empezado”.

El gobierno metropolitano conocía mejor la triste verdad. No había otro remedio que pedir la paz. Cien días de guerra habían liquidado las posibilidades bélicas de España en sus colonias. El 10 de diciembre de 1898 se firmaba en París el tratado de paz entre España y Estados Unidos. Montero Ríos, en nombre del gobierno español, tenía que firmar aquella sentencia de muerte del viejo imperio que, desgraciadamente, era mucho más traspaso de dominación a otra potencia que reconocimiento de libertad de un pueblo.

El tratado de París concedía a los Estados Unidos el dominio sobre las colonias de Puerto Rico y Filipinas vendidas por 20 millones de dólares. En cuanto Cuba, se le otorgaba una independencia muy precaria. Su Constitución de 1901, copiada de la norteamericana, tuvo que sufrir la Enmienda Platt, votada por el Senado norteamericano en junio de 1901, en virtud de la cual la soberanía cubana quedaba mediatizada por la fiscalización norteamericana.

El Presidente Mac-Kinley explicó crudamente el sentido de esa guerra:

“Las Filipinas, lo mismo que Cuba y Puerto Rico, nos han sido confiadas por la Providencia. ¿Cómo iba a sustraerse el país a semejante deber?... Las Filipinas son nuestras para siempre. Inmediatamente detrás de ellas se encuentran los mercados ilimitados de China. Nosotros no renunciaremos ni a lo uno ni a lo otro”.

No fue fácil para Washington instaurar su poder en Filipinas. Su jefe nacional, Aguinaldo, proclamó la república independiente, y el mismo ejército que había luchado contra los españoles se batió durante dos años contra los nuevos ocupantes. Sólo después de la captura de Aguinaldo pudo el ejército norteamericano dominar el archipiélago a fuerza de fusilamientos y detenciones. Los Estados Unidos se vieron obligados a mantener en Filipinas un ejército de ocupación de 150.000 hombres.

¿Es preciso añadir que el sistema tradicional español crujió hasta sus cimientos en 1898? En los momentos en que otras grandes potencias —las de verdad, las de ahora— dominaban ya el mundo entero después de vertiginosa carrera colonial. España desaparecía de la escena como potencia ultramarina. Más adelante veremos cómo la nostalgia de ese pasado la desvió con frecuencia de la ruta de su regeneración. El desastre de 1898 llevaba a la conciencia de muchos españoles lo que ya era una realidad durante todo el siglo XIX pese a las colonias transoceánicas, que España era un país de segundo orden en el mundo capitalista, un país atrasado por su estructura agraria y su sistema de propiedad y cultivos, un campo propicio para las inversiones de oligopolios extranjeros y para manejos políticos estratégicos de las grandes potencias.

Hasta 1898, los gobiernos, de uno y otro matiz, no estuvieron a tono con las exigencias históricas. El triste balance de este año presentaba en el “haber” la salvaguardia de los mismos sectores privilegiados que en 1808 se habían estremecido de terror ante la invasión napoleónica y sometido a sus designios y que, a partir de 1875, resolvieron a favor suyo la contienda abierta en 1812; en el “debe” estaba el atraso- material del país, la incapacidad para competir con sus congéneres en el plano europeo, el vacío que hizo comparar a Baroja a la España de la Regencia con “una mujer vieja y febril que se pinta y hace una mueca de alegría”.

La renovación era, pues, el imperativo de la hora, al abrirse 1899. La economía. El pensamiento, la política de España tenían que dar un cambio total si no querían apartarse definitivamente de las rutas de la historia. Este intento más o menos logrado —y eso lo vamos a ver—, caracteriza ese periodo de liquidación del siglo XIX que incide en el primer decenio del XX.

El 4 de marzo de 1899 formó gobierno el conservador Silvela, con Fernández Villaverde en el ministerio de Hacienda. La situación era de verdad catastrófica: déficit presupuestario, caída de la peseta, inflación. Se intentó contener ésta reduciendo (2 de agosto de 1899) el límite de emisión del banco de España hasta 2.000 millones de pesetas (en 1898 había llegado a 2.500). La ley de Presupuestos 1899-1909 estableció nuevos impuestos y redujo considerablemente los presupuestos de guerra, marina y cultos. En fin en 1901 se prohibió la acuñación de plata por los particulares. La burguesía daba la señal de alarma y exigía ir más allá en esta política.

Pasados los primeros momentos de temor, los gobiernos creyeron que nada había cambiado y que podía seguir alegremente “el turno”. Vino Azcárraga al Poder y, por último, el anciano Sagasta, el revolucionario de 1868, clausuraba la etapa de la Regencia, de esa Regencia que él mismo había inaugurado 17 años atrás. El 17 de mayo era coronado rey Alfonso XIII.

España se halla fundida con su ideal religioso. El Derecho es una mujerzuela flaca tornadiza que se deja seducir por cualquiera que sepa sonar bien las espuelas y arrastrar el sable.

“Yendo, pues, caminando nuestro flamante aventurero, iba hablando consigo mesmo y diciendo: ¿Quién duda sino que en los venideros tiempos, cuando salga a la luz la verdadera historia de mis famosos hechos…?”, “y todo lo demás, que se escriba mi historia en los venideros tiempos”.

¡Gringos Go Home!

¡Libertad para los cinco héroes de la Humanidad!

Patria Socialista o Muerte.

¡Venceremos

manuel.taibo@inter.net.ve


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Manuel Taibo


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