¿Te parece poco?

Fueron compañeros de armas en la matanza heroica de la Independencia; era llaneros; uno de Acarigua, otro de Calabozo; pero llaneros al fin, donde las clases sociales, a diferencia de Caracas, se establecen bajo el sello que dictamina la faena. Los dueños de tierras y rebaños, duermen entre ellos, conocen su fabla, sus alegrías y sus cantares. En la guerra, con excepción de dar órdenes, pelean a lanza y a machete, como los demás sin distinciones y rango, como les gusta a los caraqueños. La tropa, la oficialidad, los caudillos, guardan entre sí estrechos lazos de parentesco.

José Tadeo Monagas. Era un hombre con la edad de los libertadores, hijo de españoles, pero tenía la tez tan atezada por el sol del llano que parecía de estirpe caribe. Era hijo de un ganadero de Calabozo de apellido Monagas Burgos, y de una Ortiz, prima hermana de Doña Dominga, la esposa de Páez, lo que explicaba, según algunos, la tirantez existente entre El Centauro y el nuevo Presidente, que profesaba a Doña Dominga, abandonada por su marido, fraternal afecto. Antes de la Independencia, murmuraban sus enemigos, era jefe de una cuadrilla de bandoleros, junto con su hermano José Gregorio. Perseguido por la justicia, huyó hacia Maturín, donde sirvió de mayordomo a un español generoso llamado Fernández, a quien sacrifico, invocando el canibalesco decreto de guerra a muerte, donde de condenaba al exterminio a todo español inocente o culpable. Luego de ultimarlo se apoderó de sus bienes. El Presidente Monagas, al igual que José Gregorio, abrazaron la causa independista, destacándose por su valor y capacidad de llamar a la aventura. Entre 1830 y 1835 se dedicaron al bandolerismo, asaltando diligencias y matando a los viajeros. Un juez les siguió proceso penal por esta causa. Dado su prestigio, mando y riqueza, era el dueño del Alto Orinoco y de la provincia de Maturín, de donde sacaba sus mesnadas para intervenir a favor o en contra del gobierno, según sus gustos o intereses.

El joven Guzmán Blanco, por más que su padre fuese el apóstol de los desposeídos, el gran catalizador del descontento popular contra la oligarquía, se identificaba con el mundo aristocrático de su madre, la buena de Doña Carlota, tan buena, veraz y rectilínea, como malo, embustero y torcido era su marido. Al joven Guzmán le parecían hasta dignos de admiración los incendiarios artículos de su progenitor contra la aristocracia, de la que se creía o sentía parte. No compartía el entusiasmo del General Sotillo por lo que llamaba verdades de fe, refiriéndose a las denuncias a las denuncias de Antonio Leocadio. A él, eso que se llamaba pueblo: los negros, los desposeídos, la gente de abajo, lo tenía sin cuidado. Todo cuanto escribía y hacía su padre, como a él le constaba, era una artimaña para abrirse paso hacia el poder y señorío que se le negaba. Por eso no lo consolaban aquellos vítores de peones embrutecidos y de famélicos campesinos. No eran gente. Eran parte de la tierra y propiedad de sus amos, como el ganado que cuidaban. A él no le significó mayor cosa la muchedumbre que acompañó a Antonio Leocadio, con su amenazante caballería de jinetes descalzos, agitando al aire banderolas amarillas, color de miedo. Por más que amase y admirado a su progenitor, no era capaz, a los diecisiete años. En que cabalgó a su lado en algazara junto con un pulpero llamado Ezequiel Zamora, de adentrarse en el papel de falsedad que asumía arengando a la multitud en términos en los que no creía, insultantes para la gente, a quien su padre también pertenecía. Eso de llamar sanguijuelas a sus amigos los Tovar, a sus primos los Soublette y a los padres de sus compañeros, como los Vegas y los Herrera, le producía escalofríos. Se sentía impedido de nación, para ser campechano y plebeyo, como lo hacía su progenitor. Le reventaba cuando imitaba el sonsonete desabrido delos campesinos de Aragua; le resultaba urticante el nimbo arropante de camaradería con el que envolvía a Ezequiel Zamora, a mitad de camino entre el conuco y la casa grande. Le molestaba la vehemencia del pulpero, su palabra airada, los tacos que soltaba a cada paso y a los que respondía su padre en flagrante eco, cuando lo sabía renuente a la cacolalia. NO se amañaba a la plebeyez. Él era "gente decente", de la crema del mantuanaje, como le venía de lleno por su madre. Era negarse su identidad, dejar de ser él mismo, adoptando un rosario de creencias que le repugnaban.

El gobierno de José Tadeo Monagas y luego el de su hermano José Gregorio, fue un auténtico desastre. La Deuda Pública y Externa creció desmesuradamente, al igual que el peculado. Más de cien millones de pesos se robaron los dos hermanos. José Gregorio libertó abruptamente a los esclavos, no sin antes vender los suyos. Pasado el entusiasmo del primer momento, los negros se dieron cuenta de lo mucho que habían perdido con la libertad. Si antes sus amos los cuidaban con el mismo esmero que tenían para con su caballo fino, ahora les exigían más trabajo, pagándoles tres misterios reales por salario, importándole poco o nada su salud, alimentación y vivienda. Muchos no aceptaron tal estado de cosas dedicándose al bandolerismo. Eran tan pocos los que decidieron volver como peones a casa de sus antiguos amos, que las haciendas y hatos se vinieron al suelo al suelo por falta de mano de obra. La tensión entre dueños de fundos y antiguos esclavos llegó al rojo vivo, temiéndose en cualquier momento el estallido de una lucha racial.

—Ustedes no se hacen una idea de la que pasamos en aquellos tiempos…

La pluralidad produjo una vez más variadas reacciones de asombro. Ya no hablaban de 2020, ni de 1928, ni de 1899, sino de 1848, como si hubiese estado presente en un acontecimiento sucedido hacia ciento setenta y dos años.

¡La Lucha sigue!



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Manuel Taibo


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